Capítulo 24

La revelación le sobrevino a Langdon como si de una ola se tratara.

«Ya sé por qué estoy aquí».

De pie en el centro de la Rotonda, Langdon sintió un poderoso impulso de dar media vuelta y huir…, de la mano de Peter, del reluciente anillo de oro, de las recelosas miradas de Sato y Anderson. En vez de eso, sin embargo, se quedó inmóvil, aferrado con fuerza a la bolsa de piel que colgaba de su hombro. «Tengo que salir de aquí».

Apretó la mandíbula al recordar la escena de aquella fría mañana, años atrás, en Cambridge. Eran las seis y como cada día Langdon se dirigió a su aula tras los rituales largos matutinos en la piscina de Harvard. Los familiares olores de la tiza y la calefacción le dieron la bienvenida al cruzar el umbral. Cuando se dirigía hacia su escritorio, sin embargo, algo le hizo detenerse de golpe.

Había alguien esperándolo; un elegante caballero de rostro aquilino y unos majestuosos ojos grises.

—¿Peter? —Langdon se lo quedó mirando sobresaltado.

La blanca sonrisa de Peter Solomon resplandeció en medio de la tenue luz del aula.

—Buenos días, Robert. ¿Sorprendido de verme? —Su voz era suave, y sin embargo se podía advertir su autoridad.

Langdon se acercó a él y le dio afectuosamente la mano.

—¿Qué diablos está haciendo un sangre azul de Yale en el campus carmesí antes del amanecer?

—Misión secreta detrás de las líneas enemigas —dijo Solomon con una sonrisa. Señaló la delgada cintura de Langdon—. Los largos están dando sus frutos. Estás en forma.

—Sólo intento hacerte sentir viejo —bromeó Langdon—. Me alegro de verte, Peter. ¿Qué ocurre?

—Nada, un pequeño viaje de negocios —respondió el hombre, echando un vistazo al aula desierta—. Lamento aparecer de improviso, Robert, pero sólo tengo unos minutos. Necesitaba pedirte algo… en persona. Un favor.

«Esto es nuevo». Langdon se preguntó qué podía hacer un simple profesor universitario por un hombre que lo tenía todo.

—Lo que sea —respondió, contento por tener la oportunidad de hacer algo por alguien que le había dado tanto, sobre todo teniendo en cuenta que la afortunada vida de Peter también se había visto salpicada por tantas tragedias.

Solomon bajó el tono de voz.

—Me preguntaba si me podrías cuidar una cosa.

Langdon puso los ojos en blanco.

—Espero que no se trate de Hércules

Una vez, Langdon había cuidado del mastiff de setenta kilos de Solomon mientras éste estaba de viaje. Al parecer, el perro sintió añoranza de su juguete de piel favorito, y encontró un sustituto válido en su estudio: una Biblia manuscrita en papel vitela del siglo XVII. Por alguna razón, «perro malo» no pareció reprimenda suficiente.

—Todavía estoy buscando otra para reemplazártela —dijo Solomon con una sonrisa avergonzada.

—Olvídalo. Me alegro de que a Hércules le interese la religión.

Solomon soltó una risa ahogada, pero parecía distraído.

—Robert, la razón por la que he venido a verte es que me gustaría que cuidaras de una cosa de gran valor para mí. La heredé hace tiempo, pero no me siento seguro guardándola en casa o en la oficina.

Inmediatamente, Langdon se sintió incómodo. Algo «de gran valor» para Peter Solomon debía de costar una auténtica fortuna.

—¿Y por qué no la metes en una caja de seguridad?

«¿No tiene tu familia participación en la mitad de los bancos de Norteamérica?»

—Eso implicaría papeleo y empleados de banca; preferiría un amigo de fiar. Y sé que sabes guardar secretos. —Solomon metió una mano en el bolsillo y extrajo un pequeño paquete que entregó a Langdon.

Teniendo en cuenta el teatral preámbulo, Langdon esperaba algo más espectacular. El paquete era una pequeña caja con forma de cubo de unos cinco centímetros de alto, envuelta en un desvaído papel marrón y atada con un cordel. A tenor de su peso y su tamaño, supuso que debía de contener una piedra o un metal. «¿Es esto?» Langdon dio vueltas a la caja en sus manos, advirtiendo que el cordel había sido fijado con un sello de cera, como si fuera un antiguo edicto. En el sello se podía ver el relieve de un fénix bicéfalo con el número 33 en el pecho; el tradicional símbolo del grado más alto de la francmasonería.

—Pero bueno, Peter —dijo Langdon con una sonrisa torcida en el rostro—, eres el venerable maestro de una logia masónica, no el papa. ¿Ahora sellas paquetes con tu anillo?

Solomon bajó la mirada a su anillo de oro y se rio entre dientes.

—No he sido yo quien ha sellado este paquete, Robert. Lo hizo mi bisabuelo. Hace casi un siglo.

Langdon levantó de golpe la cabeza.

—¡¿Cómo?!

Solomon mostró su anillo.

—Este anillo masónico era suyo. Luego lo heredó mi abuelo, luego mi padre… y finalmente yo.

Langdon levantó el paquete.

—¿Tu bisabuelo envolvió esto hace un siglo y nadie lo ha abierto desde entonces?

—Así es.

—Pero… ¿por qué?

Solomon sonrió.

—Porque no ha llegado el momento.

Langdon se quedó mirando fijamente a su amigo.

—¿El momento de qué?

—Robert, sé que esto te parecerá extraño, pero cuanto menos sepas, mejor. Guarda este paquete en un lugar seguro y, por favor, no le digas a nadie que te lo he dado.

Langdon buscó en los ojos de su mentor algo que delatara su traviesa intención. Solomon tenía tendencia a la teatralidad, y Langdon se preguntó si no estaría intentando que picara.

—Peter, ¿no será ésta una inteligente estratagema para hacerme pensar que me has confiado una especie de antiguo secreto masónico, despertar mi curiosidad y que decida unirme?

—Los masones no reclutan, Robert, ya lo sabes. Además, ya me has dicho que prefieres no unirte.

Eso era cierto. Langdon sentía un gran respeto por la filosofía y el simbolismo masónicos, pero había decidido no iniciarse; los votos de secretismo de la orden le impedirían hablar de la francmasonería a sus alumnos. Por esa misma razón, Sócrates había rechazado participar formalmente en los misterios eleusinos.

Mientras observaba la misteriosa cajita y su sello masónico, Langdon no pudo evitar hacer una pregunta obvia.

—¿Y por qué no le confías esto a uno de tus hermanos masones?

—Mi instinto me dice que estará más seguro fuera de la orden. Y, por favor, no te dejes engañar por el tamaño del paquete. Si lo que me dijo mi padre es cierto, contiene algo de gran poder. —Hizo una pausa—. Viene a ser una especie de talismán.

«¿Ha dicho talismán?» Por definición, un talismán era un objeto con poderes mágicos. Tradicionalmente, los talismanes se utilizaban para conjurar la buena suerte, alejar los malos espíritus o ayudar en antiguos rituales.

—Peter, eres consciente de que los talismanes se pasaron de moda en la Edad Media, ¿verdad?

Solomon colocó una paciente mano sobre el hombro de Langdon.

—Ya sé cómo suena todo esto, Robert. Te conozco desde hace tiempo, y el escepticismo es una de tus mayores virtudes como profesor. Pero también uno de tus mayores puntos débiles. Te conozco lo suficiente para saber que no eres un hombre al que le pueda pedir que crea…, sino sólo que confíe. De modo que ahora te pido que confíes en mí cuando te digo que este talismán es poderoso. Puede otorgar a su poseedor la capacidad de obtener orden del caos.

Langdon se lo quedó mirando fijamente. La idea del «orden del caos» era uno de los grandes axiomas masónicos. Ordo ab chao. Sin embargo, la idea de que un talismán podía conferir algún tipo de poder era absurda, más todavía si se trataba del poder de obtener orden del caos.

—En las manos equivocadas —prosiguió Solomon—, este talismán podría ser peligroso, y desafortunadamente tengo razones para creer que gente poderosa quiere robármelo. —Su mirada era la más seria que le recordaba Langdon—. Me gustaría que me lo guardaras un tiempo. ¿Puedes hacerlo?

Esa noche, Langdon se sentó a solas en la cocina con el paquete e intentó imaginar qué podía haber dentro. Al final, lo achacó todo a la excentricidad de Peter y guardó el paquete en la caja fuerte de la biblioteca, para finalmente olvidarse de su existencia.

Hasta esa mañana.

«La llamada del hombre con acento sureño».

—¡Ah, profesor, casi me olvido! —dijo el asistente tras darle los detalles del viaje a Washington—. El señor Solomon quería pedirle una cosa más.

—¿Sí? —respondió Langdon, con la mente ya puesta en la conferencia que había aceptado dar.

—Me ha dejado aquí una nota para usted. —El hombre empezó a leer con dificultad, como si estuviera intentando descifrar la letra de Peter—: «Por favor, pídale a Robert… que traiga… el pequeño paquete sellado». —El hombre se detuvo—. ¿Sabe de qué está hablando?

Langdon recordó entonces la pequeña caja que había estado guardando en su caja fuerte todo ese tiempo.

—Pues sí, sé a qué se refiere Peter.

—¿Y puede traerlo?

—Claro que sí. Dígale a Peter que lo llevaré.

—Fantástico. —El asistente parecía aliviado—. Disfrute de su charla de esta noche. Buen viaje.

Antes de salir de casa, Langdon había cogido el paquete del fondo de su caja fuerte y lo había metido en su bolsa.

Ahora, en el Capitolio, Langdon sólo tenía una certeza. A Peter Solomon le horrorizaría saber hasta qué punto le había fallado.