Capítulo 51

Katherine Solomon siempre había sido una conductora prudente, pero ahora circulaba con su Volvo por Suitland Park a más de 140 kilómetros por hora. El pánico no había comenzado a remitir hasta que hubo recorrido casi dos kilómetros con el trémulo pie pegado al acelerador. Ahora se daba cuenta de que su incontrolable tiritera no se debía únicamente al miedo.

«Estoy congelada».

El aire nocturno e invernal que entraba por la ventanilla rota zarandeaba su cuerpo como si de un viento ártico se tratara. Tenía los pies entumecidos, así que cogió el par de zapatos de repuesto que solía guardar bajo el asiento del acompañante. Mientras lo hacía sintió una punzada de dolor en la magulladura que tenía en el cuello, donde la poderosa mano se había aferrado.

El hombre que había hecho añicos la ventanilla no se parecía al rubio caballero que Katherine había conocido como doctor Christopher Abaddon. La espesa cabellera y la suave y bronceada tez habían desaparecido. La cabeza afeitada, el pecho desnudo y el rostro con el maquillaje corrido habían resultado ser un aterrador tapiz de tatuajes.

Volvió a oír otra vez el susurro de su voz en el aullido del viento que entraba por la ventanilla rota: «Katherine, debería haberte matado hace años…, la noche en la que maté a tu madre».

Katherine se estremeció. No tenía duda alguna. «Era él». Nunca había llegado a olvidar la diabólica violencia de su mirada. Ni el sonido del único disparo de su hermano, que había matado a ese hombre y le había hecho caer al río helado, cuyo hielo atravesó y de donde ya nunca volvió a salir. Los investigadores lo estuvieron buscando durante semanas, pero jamás encontraron su cuerpo, y finalmente decidieron que la corriente lo debía de haber arrastrado a la bahía de Chesapeake.

«Se equivocaron —ahora ella lo sabía—. Todavía está vivo.

»Y ha regresado».

Katherine sintió cómo crecía su angustia al recordar la escena. Había ocurrido hacía casi diez años. El día de Navidad. Katherine, Peter y la madre de ambos —toda su familia— se reunieron en su gran mansión de piedra en Potomac, situada en un terreno forestal de ochenta hectáreas de extensión por los que pasaba su propio río.

Como era tradición, la madre estaba en la cocina disfrutando de la costumbre vacacional de cocinar para sus dos hijos. A pesar de sus setenta y cinco años, Isabel Solomon era una cocinera excelente, y esa noche los deliciosos olores del asado de ciervo con salsa de chirivía y puré de patatas con ajo inundaban la casa. Mientras su madre preparaba el festín, Katherine y su hermano se relajaban en el invernadero charlando sobre la última afición de ella, un nuevo campo llamado ciencia noética. Esa improbable fusión entre la moderna física de partículas y el antiguo misticismo había cautivado por completo la imaginación de la joven.

«Una mezcla de física y filosofía».

Katherine le contó a Peter algunos de los experimentos que soñaba hacer, y pudo ver en sus ojos que se sentía intrigado. A ella le alegraba especialmente poder darle a su hermano algo positivo en que pensar esas navidades, pues las fiestas también se habían convertido en un doloroso recordatorio de una terrible tragedia.

«El hijo de Peter, Zachary».

El veintiún cumpleaños del sobrino de Katherine también fue el último que celebró. La familia había pasado por una auténtica pesadilla, y ahora parecía que su hermano por fin volvía a reír.

Zachary había sido un niño frágil y torpe que tardó mucho en desarrollarse y, más adelante, un adolescente rebelde y airado. A pesar de su educación privilegiada y del profundo cariño que le profesaban, el muchacho parecía determinado a alejarse del «entorno» de los Solomon. Hizo que lo echaran del instituto, empezó a salir de noche con celebridades, y rechazó los firmes y cariñosos intentos de sus padres para enderezarlo.

«Rompió el corazón de Peter».

Poco después de su dieciocho cumpleaños, Katherine se sentó con su madre y su hermano y los escuchó debatir sobre si retener o no la herencia de Zachary hasta que madurara más. Esa herencia era una tradición centenaria en la familia; los Solomon legaban una porción increíblemente generosa de la fortuna familiar a cada descendiente cuando cumplía dieciocho años. Creían que las herencias eran más útiles al principio de la vida de uno que al final. Y, de hecho, dejar grandes cantidades de la fortuna familiar en manos de sus jóvenes descendientes había sido la clave del crecimiento de la riqueza dinástica de la familia.

En ese caso, sin embargo, la madre de Katherine consideraba que era peligroso darle al problemático hijo de Peter una cantidad de dinero tan grande. Peter no estaba de acuerdo.

—La herencia de los Solomon —dijo su hermano— es una tradición familiar que no se debe interrumpir. Ese dinero podría hacer que Zachary se volviera más responsable.

Lamentablemente, Peter se equivocaba.

En cuanto recibió el dinero, Zachary rompió con su familia y se fue de casa sin llevarse siquiera sus pertenencias. Reapareció meses después en los tabloides: PLAYBOY DISFRUTA DE LA BUENA VIDA EN EUROPA.

Los tabloides se recreaban en la disipada y libertina vida de Zachary. A los Solomon les resultaban difíciles de asumir todas esas fotos de fiestas salvajes en yates y borracheras en discotecas. Las fotos de su díscolo descendiente pasaron de trágicas a aterradoras cuando los periódicos informaron de que Zachary había sido detenido con cocaína en la frontera de un país euroasiático: MILLONARIO SOLOMON EN PRISIÓN TURCA.

La prisión, descubrieron, se llamaba Soganlik, y era un brutal centro de detención de clase F situado en el distrito de Kartal, a las afueras de Estambul. Temiendo por la seguridad de su hijo, Peter Solomon fue a buscarlo a Turquía. Al consternado hermano de Katherine le prohibieron incluso ver a Zachary y regresó con las manos vacías. La única noticia alentadora fue que los influyentes contactos de Solomon en el Departamento de Estado estaban intentando conseguir su extradición cuanto antes.

Dos días después, sin embargo, Peter recibió una espantosa llamada telefónica. A la mañana siguiente, la noticia llegó a los titulares: HEREDERO DE LOS SOLOMON ASESINADO EN PRISIÓN.

Las fotografías de la cárcel eran atroces, y los medios de comunicación las publicaron todas, incluso tiempo después de la ceremonia de entierro privada de los Solomon. La esposa de Peter nunca le perdonó que no hubiera conseguido liberar a Zachary, y su matrimonio se rompió seis meses más tarde. Desde entonces, Peter había estado solo.

Años después, Katherine, Peter y la madre de ambos, Isabel, se habían reunido para pasar una tranquila Navidad juntos. El dolor todavía estaba presente, pero afortunadamente con el tiempo había ido disminuyendo. Desde el otro lado de la puerta de la cocina se podía oír el agradable ruido de tarros y cacerolas que hacía su madre mientras preparaba el tradicional festín. En el invernadero, Peter y Katherine disfrutaban de un brie horneado y una relajada conversación vacacional.

Hasta que oyeron un ruido inesperado.

—Hola, familia Solomon —dijo alegremente alguien a su espalda.

Katherine y su hermano se volvieron sobresaltados y vieron a un enorme y musculado tipo que entraba en el invernadero. Llevaba un pasamontañas negro que le tapaba toda la cara salvo los ojos, que relucían con salvaje intensidad.

Peter se puso inmediatamente en pie.

—¡¿Quién es usted?! ¡¿Cómo ha entrado aquí?!

—Conocí a su hijito, Zachary, en prisión. Me contó dónde estaba escondida esta llave. —El desconocido mostró una vieja llave y sonrió como un animal—. Justo antes de matarlo de una paliza.

Peter se quedó boquiabierto.

El desconocido sacó una pistola y la apuntó directamente a su pecho.

—Siéntese.

Peter volvió a sentarse en su silla.

Katherine permaneció inmóvil mientras el hombre cruzaba la habitación. Bajo el pasamontañas, los ojos de ese tipo eran salvajes como los de un animal rabioso.

—¡Eh! —exclamó Peter, como si quisiera advertir a su madre, que seguía en la cocina—. ¡Quienquiera que sea, coja lo que quiera y váyase!

El hombre volvió a levantar su pistola hacia el pecho de Peter.

—¿Y qué cree usted que quiero?

—Dígame cuánto —dijo Solomon—. No tenemos dinero en la casa, pero puedo…

El monstruo se rio.

—No me insulte. No estoy interesado en su dinero. He venido en busca del otro patrimonio de Zachary. —Sonrió—. En prisión me habló de una pirámide.

«Pirámide —pensó desconcertada Katherine—. ¿Qué pirámide?»

Su hermano se mostró desafiante.

—No sé de qué está hablando.

—¡No se haga el tonto conmigo! Zachary me contó lo que esconde en la caja fuerte de su estudio. Lo quiero. Ahora.

—Fuera lo que fuese lo que le contara Zachary, se confundió —dijo Peter—. ¡No sé de qué me está hablando!

—¿Ah, no? —El intruso se volvió y apuntó la pistola al rostro de Katherine—. ¿Y ahora?

Los ojos de Peter se llenaron de terror.

—¡Lo digo en serio! ¡No sé de lo que me está hablando!

—Miéntame una vez más —advirtió el tipo, sin dejar de apuntar a Katherine— y prometo que la mataré. —Sonrió—. Y por lo que me dijo Zachary, su hermanita es mucho más valiosa para usted que todo su…

—¡¿Qué está pasando aquí?! —exclamó la madre de Katherine al tiempo que entraba en la habitación con la escopeta Browning Citori de Peter en las manos, apuntándola directamente al pecho del hombre.

El intruso se volvió hacia ella, pero la enérgica mujer de setenta y cinco años no perdió más tiempo y le disparó una ensordecedora ráfaga de perdigones. El intruso se tambaleó hacia atrás, y empezó a disparar su arma en todas direcciones, rompiendo unas cuantas ventanas mientras él atravesaba y hacía añicos la puerta de cristal, soltando su pistola al caer.

Peter no vaciló un momento y fue corriendo a recoger la pistola. Durante el tiroteo, Katherine había caído al suelo, y la señora Solomon se arrodilló junto a ella.

—¡Dios mío!, ¿estás herida?

Katherine negó con la cabeza, todavía enmudecida por el shock. Fuera, al otro lado de la puerta de cristal rota, el hombre del pasamontañas se había puesto en pie y huía corriendo hacia el bosque con la mano en un costado. Peter Solomon se volvió un momento para asegurarse de que su madre y su hermana estaban a salvo, y en cuanto comprobó que se encontraban bien, salió corriendo a por el intruso con la pistola en la mano.

Temblorosa, la madre de Katherine cogió a su hija de la mano.

—Gracias a Dios que estás bien. —Pero de repente se apartó—. ¿Katherine? ¡Estás sangrando! ¡Estás herida!

Katherine vio la sangre. Mucha sangre. Estaba por todas partes. Pero no sentía dolor alguno.

Su madre se puso a buscar frenéticamente la herida en su cuerpo.

—¿Dónde te duele?

—¡No lo sé, mamá, no siento nada!

Entonces Katherine vio el origen de toda aquella sangre y se quedó petrificada.

—Mamá, no soy yo… —señaló el costado de la blusa de satén blanco de su madre, de donde manaba profusamente la sangre y un pequeño agujero era visible.

La señora Solomon bajó la mirada, más confusa que otra cosa. Hizo una mueca de dolor y se encogió, como si ahora notara por fin el dolor.

—¿Katherine? —Su voz era tranquila, pero de repente se podía advertir en ella el peso de sus setenta y cinco años—. Necesito que llames a una ambulancia.

Katherine se apresuró hacia el teléfono que había en el vestíbulo y pidió ayuda. Cuando regresó al invernadero, encontró a su madre inmóvil sobre un charco de sangre. Corrió hacia ella y se arrodilló a su lado para cogerla entre sus brazos.

Katherine no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado cuando oyó el lejano disparo en el bosque. Al cabo de un rato, la puerta del invernadero se abrió y Peter entró a toda prisa, con los ojos desorbitados y la pistola todavía en la mano. Cuando vio que su hermana lloraba y sostenía a su madre sin vida entre sus brazos, su rostro se contrajo de dolor. El grito que resonó en el invernadero era un sonido que Katherine Solomon no olvidaría nunca.