Capítulo 46

A pesar de contener lo que para muchos es «la habitación más bonita del mundo», la biblioteca del Congreso no es conocida tanto por su impresionante esplendor como por su vasta colección de libros. Con más de ciento cincuenta kilómetros de estantes —que en línea recta podrían unir Washington y Boston—, posee el título de la biblioteca más grande del mundo. A pesar de ello, sigue expandiéndose a un ritmo de más de diez mil artículos diarios.

La biblioteca del Congreso —inicialmente depósito de la colección personal de libros sobre ciencia y filosofía de Thomas Jefferson— se erigió ya desde el principio como símbolo del compromiso de Norteamérica con la propagación del saber. Fue uno de los primeros edificios de Washington en tener luz eléctrica, ejerciendo literalmente de faro en medio de la oscuridad del Nuevo Mundo.

Como su mismo nombre indica, la biblioteca se fundó para servir al Congreso, cuyos venerables miembros trabajaban al otro lado de la calle, en el edificio del Capitolio. Ese antiguo vínculo entre biblioteca y Capitolio había sido reforzado recientemente con la construcción de una conexión física: un largo túnel bajo Independence Avenue que unía ambos edificios.

Esa noche, en el interior del tenuemente iluminado túnel, Robert Langdon seguía a Warren Bellamy por una zona de obras, mientras intentaba apaciguar la preocupación que sentía por Katherine. «¡¿Ese lunático está en su laboratorio?!» Langdon no quería siquiera imaginar por qué. Al llamar para advertirle, Langdon le había dicho a Katherine dónde podría encontrarlo. «¿Cuándo llegaremos al final de este maldito túnel?» Un turbio torrente de pensamientos interconectados le bullía en la cabeza: Katherine, Peter, los masones, Bellamy, pirámides, antiguas profecías… y un mapa.

Langdon apartó todos esos pensamientos de su cabeza y siguió adelante. «Bellamy me ha prometido respuestas».

Cuando los dos hombres llegaron al final del pasadizo, Bellamy guio a Langdon por una serie de puertas dobles que estaban todavía en construcción. Al no poder cerrarlas tras de sí, Bellamy cogió una escalera de aluminio de las obras y la apoyó precariamente contra la puerta. Luego colocó encima un cubo de metal. Si alguien abría la puerta, el cubo caería ruidosamente al suelo.

«¿Éste es nuestro sistema de alarma?» Langdon se quedó mirando el cubo. Esperaba que Bellamy contara con un plan más elaborado para ponerse a salvo. Todo había pasado tan de prisa que hasta ahora Langdon no había empezado a pensar en las repercusiones de su huida con Bellamy. «Soy un fugitivo de la CIA».

Bellamy dobló una esquina y los dos hombres comenzaron a subir una amplia escalera que había sido acordonada con unos postes de color naranja. Langdon podía notar el peso de la pirámide dentro de su bolsa.

—La pirámide —dijo—, todavía no entiendo…

—Aquí no —lo interrumpió Bellamy—. La examinaremos a la luz. Conozco un lugar seguro.

Langdon dudaba de que un lugar así existiera para alguien que acababa de asaltar físicamente a la directora de la Oficina de Seguridad de la CIA.

Al llegar a lo alto de la escalera, los dos hombres accedieron a un amplio vestíbulo decorado con mármol italiano, estuco y pan de oro. Rodeaban el vestíbulo ocho pares de estatuas, todas de la diosa Minerva. Bellamy siguió adelante, guiando a Langdon por un corredor abovedado, hasta llegar a una sala mucho más grande.

Incluso con la tenue iluminación nocturna, el gran vestíbulo de la biblioteca poseía el esplendor clásico de un palacio europeo. A unos veinte metros de altura se podía admirar una serie de vitrales soportados por vigas adornadas con «pan de aluminio», un metal antaño considerado más valioso que el oro. Por debajo, una majestuosa arcada de pilares dobles descendía hasta el balcón del segundo piso, accesible mediante dos magníficas escaleras cuyos postes soportaban unas gigantescas figuras femeninas de bronce que portaban las antorchas de la iluminación.

En un extraño intento de reproducir el tema de la ilustración moderna y al mismo tiempo mantenerse dentro del registro decorativo de la arquitectura renacentista, los pasamanos de la escalera habían sido tallados con putti que representaban a científicos modernos. «¿Un electricista angelical sosteniendo un teléfono? ¿Un entomólogo querúbico con una caja de especímenes?» Langdon se preguntó qué hubiera pensado Bernini de todo eso.

—Hablaremos aquí —dijo Bellamy, conduciendo a Langdon por delante de las vitrinas a prueba de balas que contenían los dos libros más valiosos de la biblioteca: la Biblia gigante de Maguncia, escrita a mano en la década de 1450, y una copia norteamericana de la Biblia de Gutenberg, uno de los tres únicos ejemplares en buen estado que quedaban en el mundo. A juego, en el abovedado techo se podían ver los seis paneles de la pintura de John White Alexander titulada La evolución del libro.

Bellamy se dirigió a una elegante puerta doble que había en el centro del muro trasero del corredor este. Langdon sabía qué sala había detrás de esa puerta, y le pareció una extraña elección para mantener una conversación. A pesar de la ironía que suponía hablar en un espacio plagado de letreros que pedían «Silencio, por favor», esa sala no parecía exactamente un «lugar seguro». Situada en el centro mismo del trazado cruciforme de la biblioteca, esa cámara venía a ser el corazón del edificio. Ocultarse allí era como entrar en una catedral y esconderse en el altar.

Aun así, Bellamy abrió las puertas, penetró en la oscura sala y buscó a tientas el interruptor. Al encender la luz, una de las mayores obras maestras de la arquitectura norteamericana surgió ante él como por arte de magia.

La famosa sala de lectura era un festín para los sentidos. Un voluminoso octágono se alzaba casi cincuenta metros en su centro, y cada una de sus ocho caras estaba hecha de mármol marrón de Tennessee, mármol crema de Siena y mármol rojizo de Argelia. Al estar iluminado desde los ocho ángulos, no había sombra alguna en la estancia, lo que provocaba la sensación de que la sala misma brillaba.

—Algunos dicen que se trata de la sala más impresionante de Washington —dijo Bellamy mientras hacía entrar a Langdon.

«Puede que de todo el mundo», pensó él al cruzar el umbral. Como siempre, su vista se dirigió primero al encabiado central, del que rayos de arabescos artesonados descendían enroscándose por la cúpula hasta llegar al balcón superior. Rodeando la sala, dieciséis efigies de bronce observaban desde la balaustrada. Por debajo, una serie de arcadas conformaban el balcón inferior. En la planta baja, tres círculos concéntricos de madera pulida rodeaban el enorme y octogonal mostrador de préstamos de madera.

Langdon volvió su atención a Bellamy, que había dejado completamente abiertas las puertas de la sala.

—Pensaba que nos estábamos escondiendo —dijo Langdon, confundido.

—Si alguien entra en el edificio —repuso Bellamy—, quiero oírlo.

—Pero ¿no nos encontrarán si nos quedamos aquí?

—Tanto da dónde nos escondamos. Nos encontrarán. Pero si nos acorralan en este edificio, se alegrará de que estemos en esta sala.

Langdon no tenía ni idea de la razón, pero tampoco parecía que Bellamy se lo fuera a explicar. El hombre ya se encontraba en el centro de la sala, donde había seleccionado una de las mesas de lectura disponibles. Cogió un par de sillas y encendió la luz. Luego señaló la bolsa de Langdon.

—Muy bien, profesor, echémosle un vistazo.

Langdon no quiso arriesgarse a rayar la pulida superficie de la mesa con la pieza de granito, así que levantó la bolsa y la depositó encima. Abrió la cremallera y bajó los lados hasta dejar completamente a la vista la pirámide que había dentro. Warren Bellamy ajustó la lámpara de lectura y estudió atentamente la pirámide, pasando los dedos por la inusual inscripción.

—Imagino que habrá reconocido este lenguaje —dijo.

—Por supuesto —respondió Langdon mientras observaba los dieciséis símbolos.

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Conocido como cifrado francmasón, ese lenguaje codificado lo habían utilizado los primeros hermanos masones para sus comunicaciones. El método de encriptado había sido desechado hacía mucho por una razón muy simple: era excesivamente sencillo de descifrar. La mayoría de los alumnos del seminario de simbología de Langdon podían hacerlo en unos cinco minutos. Langdon, con un lápiz y un papel, antes de sesenta segundos.

La conocida facilidad de ese antiguo sistema de encriptado planteaba un par de paradojas. Para empezar, la afirmación de que Langdon era la única persona del mundo que podía descifrarlo resultaba absurda. Además, que Sato sugiriera que un cifrado masónico era un asunto de seguridad nacional era como si hubiera dicho que los códigos de las cabezas nucleares estaban encriptados con un anillo descodificador de juguete. A Langdon le costaba creer ambas cosas. «¿Esta pirámide es un mapa? ¿Indica la ubicación de la sabiduría perdida de los tiempos?»

—Robert —dijo Bellamy en tono grave—, ¿le ha dicho la directora Sato por qué estaba tan interesada en esto?

Langdon negó con la cabeza.

—No específicamente. No dejaba de repetir que se trataba de un asunto de seguridad nacional. Supongo que mentía.

—Quizá —dijo Bellamy, rascándose el cogote, como cavilando algo—. Aunque también hay otra posibilidad mucho más preocupante. —Se volvió y miró a Langdon directamente a los ojos—. Es posible que la directora Sato haya descubierto el auténtico potencial de la pirámide.