Robert Langdon se quedó mirando fijamente la abertura del muro trasero de la cámara. Detrás de la lona había un agujero oculto; un cuadrado perfecto había sido vaciado en el muro. La abertura, más o menos de un metro, parecía haber sido hecha retirando unos cuantos ladrillos. Por un momento, en la oscuridad, Langdon creyó que el agujero era una ventana que daba a otra habitación.
Ahora veía que no.
La abertura apenas se internaba unos pocos metros dentro del muro. A Langdon, ese rústico armario le recordó a los huecos de las estatuas en los museos. De igual modo, dentro de esa abertura había un pequeño objeto.
Era una pieza de granito macizo, tallada, de apenas treinta centímetros de altura. La elegante y suave superficie de sus cuatro caras estaba pulida y relucía a la luz de la vela.
Langdon no alcanzaba a comprender qué hacía aquello allí. «¿Una pirámide de piedra?»
—Por su expresión de sorpresa —dijo Sato con suficiencia—, deduzco que este objeto no es típico de las cámaras de reflexión.
Langdon negó con la cabeza.
—Entonces quizá quiera reconsiderar sus anteriores comentarios relativos a la leyenda de una pirámide oculta en Washington —añadió la mujer, casi con petulancia.
—Directora —respondió Langdon al instante—, esta pequeña pirámide no es la pirámide masónica.
—Entonces, ¿que hayamos encontrado una pirámide oculta en el corazón del Capitolio en una cámara secreta perteneciente a un líder masónico no es más que una coincidencia?
Langdon se frotó los ojos e intentó pensar con claridad.
—Señora, esta pirámide no se parece en nada a la del mito. La pirámide masónica debería ser enorme, y tener el vértice de oro macizo.
Es más, esa pequeña pirámide ni siquiera era tal: la parte superior era plana. Y, sin vértice, pasaba a ser otro símbolo completamente distinto: la pirámide inacabada era un recordatorio simbólico de que la ascensión del ser humano en pos de su potencial completo era siempre un trabajo en curso. Aunque pocos eran conscientes de ello, se trataba del símbolo más reproducido del mundo. «Hay impresos más de veinte mil millones». La pirámide inacabada adornaba todos los billetes de un dólar en circulación, a la espera siempre de su vértice brillante, que se cernía sobre ella como recordatorio a Norteamérica del destino todavía por cumplir y del trabajo pendiente, tanto a nivel nacional como individual.
—Bájela —le dijo Sato a Anderson señalando la pirámide—. Quiero verla mejor —e hizo sitio sobre el escritorio apartando sin la menor reverencia la calavera y los huesos a un lado.
Al profanar ese santuario privado, Langdon se sintió como si fueran unos vulgares ladrones de tumbas.
Anderson pasó junto a él, metió los brazos en el hueco y cogió cada lado de la pirámide con sus grandes palmas. Luego, incapaz de levantarla desde ese extraño ángulo, hizo deslizar la pirámide hacia sí y la depositó sobre el escritorio de madera con un ruido sordo. Retrocedió para dejar sitio a Sato.
La directora acercó la vela a la pirámide y estudió su pulida superficie. Lentamente, pasó por ella sus pequeños dedos, examinando cada centímetro de la parte superior plana, y luego cada una de sus caras. A continuación la rodeó con las manos para palpar la parte posterior, y finalmente frunció el ceño, aparentemente decepcionada.
—Profesor, ha dicho usted antes que la pirámide masónica fue construida para proteger una información secreta.
—Ésa es la leyenda, sí.
—Entonces, hipotéticamente hablando, si el captor de Peter cree que ésta es la pirámide masónica, pensará que contiene esa poderosa información.
Langdon asintió, exasperado.
—Sí, aunque incluso si encontrara esa información, probablemente no sería capaz de leerla. Según la leyenda, el contenido de la pirámide está codificado, y resulta indescifrable…, excepto para aquellos que son dignos de ella.
—¿Cómo dice?
A pesar de su creciente impaciencia, Langdon respondió sin alterarse.
—Los tesoros mitológicos siempre están protegidos por pruebas de valía. Como recordará, en la leyenda de la espada artúrica, la piedra rechaza a todos los pretendientes excepto a Arturo, el único espiritualmente preparado para blandir la poderosa espada. La leyenda de la pirámide masónica se basa en esa misma idea. En este caso, el tesoro es la información, que supuestamente está escrita en un lenguaje codificado (una lengua mística hoy ya perdida), legible únicamente por quienes son dignos de ello.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Sato.
—Eso explicaría por qué ha sido convocado usted aquí esta noche.
—¿Cómo dice?
Sin perder la calma, Sato giró 180 grados la pirámide. La cuarta cara brilló a la luz de la vela.
Robert Langdon se la quedó mirando sorprendido.
—Al parecer —dijo Sato—, alguien piensa que es usted digno.