Capítulo 29

Los faros que iluminaron el arbolado acceso al SMSC eran los primeros que el guardia veía en la última hora. Se apresuró a bajar el volumen de su televisor portátil y a esconder los aperitivos que estaba comiendo bajo el mostrador. «Mal momento». Los Redskins estaban completando el drive inicial y no quería perdérselo.

Mientras el coche se acercaba, el guardia comprobó el nombre que había escrito en su libreta.

«Doctor Christopher Abaddon».

Katherine Solomon acababa de llamar para avisar a seguridad de la inminente llegada de ese invitado. El guardia no tenía ni idea de quién podía ser ese doctor, pero debía de ser muy bueno en lo suyo para ir en una limusina negra como ésa. El largo y elegante vehículo se detuvo frente a la caseta del guardia y la ventanilla tintada se bajó silenciosamente.

—Buenas noches —dijo el chófer, quitándose la gorra. Era un hombre robusto con la cabeza afeitada. Tenía el partido puesto en la radio.

—El doctor Christopher para la señora Katherine Solomon.

El guardia asintió.

—Identificación, por favor.

El chófer pareció sorprenderse.

—Disculpe, ¿no ha llamado la señora Solomon?

El guardia asintió, echándole al mismo tiempo un rápido vistazo al televisor.

—Pero aun así debo revisar y registrar la identificación del visitante. Lo siento, son las normas. Necesito ver la identificación del doctor.

—No hay problema. —El chófer se volvió en su asiento y se puso a hablar en voz baja por la ventanilla interior del coche. Mientras lo hacía, el guardia le echó otro vistazo al partido. Los Redskins ya habían terminado su huddle; él esperaba que la limusina hubiera pasado antes de que comenzara la siguiente jugada.

El chófer se volvió de nuevo hacia el guardia y le tendió el documento identificativo que supuestamente le acababan de dar por la ventanilla interior. El carnet de conducir pertenecía a un tal Christopher Abaddon, de Kalorama Heights. En la fotografía se veía a un apuesto caballero rubio con un blazer azul, corbata y pañuelo en el bolsillo del pecho. «¿Quién diablos va al Departamento de Tráfico con un pañuelo en el bolsillo?»

Se oyó una apagada ovación proveniente del televisor, y el guardia se volvió justo a tiempo para ver a un jugador de los Redskins bailando en un extremo del campo con el dedo índice apuntando al cielo. «Me lo he perdido», refunfuñó para sí el guardia mientras se volvía hacia la ventanilla.

—Está bien —dijo, devolviendo la licencia al chófer—. Ya pueden pasar.

En cuanto la limusina entró, el guardia se volvió hacia su televisor con la esperanza de que repitieran la jugada.

Mientras conducía la limusina por el serpenteante camino de acceso, Mal’akh no pudo evitar sonreír. Había sido muy fácil entrar en el museo secreto de Peter Solomon. Lo hacía más dulce todavía el hecho de que fuera la segunda ocasión en veinticuatro horas en que entraba en un espacio privado de Solomon. La noche anterior había hecho una visita similar a su casa.

A pesar de poseer una magnífica hacienda en Potomac, Peter Solomon pasaba la mayor parte del tiempo en su ático del exclusivo Dorchester Arms. Ese edificio, como la mayoría de los que alojaban a gente extremadamente rica, era una auténtica fortaleza. Altos muros. Guardias en las entradas. Listas de invitados. Aparcamiento subterráneo protegido.

Mal’akh condujo su limusina hasta la caseta del guardia, se quitó la gorra de su afeitada cabeza, y proclamó:

—Traigo al doctor Christopher Abaddon. Es un invitado del señor Peter Solomon. —Mal’akh pronunció las palabras como si estuviera anunciando al duque de York.

El guardia revisó el libro de registro y luego el documento identificativo de Abaddon.

—Sí, veo que el señor Solomon está esperando al doctor Abaddon. —Presionó un botón y la puerta se abrió—. El señor Solomon vive en el ático. Que su invitado utilice el último ascensor de la izquierda. Va directamente al apartamento.

—Gracias. —Mal’akh se volvió a colocar la gorra y pasó.

Nada más entrar en el garaje, escudriñó el espacio en busca de cámaras de seguridad. Nada. Al parecer, quienes vivían allí ni robaban coches ni les gustaba ser observados.

Mal’akh aparcó en un rincón oscuro cercano a los ascensores, bajó la mampara que separaba el compartimento del conductor y el del pasajero, y se deslizó por la abertura hacia la parte trasera. Una vez allí, se quitó la gorra de chófer y se puso la peluca rubia. Tras colocarse bien americana y corbata, se miró en el espejo para comprobar el maquillaje. Mal’akh no quería correr ningún riesgo. No esa noche.

«He esperado demasiado para esto».

Segundos después, Mal’akh entraba en el ascensor privado. El trayecto hasta el apartamento fue tranquilo y silencioso. Al abrirse la puerta, se encontró ante un elegante vestíbulo privado. Su huésped ya lo estaba esperando.

—Bienvenido, doctor Abaddon.

Mal’akh miró directamente a los famosos ojos grises de ese hombre y sintió cómo se le aceleraba el corazón.

—Señor Solomon, le agradezco que me reciba.

—Llámame Peter, por favor. —Los dos hombres se dieron la mano.

Mientras lo hacían, Mal’akh se fijó en el anillo de oro que Solomon llevaba en la mano…, la misma mano que tiempo atrás le había apuntado con un arma. «Si aprieta el gatillo, lo atormentaré el resto de su vida», susurró una voz de su pasado.

—Entra, por favor —dijo Solomon, haciendo pasar a Mal’akh a un elegante salón cuyos amplios ventanales ofrecían unas asombrosas vistas a la silueta de Washington.

—¿Es té eso que huelo? —preguntó Mal’akh al entrar.

Solomon pareció impresionado.

—Mis padres siempre recibían a sus invitados con té. Yo he continuado la tradición. —Condujo a Mal’akh hacia la chimenea, frente a la que los esperaba el té ya preparado—. ¿Leche y azúcar?

—Solo, gracias.

De nuevo, Solomon pareció impresionado.

—Un purista. —Sirvió dos tazas de té solo—. Me has dicho antes que necesitabas hablar conmigo acerca de un asunto de naturaleza delicada que debía ser tratado en privado.

—Gracias. Te agradezco tu tiempo.

—Ahora somos hermanos masones. Tenemos un vínculo. Dime en qué puedo ayudarte.

—En primer lugar, me gustaría agradecerte el honor de admitirme hace unos meses en el trigésimo tercer grado. Es algo muy significativo para mí.

—Me alegro, pero ten en cuenta que estas decisiones no las tomo únicamente yo. Se realizan mediante voto del Supremo Consejo.

—Por supuesto. —Mal’akh sospechaba que seguramente Peter Solomon había votado en su contra, pero con los masones, como en todas partes, el dinero era poder. Tras alcanzar el trigésimo segundo grado en su logia, Mal’akh apenas esperó un mes para realizar una donación multimillonaria a una organización benéfica en nombre de la gran logia masónica. Tal y como había anticipado, ese acto altruista no solicitado fue suficiente para conseguirle una invitación a la élite del trigésimo tercer grado. «Y, sin embargo, no me ha sido revelado ningún secreto».

A pesar de los rumores que circulaban —«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado»—, a Mal’akh no le habían contado nada que no supiera, nada de relevancia para su búsqueda. Tampoco lo esperaba. Dentro del círculo más interno de la francmasonería había círculos todavía más pequeños…, círculos a los que Mal’akh no podría acceder en años. No le importaba. La iniciación había servido a su propósito. Dentro de la Sala del Templo había sucedido algo único que le había conferido un poder superior al de los demás hermanos. «Ya no juego con vuestras reglas».

—Quizá no lo recordarás —dijo Mal’kah mientras seguía tomando su té—, pero tú y yo ya nos habíamos visto con anterioridad.

Solomon se sorprendió.

—¿De veras? No lo recuerdo.

—Hace mucho tiempo.

«Y Christopher Abaddon no es mi verdadero nombre».

—Lo siento. Mi memoria ya no es la que era. ¿Me lo puedes recordar?

Mal’akh sonrió una última vez al hombre a quien odiaba más que a ningún otro sobre la faz de la Tierra.

—Es una pena que no lo recuerdes.

Con un rápido movimiento, Mal’akh extrajo un pequeño artilugio de su bolsillo y lo apuntó al pecho de Solomon. El arma de electrochoque emitió un destello de luz azul y el agudo chisporroteo de una descarga eléctrica. Un millón de voltios recorrieron el cuerpo de Peter Solomon, que apenas pudo dejar escapar un grito ahogado. Tras abrir los ojos de par en par, se desplomó inmóvil en el sillón. Mal’akh se puso en pie, cerniéndose sobre el hombre y salivando como un león a punto de devorar a su presa malherida.

Solomon respiraba con dificultad.

Mal’akh vio miedo en los ojos de su víctima y se preguntó cuánta gente había visto encogerse asustado al gran Peter Solomon. Saboreó unos segundos la escena, tomando su té mientras el hombre recobraba el aliento.

Entre espasmos, Solomon intentó hablar.

—¿Por… por qué? —consiguió decir finalmente.

—¿Tú qué crees? —inquirió Mal’akh.

Solomon parecía verdaderamente desconcertado.

—¿Quieres… dinero?

«¿Dinero?» Mal’akh se rio y le dio otro sorbo a su té.

—He donado millones de dólares a los masones; no necesito dinero.

«He venido a buscar sabiduría, y me ofrece riqueza».

—Entonces, ¿qué es… lo que quieres?

—Tienes en tu poder un gran secreto. Esta noche lo compartirás conmigo.

Solomon intentó alzar la barbilla para poder mirar a Mal’akh directamente a los ojos.

—No… lo entiendo.

—¡No mientas! —gritó Mal’akh, acercándose a centímetros del hombre paralizado—. Sé lo que está escondido aquí en Washington.

Los ojos grises de Solomon le devolvieron la mirada, desafiantes.

—¡No tengo ni idea de lo que me estás hablando!

Mal’akh dio otro sorbo a su té y dejó la taza en el posavasos.

—Me dijiste esas mismas palabras hace diez años, la noche en la que murió tu madre…

Solomon abrió unos ojos como platos.

—¿Tú…?

—No tendría por qué haber muerto. Si me hubieras dado lo que te pedí…

El rostro de Peter Solomon se contrajo en una mueca de horror al reconocer a su atacante.

—Te advertí que, si apretabas el gatillo, te atormentaría el resto de tu vida —dijo Mal’akh.

—Pero eres…

El otro volvió a arremeter contra él, disparando de nuevo el arma contra su pecho. Hubo otro destello azul, y Solomon quedó completamente paralizado.

Mal’akh se guardó el arma en el bolsillo y se terminó tranquilamente el té. Cuando hubo acabado se secó los labios con una servilleta decorada con un monograma y echó un vistazo a su víctima.

—¿Nos vamos?

El cuerpo de Solomon permanecía inmóvil, pero tenía los ojos abiertos y podía ver lo que sucedía a su alrededor.

Mal’akh se acercó y le susurró al oído:

—Te voy a llevar a un lugar en el que sólo la verdad permanece.

Sin decir nada más, Mal’akh le metió la servilleta en la boca. Luego se cargó su cuerpo sobre los hombros y se dirigió al ascensor privado. Cuando salía, cogió el iPhone de Solomon y unas llaves de la mesita del vestíbulo.

«Esta noche me contarás todos tus secretos —pensó Mal’akh—. Entre ellos, por qué aquella noche me diste por muerto».