Capítulo 17

La directora Inoue Sato era un personaje temible; una irritable y tempestuosa mujer de apenas un metro cincuenta de altura. Era extremadamente delgada, de rostro anguloso, y sufría de una afección dermatológica llamada vitiligo, que confería a su tez el veteado aspecto del granito recubierto de liquen. El arrugado traje pantalón colgaba de su escuálida figura como un saco suelto, y la blusa de cuello abierto nada hacía para ocultar la cicatriz de su garganta. A decir de sus colaboradores, la única aquiescencia de Sato a la vanidad física parecía ser el hecho de que se depilara el bigote.

Inoue Sato llevaba más de una década al mando de la Oficina de Seguridad de la CIA. Poseía un elevadísimo coeficiente intelectual y unos instintos de escalofriante precisión, una combinación que la había dotado de una temible seguridad en sí misma para todo aquel que no pudiera llevar a cabo lo imposible. Ni siquiera la diagnosis de un agresivo cáncer de garganta había podido con ella. La batalla le costó un mes de trabajo, media laringe y un tercio de su peso corporal, pero regresó a la oficina como si nada hubiera pasado. Inoue Sato parecía indestructible.

Robert Langdon sospechaba que no era el primero en confundir a Sato con un hombre por teléfono, pero la directora seguía mirándolo furiosamente con sus hirientes ojos negros.

—De nuevo, mis disculpas, señora —dijo Langdon—. Todavía estoy intentando orientarme; la persona que asegura tener a Peter Solomon me ha hecho venir esta tarde a Washington mediante engaños. —Extrajo un fax de su americana—. Esto es lo que me ha enviado esta mañana. He escrito el número de matrícula del avión en el que he viajado, si llama usted a la FAA y localiza…

Con un movimiento fugaz, la diminuta mano de Sato le arrebató la hoja de papel. Se la metió en el bolsillo sin siquiera desdoblarla.

—Profesor, estoy al mando de esta investigación, y hasta que me cuente lo que quiero saber, le sugiero que no diga nada a menos que se le pregunte.

Sato se volvió hacia el jefe de seguridad.

—Anderson —dijo, acercándose de forma quizá excesiva y posando sus pequeños ojos negros sobre él—, ¿le importaría decirme qué diablos está sucediendo? El guardia de la puerta este me ha dicho que han encontrado una mano humana en el suelo. ¿Es eso cierto?

Anderson se hizo a un lado, dejando a la vista el objeto que había en el piso.

—Sí, señora, hace sólo unos minutos.

Sato miró la mano como si se tratara de una mera prenda de ropa extraviada.

—¿Y cómo es que no me lo ha dicho cuando hemos hablado por teléfono?

—Yo…, pensaba que ya lo sabía.

—No me mienta.

Anderson se achicó ante la mirada de Sato, pero consiguió mantener un tono de voz confiado.

—Señora, la situación está bajo control.

—Lo dudo mucho —dijo Sato con igual seguridad.

—Un equipo de forenses está de camino. Quienquiera que haya hecho esto habrá dejado huellas dactilares.

Sato parecía escéptica.

—Creo que alguien suficientemente inteligente para pasar por su puesto de control con una mano humana también lo es para no dejar huellas dactilares.

—Puede que sí, pero es mi obligación investigarlo.

—En realidad, no; desde este mismo momento lo relevo de su responsabilidad. Yo asumiré el control.

Anderson se puso tenso.

—Pero esto no es competencia de la OS, ¿no?

—Desde luego que sí. Nos enfrentamos a un problema de seguridad nacional.

«¿La mano de Peter? —se preguntó un aturdido Langdon mientras observaba aquel intercambio de palabras—. ¿Seguridad nacional?» Empezó a temer que su objetivo de encontrar cuanto antes a Peter no era el mismo que tenía Sato. Las intenciones de la directora de la OS parecían ser otras.

Anderson también parecía confundido.

—¿Seguridad nacional? Con todos mis respetos, señora…

—Que yo sepa —lo interrumpió ella—, mi rango es superior al suyo. Le sugiero que haga exactamente lo que yo le diga, y que lo haga sin cuestionar.

Anderson asintió y tragó saliva.

—Pero ¿no deberíamos al menos comprobar las huellas dactilares de la mano para confirmar que pertenece a Peter Solomon?

—Yo lo puedo confirmar —dijo Langdon, sintiendo náuseas por la certeza—. Reconozco su anillo… y su mano. —Se quedó un momento callado—. Aunque los tatuajes son recientes. Alguien se los acaba de hacer.

—¿Cómo dice? —Sato pareció ponerse nerviosa por primera vez desde que había llegado—. ¿La mano está tatuada?

Langdon asintió.

—El pulgar, con una corona. El índice, con una estrella.

Sato se puso unas gafas y, tras acercarse a la mano, comenzó a dar vueltas a su alrededor como si fuera un tiburón.

—Además —prosiguió Langdon—, aunque no se pueden ver los otros tres dedos, estoy seguro de que también están tatuados.

Sato pareció intrigada por el comentario y se acercó a Anderson.

—Jefe, ¿nos haría el favor de comprobar si es así?

Anderson se arrodilló junto a la mano, con cuidado de no tocarla. Acercó la mejilla al suelo y desde ahí miró las puntas de los demás dedos.

—Tiene razón, señora. Todos los dedos están tatuados, aunque no puedo ver los otros…

—Un sol, una linterna y una llave —dijo Langdon sin vacilar.

Sato se volvió completamente hacia Langdon y lo escrutó con sus pequeños ojos.

—¿Y cómo sabe eso?

Langdon le devolvió la mirada.

—La imagen de una mano humana con los dedos decorados de ese modo es un icono muy antiguo. Se conoce como «la mano de los misterios».

Anderson se puso en pie de golpe.

—¿Esto tiene un nombre?

Langdon asintió.

—Es uno de los iconos más secretos del mundo antiguo.

Sato ladeó la cabeza.

—¿Y puedo preguntarle qué hace en medio del Capitolio?

Langdon deseó poder despertar de esa pesadilla.

—Tradicionalmente, señora, se utilizaba a modo de invitación.

—¿Invitación… a qué? —inquirió ella.

Langdon bajó la mirada hacia los símbolos que decoraban la mano cercenada de su amigo.

—Hace siglos, la mano de los misterios servía de convocatoria mística. Básicamente, es una invitación a recibir el saber secreto; una sabiduría protegida que únicamente conocía una élite.

Sato cruzó sus pequeños brazos y se lo quedó mirando con sus ojos negros.

—Bueno, profesor, para alguien que asegura no tener ni idea de lo que está haciendo aquí…, no está nada mal.