Estaba claro que el afroamericano que guiaba a Langdon por el laberinto subterráneo del Capitolio era un hombre de poder. Además de conocer todos los corredores y cuartos del lugar, el elegante desconocido llevaba un llavero cuyas llaves abrían todas las puertas cerradas que bloqueaban su camino.
Langdon lo siguió a toda velocidad por una escalera desconocida. Mientras la subían, sintió cómo la correa de piel de su bolsa se le clavaba en el hombro. La pirámide era tan pesada que Langdon temía que se rompiera.
Los últimos minutos habían desafiado toda lógica, y ahora Langdon actuaba únicamente por instinto. Algo le decía que confiara en ese desconocido. Además de salvarlo del arresto de Sato, el hombre había tomado un gran riesgo para proteger la misteriosa pirámide de Peter Solomon. «Sea lo que sea ésta». Si bien la motivación del hombre seguía siendo un misterio, Langdon había vislumbrado un resplandor dorado en su mano: el anillo masónico con el fénix bicéfalo y el número 33. Ese hombre y Peter Solomon eran algo más que amigos. Eran hermanos masónicos del grado superior.
Langdon lo siguió hasta lo alto de la escalera. Una vez ahí, atravesaron otro corredor y luego, tras cruzar una puerta sin señalizar, se metieron en un pasillo de servicio. Corrieron por entre cajas de suministros y bolsas de basura, y salieron finalmente por una puerta que los condujo a un lugar absolutamente inesperado, una especie de lujosa sala de cine. El hombre mayor subió por el pasillo lateral y salió por la puerta principal a un amplio atrio iluminado. Langdon se dio cuenta de que estaban en el centro de visitantes por el que había entrado hacía unas horas.
Desafortunadamente, allí también había un agente del cuerpo de seguridad del Capitolio.
Cuando llegaron a su altura, los tres hombres se detuvieron y se miraron entre sí. Langdon reconoció al joven agente hispano que le había atendido en el control de rayos X.
—Agente Núñez —dijo el hombre afroamericano—. Ni una palabra. Sígame.
El guardia parecía intranquilo, pero obedeció sin rechistar.
«¿Quién es este tipo?»
Los tres se dirigieron a toda prisa hacia el rincón sureste del centro de visitantes, donde había un pequeño vestíbulo con una serie de gruesas puertas bloqueadas por unos postes de color naranja. Las puertas estaban selladas con cinta aislante para que no entrara el polvo de lo que fuera que estuvieran haciendo en el exterior del centro de visitantes. El hombre estiró el brazo y arrancó la cinta de la puerta. Luego cogió su llavero y, mientras buscaba una llave, le dijo al guardia:
—Nuestro amigo el jefe Anderson está en el subsótano. Puede que esté herido. Será mejor que vaya a ver cómo se encuentra.
—Sí, señor. —Núñez pareció sentise tan perplejo como alarmado.
—Y, sobre todo, no nos ha visto.
El hombre encontró la llave, la sacó del llavero y la utilizó para abrir el cerrojo. Tras abrir la puerta de acero, le lanzó la llave al guardia.
—Cierre esta puerta y vuelva a poner la cinta lo mejor que pueda. Métase la llave en el bolsillo y no diga nada. A nadie. Ni siquiera al jefe. ¿Le ha quedado claro, agente Núñez?
El guardia se quedó mirando la llave como si le hubieran confiado una valiosa gema.
—Sí, señor.
El afroamericano se apresuró a cruzar la puerta y Langdon lo hizo detrás de él. El guardia volvió a cerrar el cerrojo, y Langdon pudo oír que volvía a pegar la cinta aislante.
—Profesor Langdon —dijo el hombre mientras avanzaban rápidamente por un pasillo de aspecto moderno que se encontraba en construcción—. Me llamo Warren Bellamy. Peter Solomon es un querido amigo mío.
Sorprendido, Langdon le lanzó una mirada al imponente hombre. «¿Usted es Warren Bellamy?» Era la primera vez que veía al Arquitecto del Capitolio, pero su nombre sí lo conocía.
—Peter me ha hablado muy bien de usted —dijo Bellamy—. Siento que nos hayamos conocido en estas lamentables circunstancias.
—Peter se encuentra en grave peligro. Su mano…
—Lo sé. —El tono de Bellamy era sombrío—. Y me temo que eso no es ni la mitad.
Llegaron al final de la sección iluminada del pasillo, momento en el que éste giraba abruptamente hacia la izquierda. El resto del corredor, allá donde condujera, estaba completamente a oscuras.
—Espere un momento —dijo Bellamy, y se metió en un cuarto eléctrico cercano del que salía una maraña de cables alargadores de color naranja.
Langdon esperó mientras Bellamy rebuscaba en el interior de la habitación. En un momento dado, el Arquitecto debió de encontrar el interruptor de esos cables alargadores, porque de repente se iluminó el camino que tenían ante sí.
Inmóvil, Langdon se lo quedó mirando fijamente.
Washington —al igual que Roma— era una ciudad repleta de pasadizos secretos y túneles subterráneos. A Langdon, el pasillo que tenían delante le recordó al passetto que conectaba el Vaticano con Castel Sant’Angelo. «Largo. Oscuro. Estrecho». A diferencia del antiguo passetto, sin embargo, ese pasadizo era moderno y todavía no estaba terminado. Era una estrecha zona en obras, tan larga que su lejano extremo parecía desembocar en la nada. La única iluminación era una serie de bombillas intermitentes que no hacían sino acentuar la increíble extensión del túnel.
Bellamy ya estaba recorriendo el pasillo.
—Sígame. Vigile con el escalón.
Langdon empezó a caminar detrás del Arquitecto, preguntándose adónde diablos debía de conducir ese túnel.
En ese mismo momento, Mal’akh salía de la nave 3 y recorría a toda prisa el desierto pasillo principal del SMSC en dirección a la nave 5. Llevaba la tarjeta de acceso de Trish en la mano e iba susurrando para sí: «Cero, ocho, cero, cuatro».
Otra cosa ocupaba asimismo sus pensamientos. Acababa de recibir un mensaje urgente del Capitolio. «Mi contacto se ha encontrado con dificultades inesperadas». Aun así, las noticias seguían siendo alentadoras: ahora Robert Langdon ya poseía la pirámide y el vértice. A pesar de la inesperada forma en la que habían sucedido, los acontecimientos se iban desarrollando según lo previsto. Era como si el destino mismo estuviera guiando los hechos de esa noche para asegurarse de la victoria de Mal’akh.