Mal’akh podía sentir los tatuados músculos de su espalda en tensión mientras volvía a rodear corriendo el edificio en dirección a la compuerta de la nave 5.
«He de conseguir entrar en su laboratorio».
La huida de Katherine había supuesto un imprevisto… problemático. No sólo sabía dónde vivía Mal’akh, sino que ahora conocía su verdadera identidad…, y que era él quien una década atrás había asaltado la casa de su familia.
Mal’akh tampoco se había olvidado de aquella noche. Había estado a punto de conseguir la pirámide, pero el destino se lo había impedido. «Todavía no estaba preparado». Ahora sí lo estaba. Era más poderoso. Más influyente. Tras pasar por penalidades inconcebibles preparándose para su regreso, esa noche Mal’akh estaba listo para cumplir finalmente con su destino. Estaba seguro de que antes de que la noche hubiera terminado, podría contemplar los ojos moribundos de Katherine Solomon.
Al llegar a la compuerta se convenció de que en realidad Katherine no se había escapado; tan sólo había prolongado lo inevitable. Cruzó la entrada y avanzó con confianza por la oscuridad hasta que sus pies encontraron la alfombra. Entonces giró a la derecha y se dirigió hacia el Cubo. El golpeteo en la puerta de la nave 5 ya no se oía, y Mal’akh sospechó que el guardia debía de estar intentando retirar la moneda de diez centavos que Mal’akh había insertado en la ranura del teclado numérico para inutilizarlo.
Al llegar a la puerta del Cubo, localizó el teclado e insertó la tarjeta de acceso de Trish. El panel se encendió. Introdujo el número identificativo de la chica y entró. Estaban todas las luces encendidas, y mientras cruzaba el estéril espacio, observó asombrado el equipo del que disponían. Mal’akh no era ajeno al poder de la tecnología; él mismo había llevado a cabo su propia ciencia en el sótano de su casa, y la noche anterior parte de esa ciencia había dado sus frutos.
«La verdad».
La especial reclusión de Peter Solomon —atrapado a solas en la zona intermedia— había dejado al descubierto todos sus secretos. «Puedo ver su alma». Mal’akh descubrió ciertos aspectos que había anticipado y otros que no, como por ejemplo todo lo relativo al laboratorio de Katherine y sus sorprendentes hallazgos. «La ciencia se está acercando —se dio cuenta Mal’akh—. Pero yo no permitiré que ilumine el camino a quienes no son dignos de ello».
Katherine había comenzado a utilizar la ciencia moderna para dar respuesta a antiguas preguntas filosóficas. «¿Oye alguien nuestras oraciones? ¿Hay vida después de la muerte? ¿Tiene alma el ser humano?» Aunque pudiera parecer increíble, Katherine había respondido a todas esas preguntas, y a muchas más. Científicamente. Conclusivamente. Los métodos que había utilizado eran irrefutables. Incluso a los más escépticos los convencerían los resultados de sus experimentos. Si esa información se publicaba y salía a la luz, habría un cambio fundamental en la conciencia del ser humano. «Empezará a encontrar el camino». La última tarea que Mal’akh tenía esa noche, antes de su transformación, era asegurarse de que eso no sucedía.
Una vez dentro del laboratorio, localizó la sala de datos de la que Peter le había hablado. Miró a través de las gruesas paredes de cristal las dos unidades de almacenamiento de datos holográficos. «Exactamente donde ha dicho que estarían». A Mal’akh le costaba creer que el contenido de esas dos pequeñas cajas pudiera cambiar el curso del desarrollo humano, y sin embargo la Verdad siempre había sido el más potente de los catalizadores.
Con los ojos puestos en las unidades de almacenamiento de datos holográficos, Mal’akh extrajo la tarjeta de Trish y la insertó en el panel de seguridad de la puerta. Para su sorpresa, el panel no se encendió. Al parecer, el acceso a esa sala era un privilegio que no se extendía a Trish Dunne. Buscó la tarjeta que había encontrado en la bata de laboratorio de Katherine. Cuando insertó ésta, el panel sí se encendió.
Pero ahora Mal’akh tenía un problema. «No he llegado a averiguar el número identificativo de Katherine». Probó con el de Trish, pero no funcionó. Acariciándose la barbilla, retrocedió unos pasos y examinó la puerta de plexiglás, de unos ocho centímetros de grosor. Sabía que ni siquiera con un hacha sería capaz de romperla para llegar a las unidades que necesitaba destruir.
Mal’akh había previsto esa contingencia.
Dentro del cuarto de suministro eléctrico, exactamente tal y como Peter le había dicho, localizó el anaquel sobre el que descansaban varios cilindros de metal parecidos a botellas de buceo. En los cilindros se podían leer las letras «HL», el número 2 y el símbolo de inflamable. Una de las bombonas estaba conectada a la batería de hidrógeno del laboratorio.
Mal’akh dejó una bombona conectada y con mucho cuidado sacó uno de los cilindros de reserva y lo depositó sobre una carretilla que había junto al estante. Se llevó el cilindro fuera del cuarto de suministro eléctrico y cruzó el laboratorio hasta llegar a la puerta de la sala de almacenamiento de datos. Aunque sin duda ya estaba suficientemente cerca, había advertido un punto débil en la gruesa puerta de plexiglás: el pequeño espacio entre la parte inferior y la jamba.
En el umbral, dejó con mucho cuidado la bombona en el suelo y deslizó el flexible tubo de goma por debajo de la puerta. Le llevó un momento retirar los precintos de seguridad y acceder a la válvula del cilindro, pero cuando por fin lo hizo, abrió esta última. A través del plexiglás pudo ver cómo un transparente y burbujeante líquido empezaba a salir del tubo y se propagaba por el suelo de la sala de almacenamiento. El efervescente y humeante charco se fue haciendo cada vez más grande. Mientras estaba frío, el hidrógeno permanecía en forma líquida. Al calentarse, empezaba a hervir. El gas resultante era incluso más inflamable que el líquido.
«Recordemos el Hindenburg».
Mal’akh regresó corriendo al laboratorio y cogió la jarra Pyrex llena con combustible para el mechero Bunsen, un aceite viscoso altamente inflamable. Lo llevó hasta la puerta de plexiglás, donde el hidrógeno líquido seguía extendiéndose: el charco de líquido hirviente dentro de la sala de almacenamiento de datos cubría ahora todo el suelo, rodeando los pedestales sobre los que descansaban las unidades holográficas. Al convertirse en gas, el charco emanaba una neblina blancuzca que lo cubría todo.
Mal’akh alzó la jarra con el combustible del mechero Bunsen y vertió una buena cantidad sobre la bombona de hidrógeno, el tubo, y en la pequeña ranura bajo la puerta. Luego, cuidadosamente, empezó a retroceder hasta el laboratorio, dejando tras de sí un reguero de combustible en el suelo.
La noche de la operadora de la centralita que se encargaba de las llamadas al 911 en Washington había sido más movida de lo habitual. «Fútbol, cerveza y luna llena», pensó mientras otra llamada de emergencia más aparecía en su monitor, ésta proveniente de la cabina de una gasolinera situada en Suitland Parkway, en Anacostia. «Un accidente de coche, seguramente».
—Nueve, uno, uno —contestó—. ¿Cuál es su emergencia?
—¡Acaban de atacarme en los depósitos del museo Smithsonian! —dijo la voz de una alterada mujer—. ¡Envíe a la policía, por favor! ¡4210 de Silver Hill Road!
—Un momento, tranquilícese —le pidió la operadora—. Tiene que…
—¡También necesito que envíe unos agentes a una mansión de Kalorama Heights donde puede que mi hermano esté cautivo!