El especialista en seguridad de sistemas Mark Zoubianis siempre se había enorgullecido de su capacidad para hacer varias cosas a la vez. En ese momento, estaba sentado en su futón con el mando a distancia del televisor, un teléfono inalámbrico, un ordenador portátil, una PDA y un gran cuenco de aperitivos. Mientras tenía un ojo puesto en el partido —sin volumen— de los Redskins y otro en el ordenador, Zoubianis hablaba por sus auriculares bluetooth con una mujer de la que hacía un año que no sabía nada.
«Sólo a alguien como Trish Dunne se le podría ocurrir llamarme la noche de un partido de las eliminatorias».
Confirmando una vez más su ineptitud social, su antigua colega había escogido el partido de los Redskins como el momento ideal para llamarlo y pedirle un favor. Tras un poco de charla trivial sobre los viejos tiempos y lo mucho que echaba de menos sus chistes, finalmente Trish le había contado lo que quería: estaba intentando desenmascarar una dirección IP oculta, probablemente perteneciente a un servidor del área de Washington. El servidor alojaba un pequeño documento de texto y ella quería acceder a él…, o al menos, obtener algún tipo de información sobre su dueño.
«La persona adecuada, el momento equivocado», le había contestado él. Entonces Trish había empezado a colmarlo de elogios, la mayoría de los cuales eran ciertos, y antes de que se diera cuenta, él ya estaba tecleando la extraña IP en su portátil.
Nada más ver el número, Zoubianis se sintió intranquilo.
—Trish, esa IP tiene un formato extraño. Está escrita en un protocolo que ni siquiera es todavía público. Probablemente se trate de algo relacionado con alguna agencia de inteligencia gubernamental o militar.
—¿Militar? —Trish se rio—. Créeme, acabo de acceder a un documento censurado de ese servidor, y no era militar.
Zoubianis abrió un emulador de terminal e intentó ejecutar un rastreador.
—¿Y dices que tu rastreador ha desaparecido?
—Sí. Dos veces. En el mismo salto.
—El mío también. —Abrió una sonda de diagnóstico y la ejecutó—. ¿Y qué tiene de interesante esta IP?
—He ejecutado un delegador que a través de un motor de búsqueda de esta IP ha accedido a un documento censurado. Necesito ver el resto del documento. No me importa pagar por él, pero no puedo averiguar quién es el dueño de la IP o cómo acceder a ella.
Con la mirada puesta en su pantalla, Zoubianis frunció el ceño.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? Estoy ejecutando un diagnóstico, y la codificación de este firewall parece… muy compleja.
—Por eso se te paga bien.
Zoubianis lo consideró. Le había ofrecido una fortuna por un trabajo muy fácil.
—Una pregunta, Trish. ¿Por qué estás tan interesada en esto?
Trish se quedó callada un momento.
—Es un favor para una amiga.
—Debe de tratarse de alguien muy especial.
—Lo es.
Zoubianis rio entre dientes y se mordió la lengua. «Lo sabía».
—Mira —dijo Trish con impaciencia—, ¿eres capaz de desenmascarar esa IP, sí o no?
—Sí, soy capaz. Y sí, sé que estás jugando conmigo.
—¿Cuánto tardarás?
—No demasiado —dijo, tecleando mientras hablaba—. Debería poder acceder a una máquina de su red dentro de unos diez minutos más o menos. En cuanto haya entrado y sepa lo que estoy buscando, te llamo.
—Te lo agradezco. Entonces, ¿te va todo bien?
«¿Ahora me lo pregunta?»
—Por el amor de Dios, Trish, ¿me llamas una noche en la que se juega un partido de las eliminatorias y ahora quieres charlar? ¿Quieres que localice esa IP o no?
—Gracias, Mark. Te lo agradezco. Espero tu llamada.
—Quince minutos.
Zoubianis colgó, cogió su cuenco de aperitivos y volvió a subir el volumen del televisor.
«Mujeres».