Capítulo 30

«Nivel SS. Sótano del Senado».

Langdon sentía cómo la presión de su claustrofobia iba en aumento a cada peldaño que descendía. A medida que se internaban en los cimientos originales del edificio, el aire estaba cada vez más cargado y la ventilación parecía ser inexistente. Las paredes allí abajo eran una dispareja combinación de piedra y ladrillos amarillos.

La directora Sato seguía tecleando en su BlackBerry mientras avanzaban. Langdon había advertido recelo en su cauteloso comportamiento, un sentimiento que rápidamente se había vuelto recíproco. Sato todavía no le había dicho cómo sabía que él estaba allí esa noche. «¿Un asunto de seguridad nacional?» Le costaba creer que hubiera alguna relación entre el antiguo misticismo y la seguridad nacional. Aunque claro, le costaba creer prácticamente toda la situación.

«Peter Solomon me confió un talismán…; un lunático me ha engañado para que se lo trajera al Capitolio y ahora quiere que lo utilice para abrir un portal místico… que posiblemente se encuentra en el cuarto SBS-13».

No, la cosa no estaba demasiado clara.

Mientras seguían avanzando, Langdon intentó apartar de su mente la imagen de la mano de Peter, tatuada y convertida en la mano de los misterios. La truculenta imagen iba acompañada por la voz de su amigo: «Los antiguos misterios, Robert, han sido origen de muchos mitos…, pero eso no quiere decir que los misterios sean ficticios».

A pesar de haberse pasado la vida estudiando símbolos místicos e historia, intelectualmente a Langdon siempre le había costado aceptar la idea de los antiguos misterios y su poderosa promesa de apoteosis.

Era cierto que numerosos documentos históricos contenían pruebas indiscutibles acerca de un saber secreto que había surgido en las escuelas de misterios de Egipto y que había sido transmitido de generación en generación. Este conocimiento había permanecido en la clandestinidad hasta su resurgimiento en el Renacimiento europeo, cuando, según muchos testimonios, le fue confiado a un grupo de científicos de élite dentro de los muros del principal laboratorio de ideas de la Europa de la época: la Royal Society de Londres, enigmáticamente apodada el Colegio Invisible.

Ese «colegio» oculto rápidamente se convirtió en un comité de las mentes más ilustradas del mundo: Isaac Newton, Francis Bacon, Robert Boyle, e incluso Benjamin Franklin. La lista de «miembros» modernos no era menos impresionante: Einstein, Hawking, Bohr o Celsius. Todas esas grandes mentes eran artífices de varios de los grandes saltos del conocimiento humano, avances que, según algunos, eran el resultado de su aprendizaje de la antigua sabiduría oculta en el Colegio Invisible. Langdon dudaba que eso fuera cierto, aunque realmente dentro de sus muros habían tenido lugar una inusual cantidad de «trabajos místicos».

El descubrimiento en 1936 de los papeles secretos de Newton había dejado atónito al mundo: en ellos quedaba constancia de la absorbente pasión del físico por el estudio de la antigua alquimia y el saber místico. Entre sus papeles privados se encontraba una carta a Robert Boyle en la que lo exhortaba a mantener «absoluto silencio» acerca del conocimiento místico que habían adquirido. «No puede ser hecho público —escribió Newton— sin causar un inmenso daño al mundo».

El significado de esa extraña advertencia todavía se debatía en la actualidad.

—Profesor —dijo Sato de repente, levantando la mirada de su BlackBerry—, aunque insista en que no tiene ni idea de por qué está aquí esta noche, quizá podría arrojar algo de luz acerca del significado del anillo de Peter.

—Puedo intentarlo —dijo Langdon, volviendo de sus pensamientos.

Ella sacó la bolsita con el objeto y se la entregó a Langdon.

—Hábleme acerca de los símbolos de este anillo.

Langdon examinó el familiar anillo mientras seguían avanzando por el desierto pasadizo. En él destacaba la imagen de un fénix bicéfalo con un estandarte en el que se podía leer «Ordo ab chao», y un blasón con el número 33 sobre el pecho.

—El fénix bicéfalo con el número 33 es el emblema del grado masónico más elevado. —Técnicamente, ese prestigioso grado existía sólo en el Rito Escocés, pero la complejidad de la jerarquía de ritos y grados masónicos era tal que Langdon no pensaba ofrecerle a Sato más detalles al respecto—. Esencialmente, el trigésimo tercer grado es un honor reservado para un pequeño grupo de masones altamente consumados. A los demás grados se puede acceder tras completar exitosamente el grado previo, el ascenso al trigésimo tercer grado, en cambio, está controlado. Tiene lugar únicamente mediante invitación.

—¿Y sabía usted que Peter Solomon era miembro de ese círculo masónico de élite?

—Por supuesto. La afiliación no es ningún secreto.

—¿Y él es su oficial de mayor gradación?

—Actualmente, sí. Peter lidera el Supremo Consejo del Trigésimo Tercer Grado, el órgano de gobierno del Rito Escocés en Norteamérica.

A Langdon le encantaba visitar su sede —la Casa del Templo—, una obra maestra clásica cuya decoración simbólica estaba a la altura de la de la capilla Rosslyn escocesa.

—Profesor, ¿se ha fijado en la frase que hay grabada en el anillo? Pone «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado».

Langdon asintió.

—Es un lema común en la tradición masónica.

—¿Y quiere decir, imagino, que al masón admitido en ese trigésimo tercer grado se le revela algo especial?

—Sí, eso dice la tradición, pero seguramente no es eso lo que ocurre en la realidad. Siempre ha existido la conjetura conspirativa de que un selecto grupo de personas pertenecientes al escalón más alto de la masonería está en poder de un gran secreto místico. La verdad, me temo, debe de ser mucho menos dramática.

Peter Solomon solía hacer alegres alusiones a la existencia de un preciado secreto masónico, pero Langdon siempre había supuesto que no era más que un travieso intento de engatusarlo para que se uniera a la hermandad. Desafortunadamente, los acontecimientos de esa noche habían sido cualquier cosa menos alegres, y no había habido nada de travieso en la seriedad con la que Peter le había pedido a Langdon que protegiera el paquete sellado que llevaba en su bolsa.

Con tristeza, Langdon le echó una mirada a la bolsa de plástico que contenía el anillo de oro de Peter.

—Directora —dijo—, ¿le importa que me lo quede?

Ella se volvió hacia él.

—¿Por qué?

—Tiene un gran valor para Peter, y me gustaría devolvérselo esta noche.

Ella se mostró escéptica.

—Esperemos que tenga la oportunidad.

—Gracias. —Langdon se guardó el anillo en el bolsillo.

—Otra pregunta —dijo Sato mientras se internaban todavía más profundamente en el laberinto—. Mi equipo me ha dicho que, al cotejar los conceptos de «trigésimo tercer grado» y «portal» con masonería, han hallado literalmente cientos de referencias a una «pirámide».

—Eso tampoco tiene nada de extraordinario —dijo Langdon—. Los constructores de las pirámides egipcias son los antepasados de los modernos albañiles, y la pirámide, así como el resto de la temática egipcia, es un elemento muy común en el simbolismo masónico.

—¿Y qué simboliza?

—Esencialmente, la pirámide representa la iluminación. Es un símbolo arquitectónico emblemático de la capacidad del hombre antiguo para liberarse del plano terrenal y ascender al cielo, al sol dorado y, finalmente, a la fuente suprema de la iluminación.

Ella se quedó un momento callada.

—¿Nada más?

«¡¿Nada más?!» Langdon le acababa de describir uno de los símbolos más elegantes de la historia. La estructura mediante la cual el hombre se elevaba hasta llegar al reino de los dioses.

—Según mi equipo —prosiguió ella—, parece que esta noche hay una conexión mucho más relevante. Me han dicho que existe una popular leyenda acerca de una pirámide concreta que se encuentra aquí, en Washington, una pirámide directamente relacionada con los masones y los antiguos misterios.

Langdon se dio cuenta de a qué hacía referencia y rápidamente intentó disipar la idea antes de perder más tiempo con ella.

—Conozco la leyenda, directora, pero es pura fantasía. La pirámide masónica es uno de los mitos más perdurables de Washington, y seguramente proviene de la pirámide que aparece en el Gran Sello de Estados Unidos.

—¿Y por qué no la ha mencionado antes?

Langdon se encogió de hombros.

—Porque no tiene base real alguna. Como he dicho, es un mito. Uno de los muchos asociados con los masones.

—Pero este mito en particular está directamente relacionado con los antiguos misterios.

—Sí, claro, pero también muchos otros lo están. Los antiguos misterios son origen de incontables leyendas que se han ido relatando a lo largo de la historia sobre una poderosa sabiduría protegida por guardianes secretos como los templarios, los rosacruces, los illuminati, los alumbrados…; la lista es interminable. Todas están basadas en los antiguos misterios, y la pirámide masónica es un ejemplo más.

—Ya veo —contestó Sato—. ¿Y esa leyenda qué dice exactamente?

Langdon lo consideró un momento y luego contestó.

—Bueno, no soy especialista en teorías conspiratorias, pero tengo conocimientos en mitología, y la mayoría de los relatos van más o menos así: los antiguos misterios (el saber perdido de los tiempos) siempre han sido considerados el tesoro más sagrado de la humanidad, y como todos los grandes tesoros, siempre ha sido cuidadosamente protegido. Los sabios ilustrados que conocían el auténtico poder de ese saber aprendieron a temer su increíble potencial. Eran conscientes de que, si ese conocimiento secreto caía en manos no iniciadas, los resultados podían ser devastadores; como hemos comentado antes, las herramientas poderosas pueden ser utilizadas para hacer el bien o el mal. Así, para proteger los antiguos misterios, y con ello a la humanidad, los primeros practicantes fundaron fraternidades secretas. Esas hermandades compartían su sabiduría únicamente con aquellos debidamente iniciados, transmitiendo los conocimientos de sabio a sabio. Muchos creen que podemos encontrar remanentes históricos de aquellos que llegaron a dominar los misterios… en cuentos de hechiceros, magos y curanderos.

—¿Y la pirámide masónica? —preguntó Sato—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Bueno… —contestó Langdon, acelerando el paso para no quedarse atrás—, aquí es donde historia y mito empiezan a converger. Según algunos testimonios, hacia el siglo XVI, casi todas esas fraternidades secretas de Europa habían desaparecido, la mayoría de ellas exterminadas por una creciente oleada de persecuciones religiosas. Se dice que los francmasones se convirtieron en los últimos custodios de los antiguos misterios. Obviamente, los masones temían que si, tal y como les había pasado a sus predecesoras, un día moría la hermandad, los antiguos misterios se pudieran perder para siempre.

—¿Y la pirámide? —insistió Sato.

Langdon ya se estaba acercando.

—La leyenda de la pirámide masónica es muy simple. Dice que los masones, para cumplir con su responsabilidad de proteger esa gran sabiduría para las generaciones futuras, decidieron esconderla en una gran fortaleza. —Langdon procuró recordar todo lo que sabía sobre la leyenda—. Insisto de nuevo en que todo esto no es más que un mito. Supuestamente, entonces, los masones transportaron ese saber secreto del Viejo Mundo al Nuevo: aquí, a Estados Unidos, una tierra que esperaban libre de la tiranía religiosa. Y aquí construyeron una fortaleza impenetrable (una pirámide oculta) diseñada para proteger los antiguos misterios hasta el día en el que toda la humanidad estuviera preparada para acceder al increíble poder que su sabiduría le podría transmitir. Según el mito, los masones remataron su gran pirámide con un brillante vértice de oro, símbolo del preciado tesoro que albergaba: el antiguo saber capaz de conducir a la humanidad a la consecución de todo su potencial. La apoteosis.

—Menuda historia —dijo Sato.

—Sí. Los masones son víctimas de todo tipo de leyendas descabelladas.

—Entonces usted no cree que exista esa pirámide.

—Por supuesto que no —respondió Langdon—. No hay ninguna prueba que sugiera que nuestros padres fundadores masónicos construyeron una pirámide en Norteamérica, y menos todavía en Washington. Es muy difícil esconder una pirámide, sobre todo una suficientemente grande para albergar el saber perdido de los tiempos.

Por lo que recordaba Langdon, la leyenda no explicaba qué se suponía que escondía la pirámide masónica —si textos antiguos, escritos ocultistas, revelaciones científicas o algo mucho más misterioso—, pero sí decía que la valiosa información que había dentro estaba ingeniosamente codificada… y que sólo era comprensible para las almas más ilustradas.

—En cualquier caso —dijo Langdon—, esa historia entra en la categoría de lo que los simbólogos llamamos «híbrido arquetípico», una mezcla de otras leyendas clásicas en la que están incluidos tantos elementos de la mitología popular que sólo puede tomarse como una construcción ficcional…, no como hechos históricos.

Cuando Langdon les hablaba a sus alumnos acerca de los híbridos arquetípicos, solía utilizar el ejemplo de los cuentos de hadas, que de tanto contarse de generación en generación, exagerándolos cada vez más y tomando tantas cosas prestadas de otros cuentos, habían evolucionado hasta convertirse en homogéneos cuentos morales con los mismos elementos icónicos (damiselas virginales, apuestos príncipes, fortalezas impenetrables y poderosos magos). Por vía de los cuentos de hadas y de nuestras historias, se nos inculca desde pequeños esa primigenia batalla del «bien contra el mal»: Merlín contra Morgana le Fay, san Jorge contra el dragón, David contra Goliat, Blancanieves contra la bruja, o incluso Luke Skywalker contra Darth Vader.

Sato se rascó la cabeza mientras doblaban una esquina detrás de Anderson y descendían un corto tramo de escaleras.

—Dígame una cosa. Si no me equivoco, antiguamente las pirámides estaban consideradas «portales» místicos a través de los cuales los faraones ascendían al reino de los dioses, ¿no es así?

—Cierto.

Sato se detuvo de golpe y agarró a Langdon por el brazo, mirándolo con una expresión entre la sorpresa y la incredulidad.

—¿Me está diciendo que el captor de Peter Solomon le ha dicho que encuentre un portal oculto y a usted no se le ha ocurrido pensar que se podía tratar de la pirámide masónica de esa leyenda?

—La pirámide masónica es un cuento de hadas. Mera fantasía.

Sato se acercó más a él, y Langdon pudo percibir el olor a tabaco de su aliento.

—Comprendo su posición, profesor, pero en lo que a mi investigación respecta, el paralelismo es difícil de ignorar. ¿Un portal que conduce a un conocimiento secreto? A mí eso me suena muy parecido a lo que el captor de Peter Solomon asegura que usted, y sólo usted, puede abrir.

—Bueno, apenas puedo creer que…

—Lo que usted crea no importa. Tanto da. Lo que ha de tener en cuenta es que ese hombre puede que sí crea en la pirámide masónica.

—¡Ese tipo es un lunático! ¡Quizá piensa que el SBS-13 es la entrada a una gigantesca pirámide subterránea que contiene toda la sabiduría de la antigüedad!

Sato permaneció absolutamente inmóvil, mirándolo furiosa.

—La crisis a la que me enfrento esta noche, profesor, no es un cuento de hadas. Es muy real, se lo aseguro.

Se hizo un frío silencio entre ambos.

—¿Señora? —dijo finalmente Anderson, haciendo un gesto hacia una puerta cerrada que había a unos tres metros—. Ya casi hemos llegado, si es que quiere continuar…

Finalmente Sato apartó la mirada de Langdon y le indicó a Anderson que no se detuviera.

Siguieron al jefe de seguridad y cruzaron la puerta, tras la cual había un estrecho pasadizo. Langdon miró primero a la derecha y luego a la izquierda.

«Esto debe de ser una broma».

Se encontraba en el pasillo más largo que hubiera visto nunca.