Capítulo 26

—¿Profesor Langdon? —dijo Sato—. Parece que haya visto un fantasma. ¿Se encuentra usted bien?

Langdon se acomodó la correa de su bolsa de piel en el hombro y dejó la mano ahí, como si quisiera proteger mejor el paquete con forma de cubo que llevaba dentro. Podía notar que su rostro había empalidecido.

—Estoy…, estoy preocupado por Peter, eso es todo.

Sato ladeó la cabeza y se lo quedó mirando fijamente.

De repente Langdon tuvo la impresión de que la presencia de Sato esa noche allí podía estar relacionada con el pequeño paquete que Solomon le había confiado. Peter le había advertido: «Gente poderosa quiere robármelo. En las manos equivocadas, podría ser peligroso». Langdon no sabía por qué la CIA podía estar interesada en una pequeña caja que contenía un talismán…, ni en qué consistía exactamente ese talismán. «¿Ordo ab chao?»

Sato se acercó a él, escrutándolo con la mirada.

—Parece como si hubiera tenido usted una revelación.

Langdon notó que comenzaba a sudar.

—No, no exactamente.

—¿En qué está pensando?

—Es sólo… —Langdon vaciló, no sabía qué decir. No tenía intención alguna de revelar la existencia del paquete, pero si Sato lo llevaba a la CIA, sin duda registrarían su bolsa nada más entrar—. En realidad… —mintió—, se me ha ocurrido otra cosa acerca de los números que aparecen en la mano de Peter.

La expresión de Sato permaneció inmutable.

—¿Ah, sí? —Le echó una mirada a Anderson, que regresaba junto a ellos tras recibir al equipo de forenses que acababa de llegar.

Langdon tragó saliva y se arrodilló junto a la mano, preguntándose qué podía decirles. «Eres profesor, Robert. ¡Improvisa!» Echó un último vistazo a los siete pequeños símbolos, en busca de algún tipo de inspiración.

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Nada. Tenía la mente en blanco.

Una vez que su memoria eidética hubo repasado su enciclopedia mental de símbolos, a Langdon sólo se le ocurrió una cosa. Era algo en lo que ya había pensado antes, pero que le había parecido improbable. Ahora, sin embargo, necesitaba ganar tiempo como fuera.

—Bueno —empezó a decir—, la primera señal de que un simbólogo va por un camino equivocado al descifrar símbolos y códigos es que intente interpretar esos símbolos utilizando múltiples lenguajes simbólicos. Por ejemplo, decir que este texto es romano y arábigo ha sido un análisis más bien pobre por mi parte, pues utilizo múltiples sistemas simbólicos. Y lo mismo sucede con lo de que podría ser romano y rúnico.

Sato se cruzó de brazos y enarcó las cejas, como indicándole que continuara.

—En general, el acto comunicativo siempre se lleva a cabo en una sola lengua, no en múltiples, de modo que la primera tarea de un simbólogo al enfrentarse a cualquier texto es encontrar un único sistema simbólico consistente y válido para todo el texto.

—¿Y ahora sabe cuál es ese sistema?

—Bueno, sí… y no. —La experiencia de Langdon con la simetría rotacional de los ambigramas le había enseñado que a veces los símbolos tenían significados desde múltiples ángulos. En ese caso, se dio cuenta de que efectivamente había un modo de interpretar esos siete símbolos mediante un único lenguaje—. Si manipulamos ligeramente la mano, el lenguaje pasa a ser consistente.

La inquietante manipulación que Langdon estaba a punto de realizar parecía haberla sugerido el captor de Peter al mencionar el antiguo dicho hermético «Como es arriba es abajo».

Langdon sintió un escalofrío al extender el brazo y coger la base de madera en la que estaba ensartada la mano de Peter. Con cuidado, dio la vuelta a la base para que los dedos de Peter quedaran boca abajo. Los símbolos que había escritos en la palma se transformaron instantáneamente.

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—Desde este ángulo —dijo Langdon—, XIII se convierte en un numeral romano válido: trece. Es más, el resto de los caracteres puede ser interpretado utilizando asimismo el alfabeto romano: SBS.

Langdon suponía que su análisis provocaría un desconcertado encogimiento de hombros, pero la expresión de Anderson cambió de inmediato.

—¿SBS? —inquirió el jefe de seguridad.

Sato se volvió hacia él.

—Si no me equivoco, diría que se trata de una numeración familiar aquí en el Capitolio.

Anderson empalideció.

—Lo es.

Sato asintió y le ofreció una sombría sonrisa.

—Venga conmigo un momento, jefe. Me gustaría hablar en privado con usted.

Mientras la directora Sato se alejaba con el jefe Anderson para que Langdon no pudiera oírlos, éste se quedó a solas, completamente desconcertado. «¿Qué diablos está pasando aquí? ¿Y qué es SBS XIII?»

Anderson se preguntó si esa noche podía llegar a ser todavía más extraña. «¿En la mano pone SBS-13?» Le sorprendía que alguien no relacionado con el edificio hubiera oído hablar siquiera del SBS…, y todavía más del SBS-13. Al parecer, el dedo índice de Peter no los dirigía hacia arriba…, sino más bien en la dirección opuesta.

La directora Sato condujo a Anderson a una tranquila zona junto a la estatua de bronce de Thomas Jefferson.

—Jefe —dijo ella—, si no me equivoco, usted sabe exactamente dónde está situado el SBS-13, ¿es así?

—Por supuesto.

—¿Y sabe lo que hay dentro?

—No, no sin mirarlo. No creo que haya sido utilizado en décadas.

—Bueno, pues va a abrirlo.

A Anderson no le gustaba que le dijera qué debía hacer en su propio edificio.

—Eso no será fácil, señora. Primero he de revisar el listado de asignaciones. Como sabe, la mayoría de los niveles inferiores son oficinas privadas o almacenes, y el protocolo de seguridad acerca de los espacios…

—O abre usted el SBS-13 —dijo Sato—, o llamaré a la OS y haré que me envíen un equipo con un ariete.

Anderson se la quedó mirando fijamente un largo rato. Luego cogió su radio y se la acercó a los labios.

—Aquí Anderson. Necesito que alguien abra el SBS.

La voz que contestó parecía confundida.

—¿Jefe, me puede confirmar que ha dicho SBS?

—Sí, correcto. SBS. Envíen a alguien inmediatamente. Y necesitaré una linterna. —Anderson volvió a guardar la radio. El corazón empezó a latirle con fuerza cuando Sato se acercó aún más a él.

—Jefe, no hay tiempo que perder —dijo, bajando el volumen de su voz—. Quiero que nos lleve al SBS-13 cuanto antes.

—Sí, señora.

—Y necesito que haga otra cosa.

«¿Además de asaltar un lugar?» Anderson no se hallaba en posición de protestar, pero no había pasado por alto que Sato había llegado apenas minutos después de que la mano de Peter apareció en la Rotonda, y que ahora estaba aprovechando esa situación para exigir acceso a una sección privada del Capitolio de Estados Unidos. Iba tan por delante que casi parecía que el camino lo delimitaba ella.

Sato hizo un gesto hacia el profesor, que se encontraba al otro lado de la sala.

—La bolsa que lleva al hombro.

Anderson le echó un vistazo.

—¿Qué le pasa?

—Imagino que su personal la ha pasado por rayos X cuando Langdon ha entrado en el edificio, ¿no?

—Por supuesto. Todas las bolsas son inspeccionadas.

—Quiero ver esos rayos X. Quiero saber lo que hay dentro de esa bolsa.

Anderson miró la bolsa de piel que Langdon había estado cargando toda la tarde.

—Pero… ¿no sería más fácil preguntárselo a él?

—¿Qué parte de mi petición no le ha quedado clara?

Anderson volvió a coger su radio y trasladó la petición de Sato. Asimismo, ésta le dio la dirección de su BlackBerry para que le dijera a su equipo que le enviaran por correo electrónico una copia digital de los rayos X en cuanto la localizaran. A regañadientes, Anderson hizo lo que le pedía.

El equipo de forenses estaba recogiendo la mano para el cuerpo de seguridad del Capitolio, pero Sato les ordenó que la entregaran directamente a su equipo en Langley. Anderson estaba demasiado cansado para protestar. Acababa de ser arrollado por una diminuta apisonadora japonesa.

—Y quiero el anillo —les dijo Sato a los forenses.

El técnico jefe pareció estar a punto de decirle algo, pero finalmente lo pensó mejor. Extrajo el anillo de oro de la mano de Peter, lo metió en una bolsa de plástico transparente y se lo dio a Sato. Ésta se lo metió en el bolsillo de su chaqueta y luego se volvió hacia Langdon.

—Nos vamos, profesor. Traiga sus cosas.

—¿Adónde vamos? —respondió él.

—Limítese a seguir al señor Anderson.

«Sí —pensó Anderson—, y que no se aleje demasiado». El SBS era una sección del Capitolio que pocos visitaban. Para llegar a ella, debían pasar por un extenso laberinto de pequeñas cámaras y estrechos pasadizos que había debajo de la cripta. El hijo menor de Abraham Lincoln, Tad, se perdió una vez ahí abajo y estuvo a punto de morir. Anderson empezaba a sospechar que, si Sato se salía con la suya, Robert Langdon podría correr una suerte similar.