Capítulo 18

Katherine Solomon se puso la bata blanca de laboratorio y dio inicio a su rutina de llegada habitual; sus «rondas», como las llamaba su hermano.

Cual madre nerviosa comprobando el estado de su bebé dormido, Katherine asomó la cabeza por la sala mecánica. La batería de hidrógeno funcionaba sin problemas, y sus tanques de repuesto descansaban sanos y salvos en sus estantes.

Katherine siguió pasillo abajo hasta el vestíbulo de la sala de almacenamiento de datos. Como siempre, las dos unidades holográficas de seguridad permanecían dentro de su cámara de temperatura controlada. «Ahí está toda mi investigación», pensó mientras las observaba a través del cristal irrompible de ocho centímetros de grosor. A diferencia de sus antepasados, del tamaño de una nevera, los aparatos de almacenamiento de datos holográficos, ambos en lo alto de unos pedestales, parecían más bien lujosos componentes de un equipo de música.

Las dos memorias holográficas estaban sincronizadas y eran idénticas, de modo que las copias de seguridad de su trabajo que salvaguardaban eran redundantes. La mayoría de los protocolos de seguridad recomendaban mantener una copia secundaria en otro lugar por si tenía lugar un terremoto, un incendio o un robo, pero Katherine y su hermano estuvieron de acuerdo en que el secretismo era lo primordial; si esos datos abandonaban el edificio para ser alojados en un servidor remoto, ya no podrían estar seguros de su privacidad.

Contenta porque todo estuviera funcionando sin problemas, Katherine dio media vuelta para emprender el camino de regreso. Al doblar la esquina, sin embargo, advirtió algo inesperado al otro lado del laboratorio. «¿Qué diablos…?» Un tenue resplandor iluminaba todo el equipo. Katherine echó a correr para ir a ver de qué se trataba, sorprendida ante la luz que surgía de detrás de la pared de plexiglás.

«Está aquí». Katherine cruzó el laboratorio a la carrera y, en cuanto llegó a la sala de control, abrió la puerta de golpe.

—¡Peter! —dijo mientras entraba corriendo en la sala.

La rolliza mujer que permanecía sentada en la terminal de la sala de control dio un respingo.

—¡Dios mío! ¡Katherine! ¡Me has asustado!

Trish Dunne —la única otra persona del mundo que tenía permitida la entrada al laboratorio— era la analista de metasistemas de Katherine, y rara vez trabajaba los fines de semana. Esa pelirroja de veintiséis años era un genio procesando datos, y había firmado un acuerdo de confidencialidad digno del KGB. Al parecer, esa noche estaba analizando datos en la pared de plasma de la sala de control, un monitor de pantalla plana que parecía salido de una misión de control de la NASA.

—Lo siento —dijo Trish—. No sabía que ya habías llegado. Quería terminar antes de que llegarais tú y tu hermano.

—¿Has hablado con él? Llega tarde y no contesta al teléfono.

Trish negó con la cabeza.

—Seguro que todavía está intentando averiguar cómo funciona ese nuevo iPhone que le regalaste.

Katherine apreció el buen humor de Trish, y su presencia le dio una idea.

—En realidad, me alegro de que estés aquí esta noche. Si no te importa, me podrías ayudar con una cosa.

—Lo que sea; seguro que es más interesante que el fútbol americano.

Katherine respiró hondo, procurando tranquilizarse.

—No estoy segura de cómo explicar esto, pero hoy me han contado algo muy inusual…

Trish Dunne no sabía qué historia le habían contado a Katherine Solomon, pero estaba claro que le había puesto muy nerviosa. Los ojos grises de su jefa, habitualmente tranquilos, parecían inquietos, y se había colocado el pelo detrás de las orejas tres veces desde que había entrado en la sala: un «indicador» de nervios, lo llamaba Trish. «Científica brillante. Pésima jugadora de póquer».

—A mí —dijo Katherine—, esa historia me suena a ciencia ficción…, es una vieja leyenda. Y sin embargo… —Se quedó callada, acomodándose un mechón de pelo detrás de la oreja una vez más.

—¿Y sin embargo?

Katherine suspiró.

—Y sin embargo, hoy una fuente de fiar me ha contado que la leyenda es cierta.

—Ajá… —«¿Adónde quiere ir a parar?»

—Lo hablaré con mi hermano, pero se me ha ocurrido que antes de eso quizá tú podrías ayudarme a arrojar algo de luz. Me encantaría saber si esa leyenda ha sido corroborada en algún otro momento de la historia.

—¿En toda la historia?

Katherine asintió.

—En cualquier lugar del mundo, en cualquier lengua, en cualquier momento de la historia.

«Extraña petición —pensó Trish—, pero sin duda viable». Diez años atrás, esa tarea habría sido imposible. Hoy, sin embargo, con Internet, la World Wide Web, y la digitalización en curso de las grandes bibliotecas y museos del mundo, el encargo de Katherine se podía conseguir utilizando un motor de búsqueda relativamente simple que estuviera equipado con una gran cantidad de módulos de traducción, y escogiendo bien unas cuantas palabras clave.

—Ningún problema —dijo Trish.

Muchos libros del laboratorio contenían pasajes en lenguas antiguas, de modo que le solían pedir que escribiera módulos de traducción para programas de Reconocimiento Óptico de Caracteres, y generar así texto inglés a partir de lenguas oscuras. Debía de ser la única especialista en metasistemas del mundo que había construido módulos de traducción OCR en frisio antiguo, maek y acadio.

Esos módulos ayudarían, pero el truco de construir una araña de búsqueda eficaz residía en la elección de las palabras clave adecuadas. «Singulares, pero no excesivamente restrictivas».

Katherine parecía ir un paso por delante de Trish, y ya estaba anotando posibles palabras clave en una hoja de papel. Cuando llevaba unas cuantas se detuvo, se quedó un rato pensando y luego escribió unas cuantas más.

—Ya está —dijo finalmente, entregándole la hoja de papel a Trish.

Ella leyó detenidamente la lista de frases que debía buscar y los ojos se le abrieron de par en par. «¿Qué tipo de leyenda está investigando Katherine?»

—¿Quieres que te busque todas estas frases? —Una de las palabras ni siquiera la reconocía. «¿Esto es inglés?»—. ¿Crees que las encontraremos todas en un mismo lugar? ¿Al pie de la letra?

—Me gustaría intentarlo.

Trish hubiera dicho que era imposible, pero la palabra que empezaba por «I» estaba prohibida en ese lugar. Katherine la consideraba una predisposición mental negativa en un campo que a menudo transformaba falsedades preconcebidas en verdades confirmadas. En ese caso, sin embargo, Trish Dunne dudaba seriamente que esos vocablos clave de búsqueda entraran en esa categoría.

—¿Cuánto tardarán los resultados? —preguntó Katherine.

—Escribir la araña y activarla me llevará unos pocos minutos, luego la araña tardará quizá unos quince más en agotar todas las posibilidades.

—¿Tan de prisa? —Katherine se animó.

Trish asintió. Los motores de búsqueda tradicionales solían necesitar un día entero para recorrer todo el universo online, encontrar nuevos documentos, digerir su contenido y añadirlo a su base de datos. Pero la araña de búsqueda que Trish iba a escribir era de otro tipo.

—Escribiré un programa llamado «delegador» —explicó Trish—. No es muy legal, pero es rápido. Esencialmente, es un programa que ordena a otros motores de búsqueda que hagan nuestro trabajo. La mayoría de las bases de datos (librerías, museos, universidades, gobiernos) tienen una función de búsqueda incorporada. Mi araña encuentra sus motores de búsqueda, introduce tus palabras clave y les pide que las busquen. Así, aprovechamos el poder de miles de motores trabajando al unísono.

Katherine se quedó impresionada.

—Procesamiento en paralelo.

«Una especie de metasistema».

—Ya te avisaré si obtengo algo.

—Te lo agradezco, Trish. —Katherine le dio una palmadita en la espalda y se dirigió hacia la puerta—. Estaré en la biblioteca.

Trish se acomodó para escribir el programa. Codificar una araña de búsqueda era una tarea menor, muy por debajo de su cualificación, pero a Trish Dunne no le importaba. Haría cualquier cosa por Katherine Solomon. A veces Trish no se podía creer la suerte que había tenido de recalar allí.

«Has pasado por muchas cosas, chica».

Hacía apenas un año, Trish había dejado su trabajo de analista de metasistemas en una de las muchas granjas de cubículos de la industria de la alta tecnología. En sus horas libres empezó a hacer trabajos freelance de programación, y comenzó a escribir un blog profesional —«Futuras aplicaciones en análisis de metasistemas computacionales»—, aunque dudaba que le interesara a nadie. Hasta que una tarde recibió una llamada.

—¿Trish Dunne? —preguntó educadamente una mujer.

—Sí, ¿quién llama?

—Mi nombre es Katherine Solomon.

Trish estuvo a punto de desmayarse. «¿Katherine Solomon?»

—¡Acabo de leer su libro, Ciencia noética: vía de entrada moderna al saber de la antigüedad, y he escrito sobre él en mi blog!

—Sí, lo sé —respondió cortésmente la mujer—. Por eso la llamo.

«Claro —se dio cuenta Trish, sintiéndose idiota—. Incluso los científicos brillantes se buscan en Google».

—Su blog me ha intrigado —le dijo Katherine—. No sabía que la creación de metasistemas había avanzado tanto.

—Sí, señora —se las arregló para decir Trish, anonadada—. La modelación de datos es una tecnología en expansión y con aplicaciones de gran alcance.

Las dos mujeres estuvieron varios minutos charlando sobre el trabajo de Trish en metasistemas, comentando su experiencia analizando, modelando y prediciendo el flujo de campos de datos.

—Obviamente, su libro está muy por encima de mis conocimientos —dijo Trish—, pero he entendido lo suficiente para advertir un punto de contacto con mi trabajo en metasistemas.

—En su blog dice usted que la creación de metasistemas puede transformar el estudio de la ciencia noética.

—Sin duda alguna. Creo que los metasistemas podrían convertirla en una verdadera ciencia.

—¿Verdadera ciencia? —Katherine endureció ligeramente su tono—. ¿En oposición a…?

«Mierda, eso no ha sonado bien».

—Hum, no, lo que quería decir era que la ciencia noética es más… esotérica.

Katherine se rio.

—Relájese, estoy bromeando. Me suelen decir cosas parecidas.

«No me sorprende», pensó Trish. Incluso el Instituto de Ciencias Noéticas de California describía el campo con un lenguaje arcano y abstruso, definiéndolo como el estudio del «acceso directo e inmediato al saber más allá de lo que está disponible para nuestros sentidos normales y poder de la razón».

La palabra «noética», había descubierto Trish, derivaba del griego antiguo nous, que se podía traducir como «conocimiento interior» o «conciencia intuitiva».

—Estoy interesada en su trabajo en metasistemas —dijo Katherine—, y en su posible relación con un proyecto en el que estoy trabajando. ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos? Me encantaría que me expusiera sus ideas.

«¿Katherine quiere que le exponga mis ideas?» Era como si Maria Sharapova le pidiera consejos sobre tenis.

Al día siguiente, un Volvo blanco aparcó en la entrada de Trish y de él salió una atractiva mujer vestida con unos pantalones vaqueros de color azul. De inmediato, Trish sintió que empequeñecía. «Genial —gruñó—. Inteligente, rica y delgada; ¿y encima debo pensar que Dios es bueno?» Las maneras sencillas de Katherine en seguida hicieron que Trish se sintiera cómoda.

Ambas se sentaron en el enorme porche trasero de la casa de Trish, con vistas a unos terrenos impresionantes.

—Su casa es increíble —dijo Katherine.

—Gracias. Tuve suerte y en la universidad licencié un software que había escrito.

—¿Algo de metasistemas?

—Un precursor de los metasistemas. Con posterioridad al 11 de septiembre, el gobierno se dedicó a interceptar y revisar enormes campos de datos (correos electrónicos de particulares, teléfonos móviles, faxes, textos, páginas web) en busca de palabras clave asociadas con comunicaciones terroristas. Así pues, decidí escribir un software que les permitiera procesar sus campos de datos de otra forma…, obteniendo de ellos un resultado adicional. —Sonrió—. Esencialmente, mi software les permitía tomar la temperatura de Norteamérica.

—¿Cómo dice?

Trish se rio.

—Sí, parece una locura, ya lo sé. Lo que quiero decir es que cuantificaba el estado «emocional» de la nación. Ofrecía una especie de barómetro de su conciencia cósmica, si lo prefiere.

Trish le explicó cómo, utilizando un campo de datos de las comunicaciones de la nación, uno podía evaluar el «estado de ánimo» de la nación a partir de la «densidad» de ciertas palabras clave e indicadores emocionales en el campo de datos. En tiempos felices se usaba un lenguaje feliz, y en tiempos de tensión, lo contrario. En caso, por ejemplo, de un ataque terrorista, el gobierno podía utilizar los campos de datos para medir el cambio que se produjera en la psique norteamericana y aconsejar mejor al presidente sobre el impacto emocional del ataque.

—Fascinante —dijo Katherine, acariciándose la barbilla—. De modo que, en esencia, su software permite examinar a todos los individuos de una población… como si fueran un único organismo.

—Exactamente. Un «metasistema». Una entidad única definida por la suma de sus partes. El cuerpo humano, por ejemplo, está formado por millones de células individuales, cada una de las cuales tiene diferentes atributos y propósitos, pero eso no le impide funcionar como una entidad única.

Katherine asintió entusiasmada.

—Como una bandada de pájaros o un banco de peces moviéndose a la vez. Lo llamamos convergencia o entrelazamiento.

Trish advirtió que su famosa invitada estaba comenzando a ver el potencial de la programación de metasistemas en el campo de la ciencia noética.

—Diseñé mi software —explicó Trish— para ayudar a las agencias gubernamentales a evaluar mejor y responder más adecuadamente a crisis de gran escala: pandemias, tragedias nacionales, terrorismo, ese tipo de cosas. —Hizo una pausa—. Por supuesto, siempre existe la posibilidad de que sea utilizado de otro modo…, quizá para hacer una radiografía del sentir nacional y predecir el resultado de unas elecciones nacionales, o la dirección en la que el mercado de valores se moverá al abrir.

—Parece poderoso.

Trish la acompañó hacia su gran casa.

—Eso mismo le pareció al gobierno.

Los ojos grises de Katherine se posaron directamente sobre ella.

—Trish, ¿puedo preguntarle acerca del dilema ético que plantea su trabajo?

—¿A qué se refiere?

—A que ha creado usted un software del que fácilmente se puede abusar. Aquellos que lo poseen tienen acceso a una poderosa información no disponible para todo el mundo. ¿No vaciló en ningún momento cuando lo creó?

Trish ni siquiera parpadeó.

—Para nada. Mi software no es distinto de, digamos…, un simulador de vuelo. A algunos usuarios les servirá para practicar vuelos de misiones de ayuda en países en vías de desarrollo; a otros, para aprender a dirigir aviones de pasajeros contra rascacielos. El conocimiento es una herramienta, y como todas las herramientas, su impacto está en manos del usuario.

Katherine se reclinó, impresionada por la respuesta.

—Deje que le plantee una cuestión hipotética.

De repente, Trish tuvo la sensación de que su conversación había pasado a ser una entrevista de trabajo.

Katherine se inclinó, recogió un minúsculo grano de arena del suelo y lo sostuvo en alto para que Trish lo pudiera ver.

—Se me ha ocurrido —dijo— que básicamente su trabajo en metasistemas permite calcular el peso de toda una playa… pesándola grano a grano.

—Sí, básicamente se trata de eso.

—Como sabe, este pequeño grano de arena tiene masa. Una masa muy pequeña, pero masa al fin y al cabo.

Trish asintió.

—Y debido a esa masa, este grano de arena ejerce gravedad. De nuevo, mínima, pero ahí está.

—Así es.

—Bueno —prosiguió Katherine—, si cogemos trillones de granos de arena y dejamos que se atraigan entre sí hasta formar, digamos…, la Luna, su gravedad combinada será suficiente para mover océanos y arrastrar de acá para allá las mareas de nuestro planeta.

Trish no tenía ni idea de adónde quería ir a parar, pero le gustaba lo que estaba oyendo.

—Hagamos, pues, una hipótesis —dijo Katherine, soltando el grano de arena—. ¿Y si le dijera que un pensamiento…, cualquier pequeña idea que se forme en su mente…, en realidad tiene masa? ¿Y si le dijera que los pensamientos son cosas, entidades mensurables, con masa cuantificable? ¿Cuáles serían las implicaciones?

—¿Hipotéticamente hablando? Bueno, las implicaciones obvias serían… Si un pensamiento tuviera masa, entonces ejercería gravedad y podría atraer cosas hacia sí.

Katherine sonrió.

—Es usted buena. Ahora demos un paso más. ¿Qué ocurriría si mucha gente focalizara en su mente un mismo pensamiento? Todas las manifestaciones de ese mismo pensamiento empezarían a fundirse en una sola, y la masa acumulativa de ese pensamiento comenzaría a crecer. Y, con ello, aumentaría asimismo su gravedad.

—Ajá.

—Lo que significa que…, si suficientes personas empezaran a pensar lo mismo, la fuerza gravitacional de ese pensamiento se volvería tangible…, y ejercería una fuerza —Katherine guiñó un ojo— que podría tener un efecto cuantificable en nuestro mundo físico.