—¿Qué diablos…? —tartamudeó Anderson en el umbral del SBS-13, y retrocedió un paso.
Langdon también reculó, y con él Sato, sobresaltada por primera vez en toda la noche.
La directora apuntó la pistola al muro del fondo y le hizo una seña a Anderson para que volviera a iluminarla con la linterna. Anderson levantó la luz. A esa distancia el haz era tenue, pero suficiente para iluminar la forma de un pálido y fantasmal rostro cuyas vacías cuencas les devolvían la mirada.
«Una calavera humana».
La calavera descansaba encima de un desvencijado escritorio de madera que había al fondo de la cámara. Junto a ella se veían dos huesos humanos y una serie de objetos meticulosamente dispuestos, como si de un santuario se tratara: un antiguo reloj de arena, un frasco de cristal, una vela, dos platillos con un polvo blancuzco y una hoja de papel. Apoyada contra la pared, junto al escritorio, se podía ver la temible forma de una larga guadaña. La curva de su hoja resultaba tan familiar como la de la misma muerte.
Sato entró en el cuarto.
—Bueno… Parece que Peter Solomon oculta más secretos de los que yo imaginaba.
Anderson asintió, acercándose a ella.
—Esto sí que es tener un cadáver en el armario. —Levantó la linterna e inspeccionó el resto de la cámara—. ¿Y ese olor? —añadió, arrugando la nariz—. ¿Qué es?
—Azufre —respondió Langdon sin alterar la voz—. Debería haber dos platillos sobre el escritorio. El de la derecha con sal. Y el otro con azufre.
Sato se volvió hacia él con expresión de incredulidad.
—¿Cómo diantre sabe eso?
—Porque, señora, hay cuartos exactamente iguales que éste en todo el mundo.
Un piso por encima del subsótano, el guardia de seguridad Núñez acompañaba al Arquitecto del Capitolio, Warren Bellamy, por un largo pasillo que recorría toda la extensión del sótano oriental. Núñez hubiera jurado que acababa de oír tres disparos, sordos y subterráneos, allí abajo. «No puede ser».
—La puerta del subsótano está abierta —dijo Bellamy, divisando con los ojos entornados una puerta que permanecía entreabierta a lo lejos.
«Una noche realmente extraña ésta —pensó Núñez—. Nadie baja nunca hasta aquí».
—Averiguaré qué está pasando —dijo mientras cogía su radio.
—Regrese a sus obligaciones —le ordenó Bellamy—. Ya puedo seguir solo.
Núñez se volvió hacia él, intranquilo.
—¿Está seguro?
Warren Bellamy se detuvo y colocó una firme mano sobre el hombro de Núñez.
—Hijo, hace veinticinco años que trabajo aquí. No creo que me pierda.