El editor neoyorquino Jonas Faukman estaba apagando las luces de su oficina de Manhattan cuando sonó el teléfono. No tenía intención alguna de cogerlo a esas horas, hasta que vio el identificador de llamadas. «Espero que sea algo bueno», pensó mientras cogía el auricular.
—¿Todavía te publicamos? —preguntó Faukman, medio en serio.
—¡Jonas! —La voz de Robert Langdon parecía inquieta—. Gracias a Dios que todavía estás ahí. Necesito tu ayuda.
Jonas se animó.
—¿Tienes páginas para editar, Robert? ¿Al fin?
—No, necesito información. El año pasado te puse en contacto con una científica llamada Katherine Solomon, la hermana de Peter Solomon.
Faukman frunció el ceño. «No hay páginas».
—Buscaba una editorial para un libro sobre ciencia noética. ¿La recuerdas?
Faukman puso los ojos en blanco.
—Sí, claro. La recuerdo. Y mil gracias por eso. No sólo no me dejó leer los resultados de su investigación, sino que decidió que no quería publicar nada hasta no sé qué fecha mágica en el futuro.
—Jonas, escúchame, no tengo tiempo. Necesito el teléfono de Katherine ahora mismo. ¿Lo tienes?
—He de advertirte que pareces un poco desesperado… Es guapa, pero no vas a impresionarla si…
—Esto no es ninguna broma, Jonas, necesito su número de teléfono ahora.
—Está bien…, espera un momento.
Hacía muchos años que eran amigos íntimos. Faukman sabía cuándo Langdon iba en serio. El editor tecleó el nombre de Katherine Solomon en una ventana de búsqueda y empezó a repasar el servidor de correo electrónico de la compañía.
—Lo estoy buscando —dijo Faukman—. Y por si te sirve de algo, cuando la llames, no lo hagas desde la piscina de Harvard. Parece que estés en un asilo.
—No estoy en la piscina. Estoy en un túnel debajo del Capitolio.
Faukman notó por su tono de voz que Langdon no bromeaba. «Pero ¿qué le pasa a ese tipo?»
—¿Por qué no puedes quedarte en casa escribiendo, Robert? —Su ordenador emitió un pitido—. Muy bien, espera…, ya lo tengo. —Rebuscó por el viejo hilo de correos electrónicos—. Parece que lo único que tengo es su móvil.
—Me vale.
Faukman le dio el número.
—Gracias, Jonas —dijo Langdon, agradecido—. Te debo una.
—Me debes un manuscrito, Robert. ¿Tienes idea de cuándo…?
La línea se cortó.
Faukman se quedó mirando el auricular y meneó con la cabeza. Publicar libros sería mucho más sencillo sin los autores.