Capítulo 38

—¿Este cuarto es masónico? —inquirió Sato, apartando la mirada de la calavera y observando luego fijamente a Langdon en la oscuridad.

Él asintió tranquilamente.

—Se le llama cámara de reflexión. Se trata de habitaciones frías y austeras a las que los masones acuden para reflexionar sobre su propia mortalidad. Al meditar sobre la inevitabilidad de la muerte, el masón obtiene una valiosa perspectiva sobre la fugaz naturaleza de la vida.

Sato miró el siniestro lugar, no demasiado convencida.

—¿Es una especie de cuarto de meditación?

—Esencialmente, sí. En estas cámaras siempre aparecen los mismos símbolos: calaveras y huesos cruzados, una guadaña, relojes de arena, azufre, sal, papel en blanco, una vela, etcétera.

—Parece un santuario dedicado a la muerte —dijo Anderson.

«Ésa viene a ser la intención».

—Muchos alumnos míos de simbología también reaccionan así al principio.

Langdon solía hacerles leer Símbolos de la francmasonería, de Beresniak, un libro que contenía hermosas fotografías de algunas cámaras de reflexión.

—¿Y a sus alumnos no les resulta enervante que los masones mediten entre calaveras y guadañas? —preguntó Sato.

—No más que el hecho de que los cristianos lo hagan a los pies de un hombre clavado a una cruz, o los hindúes ante un elefante de cuatro brazos llamado Ganesh. Malinterpretar los símbolos de una cultura suele ser origen de muchos prejuicios.

Sato se apartó, no estaba de humor para charlas. Empezó a caminar hacia la mesa repleta de objetos. Anderson intentó iluminarle el camino con la linterna, pero el haz era cada vez más débil. Golpeó entonces la base de la linterna y consiguió que la luz brillara con más intensidad.

Al adentrarse cada vez más en el angosto espacio, el penetrante olor acre del azufre inundó las ventanas de la nariz de Langdon. El subsótano era un lugar húmedo, y la humedad que había en el aire estaba activando el azufre que había en el cuenco. Al llegar a la mesa, Sato se quedó mirando la calavera y los objetos que tenía alrededor. Anderson se unió a ella, intentando iluminar el escritorio con el débil haz de su linterna.

Tras examinar todo lo que había, Sato colocó los brazos en jarra y dejó escapar un suspiro.

—¿Qué son todos estos trastos?

Todos los objetos de ese cuarto, Langdon lo sabía, habían sido seleccionados y dispuestos con mucho cuidado.

—Símbolos de transformación —le dijo, sintiéndose todavía más constreñido al unirse a ellos en la mesa—. La calavera, o caput mortuum, representa la tranformación final del hombre al descomponerse; es un recordatorio de que todos terminamos despojándonos de nuestra carne mortal. El azufre y la sal son catalizadores químicos que facilitan las transformaciones. El reloj de arena representa el poder transformacional del tiempo. —Señaló con un gesto de la mano la vela apagada—. Y esta vela representa el formativo fuego primordial y el despertar del hombre de su ignorancia: la transformación a través de la iluminación.

—¿Y… eso? —dijo Sato, señalando el rincón.

Anderson dirigió el cada vez más débil haz de su linterna a la enorme guadaña que descansaba apoyada contra el muro del fondo.

—No es un símbolo de muerte, como muchos creen —aclaró Langdon—. La guadaña es en realidad un símbolo de la esencia transformativa de los alimentos de la naturaleza; la cosecha de los regalos que nos ofrece.

Sato y Anderson se quedaron en silencio, intentando procesar el extraño entorno.

Lo único que Langdon quería era salir de ese lugar.

—Sé que este cuarto puede parecer extraño —les dijo—, pero aquí no hay nada especial; es todo bastante normal. Muchas logias masónicas tienen cámaras exactamente iguales que ésta.

—¡Pero esto no es una logia masónica! —declaró Anderson—. Es el Capitolio de Estados Unidos, y me gustaría saber qué diablos pinta este cuarto en mi edificio.

—Algunos masones tienen cuartos como éste en sus despachos u hogares para meditar. No es tan raro.

Langdon conocía a un cirujano de Boston que había convertido un armario de su oficina en una cámara de reflexión masónica para meditar acerca de la mortalidad antes de las operaciones.

Sato parecía preocupada.

—¿Está diciendo que Perer Solomon venía aquí abajo para reflexionar sobre la muerte?

—No lo sé —dijo sinceramente Langdon—. Quizá lo creó como santuario para los hermanos masones que trabajan en el edificio, ofreciéndoles un santuario espiritual alejado del caos del mundo material…, un lugar en el que los poderosos legisladores pudieran reflexionar antes de tomar decisiones que afectan al prójimo.

—Un hermoso sentimiento —señaló Sato en tono sarcástico—, pero no creo que a los norteamericanos les hiciera gracia que sus líderes rezaran encerrados en armarios con guadañas y calaveras.

«Pues no veo por qué», pensó Langdon, imaginando lo diferente que sería el mundo si más líderes se tomaran tiempo para reflexionar acerca de la naturaleza de la muerte antes de embarcarse en una guerra.

Sato frunció la boca e inspeccionó atentamente los cuatro rincones de la cámara.

—Debe de haber algo más aparte de huesos humanos y cuencos con sustancias químicas, profesor. Alguien le ha hecho venir desde su casa de Cambridge hasta este mismísimo cuarto.

Langdon agarró con fuerza la bolsa que llevaba a un costado, todavía incapaz de imaginar cuál era la relación del pequeño paquete con esa cámara.

—Lo siento, señora, pero aquí dentro no veo nada fuera de lo común. —Langdon esperaba que ahora pudieran al fin centrarse en la búsqueda de Peter.

La luz de Anderson parpadeó de nuevo, y Sato se volvió de golpe hacia él, ofreciéndole una muestra de su verdadero carácter.

—¡Por el amor de Dios! ¿Acaso es mucho pedir?

Se metió la mano en el bolsillo y extrajo un encendedor. Con un movimiento del pulgar sobre la piedra, encendió su llama y, con ésta, la solitaria vela del escritorio. La mecha chisporroteó un poco y finalmente prendió, irradiando su fantasmal luminiscencia por el angosto espacio. Al hacerse más intensa la luz, algo inesperado se materializó ante ellos.

—¡Miren! —dijo Anderson, señalándolo.

A la luz de la vela ahora se podía ver un desvaído grafiti: siete letras mayúsculas garabateadas en el muro del fondo.

VITRIOL

—Extraña palabra —dijo Sato mientras la luz de la vela proyectaba la silueta de la calavera sobre las letras.

—En realidad se trata de un acrónimo —dijo Langdon—. Está escrito en la pared trasera de muchas cámaras de reflexión a modo de abreviación del mantra meditativo de los masones: «Visita interiora terrae, rectificando invenies occultum lapidem».

Sato se lo quedó mirando, casi impresionada.

—¿Y eso qué quiere decir?

—«Visita el interior de la Tierra y, al rectificar, encontrarás la piedra oculta».

Sato aguzó su penetrante mirada.

—¿Y esa piedra oculta no tiene ninguna relación con la pirámide oculta?

Langdon se encogió de hombros. No quería fomentar la comparación.

—Aquellos a quienes les gusta fantasear sobre pirámides ocultas en Washington dirían que «occultum lapidem» se refiere a una pirámide, sí. Otros creen en cambio que se trata de una referencia a la piedra filosofal, una sustancia que, según los alquimistas, podía proporcionar la vida eterna o convertir el plomo en oro. Otros aseguran que es una referencia al Sancta Sanctórum, una cámara oculta en el interior del Gran Templo. Y algunos, que se trata de una referencia cristiana a las enseñanzas ocultas de san Pedro: la piedra. Cada tradición esotérica interpreta «la piedra» a su manera, pero invariablemente «occultum lapidem» es fuente de poder e iluminación.

Anderson se aclaró la garganta.

—¿Y no podría ser que Solomon haya mentido a ese tipo? Quizá le ha dicho que aquí abajo había algo… y en realidad no hay nada.

A Langdon también se le había pasado por la cabeza.

De repente, la llama de la vela parpadeó como empujada por una corriente de aire. Titiló brevemente y luego volvió a recuperar su intensidad.

—Qué raro —dijo Anderson—. Espero que nadie haya cerrado la puerta de arriba. —Salió de la cámara en dirección a la oscuridad del pasillo—. ¿Hola?

Langdon ni siquiera advirtió que Anderson se había marchado. Tenía la mirada puesta en el muro del fondo. «¿Qué acaba de pasar?»

—¿Ha visto eso? —preguntó Sato alarmada, mirando también fijamente la pared.

Langdon asintió y notó cómo se le aceleraba el pulso. «¿Qué acabo de ver?»

Le había parecido ver una especie de resplandor, como si una onda de energía hubiera pasado por el muro.

Anderson volvió a entrar en el cuarto.

—Ahí fuera no hay nadie. —Al entrar, el muro volvió a emitir un trémulo resplandor—. ¡Joder! —exclamó, retrocediendo de un salto.

Los tres quedaron un momento en silencio, mirando el muro del fondo. Langdon sintió que otro escalofrío recorría su cuerpo al darse cuenta de lo que estaban mirando. Con cuidado, estiró el brazo hasta que sus dedos tocaron la superficie del fondo de la cámara.

—No es un muro —dijo.

Anderson y Sato se acercaron y miraron atentamente.

—Es una lona —explicó Langdon.

—Pero se ha hinchado —dijo rápidamente Sato.

«Sí, y de un modo muy extraño». Langdon examinó más atentamente la superficie. La refracción de la luz sobre la lona había sido así de extraña porque, al hincharse, se había alejado del cuarto…, había ondeado hacia atrás respecto al plano de la pared.

Langdon extendió los dedos muy suavemente, empujando el lienzo. Sobresaltado, apartó la mano de golpe. «¡Hay una abertura!»

—Apártelo —ordenó Sato.

El corazón de Langdon latía con fuerza. Estiró los brazos y, tras coger la lona por los bordes, apartó la tela a un lado. Se quedó mirando con incredulidad lo que se escondía detrás. «Dios mío».

Sato y Anderson observaron con estupefacción la abertura que había en el muro trasero.

Finalmente, Sato habló.

—Parece que acabamos de encontrar nuestra pirámide.