Muy por encima del suelo de la Rotonda del Capitolio, Robert Langdon avanzaba nervioso, centímetro a centímetro, por la pasarela circular que se extendía justo debajo de la cúpula. Probó a mirar más allá de la barandilla, mareado por la altura, sin poder creer todavía que hubieran pasado menos de diez horas desde el hallazgo de la mano de Peter en el punto central del suelo que se extendía allá abajo.
En ese mismo suelo, a cincuenta y cinco metros de distancia, el Arquitecto del Capitolio no era más que una mancha diminuta, que atravesó la Rotonda y se perdió de vista. Bellamy había acompañado a Langdon y a Katherine hasta la pasarela y los había dejado allí, con instrucciones muy concretas.
«Instrucciones de Peter».
Langdon echó un vistazo a la vieja llave de hierro que Bellamy le había dado. Después, miró la estrecha escalerilla que subía a partir del nivel donde se encontraban… y seguía subiendo. «Que Dios me asista». Aquella angosta escalera, según el Arquitecto, conducía a una pequeña puerta metálica cuya cerradura se abría con la llave que Langdon tenía en la mano.
Al otro lado de la puerta había algo que Peter estaba empeñado en que Langdon y Katherine vieran. No había dicho qué era exactamente, pero había dejado instrucciones precisas acerca de la hora en que debían abrir la puerta.
«¿Tenemos que esperar para abrir la puerta? ¿Por qué?»
Langdon volvió a consultar el reloj y soltó un gruñido.
Se metió la llave en el bolsillo y contempló el vacío inmenso que se abría ante él, al otro lado de la barandilla. Katherine había echado a andar sin miedo, imperturbable al parecer por las alturas, y para entonces había cubierto la mitad de la circunferencia y contemplaba con admiración cada centímetro de La apoteosis de Washington de Brumidi, que se cernía justo sobre sus cabezas. Desde su poco habitual punto de vista, los personajes de cinco metros de altura que decoraban los casi quinientos metros cuadrados de la cúpula del Capitolio se veían con sorprendente detalle.
Langdon le dio la espalda a Katherine, se volvió hacia la pared y susurró en voz muy baja:
—Katherine, te habla la voz de tu conciencia: ¿por qué has abandonado a Robert?
Obviamente, ella ya conocía las asombrosas propiedades acústicas de la cúpula, por lo que la pared no tardó en susurrarle una respuesta:
—Porque Robert es un gallina. Tendría que venir aquí conmigo. Nos queda mucho tiempo, antes de poder abrir la puerta.
Langdon sabía que tenía razón y, aunque a disgusto, empezó a recorrer el balcón, pegándose cuanto podía a la pared.
—Este techo es absolutamente asombroso —se maravilló Katherine mientras estiraba el cuello para abarcar en todo su enorme esplendor la Apoteosis que se desplegaba más arriba—. ¡Dioses de la mitología, mezclados con científicos e inventores y con sus creaciones! ¡Y pensar que ésta es la imagen que ocupa el centro de nuestro Capitolio!
Langdon levantó la vista hacia las vastas figuras de Franklin, Fulton, Morse y sus inventos tecnológicos. Partiendo de esos personajes, un refulgente arco iris trazaba una curva para guiar la mirada del observador hacia George Washington, que ascendía al cielo sentado en una nube. «La gran promesa del hombre convertido en dios».
—Es como si toda la esencia de los antiguos misterios flotara sobre la Rotonda —dijo Katherine.
Langdon tuvo que admitir que no había en el mundo muchos frescos que combinaran los inventos científicos, los dioses de la mitología y la apoteosis humana. La espectacular colección de imágenes de ese techo era, sin duda alguna, un mensaje inspirado en los antiguos misterios, puesto ahí por alguna razón. Los padres fundadores veían la nación como un lienzo en blanco, como un campo fértil donde sembrar la simiente de los misterios. Siglos después, ese icono que planeaba en las alturas (el padre de la nación en su ascenso al cielo) flotaba silencioso sobre los legisladores, los gobernantes y los presidentes, como un audaz recordatorio, como un mapa del futuro, una promesa de que algún día el hombre evolucionaría hasta alcanzar la completa madurez espiritual.
—Robert —murmuró Katherine con la mirada fija todavía en las colosales figuras de los grandes inventores de América, acompañados de Minerva—, esto es profético. Actualmente, los inventos más avanzados del hombre se están utilizando para estudiar sus ideas más antiguas. Puede que la noética sea una ciencia nueva, pero en el fondo es la más antigua del mundo: el estudio del pensamiento humano. —Se volvió hacia él con ojos maravillados—. Y estamos averiguando que los antiguos tenían una comprensión del pensamiento más profunda que la nuestra en la actualidad.
—Es lógico —replicó Langdon—. La mente humana era la única tecnología de que disponían los antiguos. Los primeros filósofos la estudiaron sin descanso.
—¡Así es! Los textos antiguos reflejan la obsesión por el poder de la mente humana. Los Vedas describen la circulación de la energía mental, y el Pistis Sophia, la conciencia universal. El Zohar analiza la naturaleza del espíritu-mente, y los textos chamánicos predicen la «influencia a distancia» de Einstein en el ámbito de la curación a distancia. ¡Todo está ahí! ¡Y eso por no hablar de la Biblia!
—¿Tú también? —dijo Langdon, riendo—. Tu hermano intentó convencerme de que la Biblia está llena de información científica codificada.
—Lo está —replicó ella—. Y si no crees a Peter, lee algunos de los textos esotéricos de Newton sobre la Biblia. ¿Sabes, Robert?, cuando empiezas a entender sus parábolas crípticas te das cuenta de que la Biblia es un estudio de la mente humana.
Langdon se encogió de hombros.
—Supongo que tendré que volver a leerla.
—Voy a hacerte una pregunta —dijo ella, que obviamente no apreciaba su escepticismo—. Cuando la Biblia nos dice que construyamos nuestro templo…, un templo que debemos «construir sin herramientas y sin ruido», ¿a qué templo crees que se refiere?
—Bueno, el texto dice que nuestro cuerpo es un templo.
—Sí, Corintios 3, 16, pero lo que dice en realidad es que el templo de Dios somos nosotros. —Katherine le sonrió—. Y el Evangelio de Juan dice exactamente lo mismo. Robert, las Escrituras aluden claramente al poder latente en nuestro interior, y nos instan a dominarlo… Nos animan a construir el templo de nuestra mente.
—Por desgracia, creo que gran parte del mundo religioso está esperando la reconstrucción de un templo real. Es parte de la profecía mesiánica.
—Sí, pero ese punto de vista pasa por alto un aspecto importante. La Segunda Venida es el advenimiento del hombre, el momento en que la humanidad construye por fin el templo de su mente.
—No sé —dijo Langdon, rascándose la barbilla—. No soy un experto en estudios bíblicos, pero estoy bastante seguro de que las Escrituras describen detalladamente un templo material, que es preciso construir. La estructura que describen consta de dos partes: un templo exterior, llamado sancta, y otro interior, el sanctasanctórum, separado del otro por un delgado velo.
Katherine sonrió.
—Para ser un escéptico de la Biblia, tienes muy buena memoria. Por cierto, ¿has visto alguna vez un cerebro humano? Consta de dos partes: una exterior, llamada duramadre, y otra interior, la piamadre. Ambas están separadas por la aracnoides, un velo semejante a una tela de araña.
Él hizo un gesto de sorpresa.
Suavemente, Katherine alargó la mano y la apoyó en la sien de Langdon.
—Éste es tu templo, Robert.
Mientras Langdon intentaba procesar lo que Katherine acababa de decirle, recordó inesperadamente un pasaje del Evangelio gnóstico de María: «Donde está la mente, está el tesoro».
—Quizá hayas oído hablar —dijo Katherine, bajando la voz— de los escáneres cerebrales realizados a yoguis durante la meditación. En estados avanzados de concentración, el cerebro humano crea una sustancia física similar a la cera, secretada por la glándula pineal. Esa secreción cerebral no se parece a ninguna otra del cuerpo. Tiene increíbles efectos curativos, puede regenerar las células, y quizá sea una de las razones por las que los yoguis son tan longevos. Te estoy hablando de auténtica ciencia, Robert. Esa sustancia tiene propiedades inconcebibles y sólo puede ser generada por una mente absolutamente enfocada en un estado de concentración profunda.
—Recuerdo haber leído algo al respecto, hace varios años.
—Sí, probablemente. Y a propósito, supongo que recordarás la narración bíblica del maná que cae del cielo.
Langdon no veía la conexión.
—¿Te refieres a la sustancia mágica que cayó del cielo para dar de comer a los hambrientos?
—Exacto. Se decía que curaba a los enfermos, otorgaba larga vida y, curiosamente, no producía deyecciones en quienes la consumían. —Katherine hizo una pausa, como esperando a que Langdon comprendiera—. ¡Robert! —lo aguijonéo—. ¡Un alimento que cae del cielo! —Se golpeó la sien con un dedo—. ¡Que cura mágicamente! ¡Que no produce deyecciones! ¿No lo ves? ¡Es un código, Robert! «Templo» significa «cuerpo», «cielo» significa «mente», la «escalera de Jacob» es la columna vertebral, y el «maná» es esa rara secreción cerebral. Cuando veas esas palabras en la Biblia, presta atención, porque a menudo son marcadores que señalan un significado más profundo, oculto bajo la superficie.
Katherine siguió explicándole con elocuente vehemencia que esa misma sustancia mágica aparecía en todas las manifestaciones de los antiguos misterios: era el néctar de los dioses, el elixir de la vida, la fuente de la eterna juventud, la piedra filosofal, la ambrosía, el rocío, el ojas y el soma. Después, su amiga se embarcó en una exhaustiva descripción de la glándula pineal, como representación del ojo de Dios, que todo lo ve.
—En Mateo 6, 22 —dijo con entusiasmo—, el Evangelio no habla de los ojos, sino del ojo. Dice: «Si tu ojo está sano, entonces todo tu cuerpo estará lleno de luz». Ese concepto está representado también por el ajna o sexto chakra, y por el punto que los hindúes se marcan en la frente, que…
Katherine se detuvo en seco con expresión avergonzada.
—Oh, lo siento… Estoy divagando. ¡Es que me entusiasma tanto todo esto! Llevo muchos años estudiando lo que dijeron los antiguos acerca del increíble poder mental del hombre, y ahora la ciencia nos demuestra que es posible acceder a ese poder mediante un proceso físico. Bien utilizado, nuestro cerebro puede desplegar poderes literalmente sobrehumanos. La Biblia, como muchos textos antiguos, es una exposición detallada de la máquina más compleja jamás creada: la mente humana. —Lanzó un suspiro—. Increíblemente, hasta ahora la ciencia no ha hecho más que rascar la superficie de la enorme potencialidad de la mente.
—Y tu trabajo en el campo de la noética será un salto gigantesco hacia el futuro…
—O hacia el pasado —replicó ella—. Los antiguos ya conocían muchas de las verdades científicas que ahora estamos redescubriendo. En cuestión de años, el hombre moderno se verá obligado a aceptar lo que ahora es impensable: nuestros cerebros podrán generar energía capaz de transformar el mundo físico. —Hizo una pausa—. Las partículas reaccionan con nuestros pensamientos…, lo que significa que nuestros pensamientos tienen el poder de cambiar el mundo.
Langdon esbozó una sonrisa.
—Las conclusiones de mi investigación son éstas —prosiguió Katherine—. Dios es algo muy real: una energía mental que lo impregna todo. Y nosotros, los seres humanos, hemos sido creados a su imagen y semejanza…
—¿Cómo? —la interrumpió él—. ¿Dices que hemos sido creados a imagen y semejanza de una energía mental?
—Exactamente. Nuestros cuerpos físicos han evolucionado a través del tiempo, pero nuestra mente fue creada a imagen y semejanza de Dios. Nuestra lectura de la Biblia es demasiado literal. Decimos que Dios nos creó a su imagen, pero no es nuestro cuerpo físico lo que se parece a Dios, sino nuestra mente.
Langdon guardó silencio, completamente absorbido por la idea.
—Ése es el gran don, Robert, y Dios está esperando a que lo comprendamos. En el mundo entero, levantamos la vista al cielo y esperamos a Dios…, sin darnos cuenta de que Él nos está esperando a nosotros. —Katherine hizo una pausa para dar tiempo a que Langdon asimilara sus palabras—. Somos creadores, pero ingenuamente asumimos el papel de «creados». Nos vemos como corderos indefensos, manipulados y zarandeados por el Dios que nos creó. Nos arrodillamos como niños asustados y le suplicamos que nos ayude, que nos perdone y que nos conceda suerte. Pero cuando por fin entendamos que verdaderamente hemos sido creados a su imagen y semejanza, entonces empezaremos a comprender que también nosotros debemos ser creadores. Cuando entendamos eso, se abrirán todas las puertas para la realización del potencial humano.
Langdon recordó un pasaje de la obra del filósofo Manly P. Hall que siempre lo había impresionado: «Si el infinito no hubiera deseado que el hombre fuera sabio, no le habría otorgado la facultad de conocer». Volvió a levantar la vista para contemplar La apoteosis de Washington, el ascenso simbólico del hombre a la categoría de dios. «El creado… convertido en Creador».
—Lo más asombroso de todo —dijo Katherine— es que, en cuanto los humanos comencemos a explotar nuestro verdadero poder, tendremos un enorme control sobre todo nuestro mundo. Seremos capaces de diseñar la realidad, en lugar de reaccionar simplemente a sus dictados.
Langdon bajó la mirada.
—Creo que eso es bastante peligroso.
Katherine pareció sorprendida e impresionada.
—¡Sí, exactamente! Si los pensamientos afectan al mundo, entonces debemos tener mucho cuidado con lo que pensamos. Los pensamientos destructivos también tienen su influencia, y todos sabemos que es mucho más fácil destruir que crear.
Langdon pensó en todas las tradiciones que insistían en la necesidad de proteger la antigua sabiduría de aquellos que no la merecían y de compartirla únicamente con los iluminados. Pensó en el Colegio Invisible y en el gran científico Isaac Newton, que había pedido a Robert Boyle la mayor discreción respecto a su investigación secreta. «No se puede comunicar —escribió Newton en 1676— sin un daño inmenso para el mundo».
—Hay un aspecto interesante en todo eso —dijo Katherine—. La gran ironía es que todas las religiones del mundo, durante siglos, han instado a sus fieles a abrazar los conceptos de «fe» y «creencia». Ahora la ciencia, que durante siglos ha tachado a la religión de superstición infundada, debe admitir que su próxima gran frontera es literalmente la ciencia de la «fe» y de la «creencia»: el poder de la convicción y la intención concentradas. La misma ciencia que erosionó nuestra fe en los milagros ahora está construyendo un puente para salvar el abismo que creó.
Langdon consideró durante un buen rato sus palabras. Después, lentamente, volvió a levantar la vista hacia la Apoteosis.
—Tengo una objeción —dijo, mirando otra vez a Katherine—. Aunque acepte por un instante, sólo por un instante, que tengo el poder de cambiar el mundo físico con la fuerza de la mente y de hacer que se manifieste todo aquello que deseo…, me temo que no encuentro nada en mi vida que me haga pensar que estoy en posesión de semejante poder.
Ella se encogió de hombros.
—Eso es que no has buscado con suficiente empeño.
—¡Vamos! Quiero una respuesta de verdad. Ésa es la respuesta de un sacerdote y yo quiero la de una científica.
—¿Quieres una respuesta de verdad? La tendrás. Si te doy un violín y te digo que tienes la capacidad de producir una música maravillosa, no te estaré mintiendo. Es cierto que tienes esa capacidad, pero necesitarás muchísimo tiempo y esfuerzo para ponerla en práctica. Con el uso de la mente pasa lo mismo, Robert. El pensamiento bien dirigido es una habilidad que se aprende. Para materializar una intención, hace falta una concentración con la intensidad de un láser, una visualización que abarque todos los sentidos y una fe profunda. Lo hemos demostrado en el laboratorio. Y al igual que sucede con el violín, hay gente con más talento natural que otra. Piensa en la historia. Piensa en las vidas de todos los iluminados que obraron milagros.
—Por favor, Katherine, no me digas que de verdad crees en milagros. ¿Realmente crees en lo de transformar el agua en vino y curar a los enfermos con sólo tocarlos?
Ella hizo una inspiración profunda y exhaló lentamente el aire.
—He visto a gente transformar células cancerosas en células sanas sólo con pensar en ellas. He visto cómo la mente humana puede transformar el mundo físico de mil maneras diferentes. Cuando has sido testigo de algo así, Robert, cuando esas cosas han pasado a formar parte de tu realidad, entonces creer en algunos de los milagros que aparecen en los libros es sólo cuestión de grado.
Langdon estaba pensativo.
—Es una manera muy estimulante de contemplar el mundo, Katherine, pero a mí me exigiría un esfuerzo de fe del que no me siento capaz. Como sabes, la fe nunca ha sido mi fuerte.
—Entonces no pienses que es fe. Piensa sólo en cambiar de perspectiva y en aceptar que el mundo no es exactamente como lo imaginas. A lo largo de la historia, todos los grandes avances científicos comenzaron con una simple idea que amenazaba con derribar todas nuestras convicciones. Una aseveración tan sencilla como que la Tierra es redonda fue ridiculizada como algo imposible porque la mayoría de la gente pensaba que, si así hubiera sido, se habría derramado el agua de todos los océanos. El heliocentrismo fue tildado de herejía. Las mentes pequeñas siempre atacan lo que no entienden. Hay gente que crea y gente que destruye. Esa dinámica existe desde el principio de los tiempos. Pero, al final, los creadores encuentran creyentes y, cuando el número de creyentes alcanza una masa crítica, entonces el mundo se vuelve redondo, y el sistema solar, heliocéntrico. La percepción se transforma y nace una nueva realidad.
Langdon asintió mientras sus pensamientos empezaban a divagar.
—Tienes una expresión curiosa —le dijo ella.
—Sí, quizá. No sé por qué, pero me estaba acordando de cuando salía por la noche con la canoa y remaba hasta el centro del lago, para tumbarme bajo las estrellas y pensar en esas cosas.
Ella asintió porque sabía de qué hablaba Langdon.
—Todos tenemos un recuerdo similar. Por alguna razón, tumbarse en el suelo para contemplar el cielo… abre la mente. —Levantó la vista al techo y pidió—: Dame tu americana.
—¿Qué?
Él se la quitó y se la dio.
Katherine la dobló un par de veces y la depositó sobre la pasarela, a modo de almohada.
—Acuéstate.
Langdon se echó de espaldas y Katherine le apoyó la cabeza sobre la mitad de la americana doblada. Después se acostó a su lado. Parecían dos niños tumbados hombro con hombro en la estrecha pasarela, contemplando el enorme fresco de Brumidi.
—Muy bien —susurró ella—. Ahora intenta recuperar aquella actitud mental. Eres un chico tumbado en una canoa, mirando las estrellas, con la mente abierta y llena de asombro y maravilla.
Langdon trató de obedecer, aunque en ese momento, cómodamente acostado, empezó a sentir que el cansancio lo invadía. Cuando la vista se le empezó a volver borrosa, percibió sobre su cabeza una forma vaga, que de inmediato lo hizo despertar.
«¿Será posible?»
Le parecía mentira no haberlo visto antes, pero las figuras de La apoteosis de Washington estaban claramente dispuestas en dos anillos concéntricos: un círculo dentro de otro círculo.
«¿También la Apoteosis es un circumpunto?»
Se preguntó qué otras cosas le habrían pasado inadvertidas esa noche.
—Quiero decirte algo importante, Robert. Hay otro aspecto en todo esto, un aspecto que, según creo, es el más sorprendente de mi investigación.
«¿Todavía hay más?»
Katherine se incorporó sobre un codo.
—Y te aseguro que si nosotros, los seres humanos, fuéramos capaces de asumir con sinceridad esa única y sencilla verdad, el mundo cambiaría de la noche a la mañana.
Para entonces Langdon la escuchaba con toda su atención.
—Como preámbulo de lo que voy a decirte —prosiguió ella—, me gustaría recordarte los mantras masónicos de «reunir lo que está disperso», obtener «orden del caos» y lograr la «unión».
—Continúa —dijo Langdon, intrigado.
Katherine bajó los ojos y le sonrió.
—Hemos demostrado científicamente que el poder de cada pensamiento humano crece exponencialmente con el número de mentes que lo comparten.
Langdon guardó silencio mientras se preguntaba adónde querría llegar ella con esa idea.
—Lo que intento decir es que… dos cabezas son mejor que una, pero no son el doble de buenas, sino mucho más que el doble. Cuando muchas mentes trabajan a la vez, el efecto de sus pensamientos se multiplica exponencialmente. Es el poder inherente de los grupos de oración, de los círculos de curación, de los cánticos entonados al unísono y del culto practicado en masa. La idea de «conciencia universal» no es un vago concepto de la Nueva Era, sino una firme realidad científica. Si conseguimos controlarla y utilizarla, transformaremos el mundo. Ése es el hallazgo fundamental de la ciencia noética. ¿Y sabes algo más? Ya está pasando. Puedes sentirlo a tu alrededor. La tecnología nos está interconectando de maneras que nunca habríamos creído posibles: Twitter, Google, la Wikipedia y mil cosas más se combinan para crear una red de mentes interconectadas. —Se echó a reír—. Y te aseguro que en cuanto publique mi obra, el tweet más corriente de todo el Twitter será «estoy aprendiendo ciencia noética», y estallará el interés por la materia.
Langdon sentía los párpados increíblemente pesados.
—¿Puedes creer que todavía no he aprendido a mandar un tweeter?
—Un tweet —lo corrigió ella, riendo.
—¿Perdón?
—Nada, no importa. Cierra los ojos. Te despertaré cuando sea la hora.
Langdon se dio cuenta de que había olvidado por completo la vieja llave que les había dado el Arquitecto… y la razón por la que habían subido hasta allí. Mientras una nueva oleada de cansancio lo invadía, cerró los ojos y, en la oscuridad de su mente, se sorprendió pensando en la «conciencia universal», en los escritos de Platón sobre la «mente del mundo» o la «reunión de Dios», y en el «inconsciente colectivo» de Jung. El concepto era tan sencillo como asombroso.
«Dios está en la unión de Muchos… y no en Uno».
—Elohim —dijo de pronto Langdon, abriendo súbitamente los ojos por lo inesperado de la conexión que acababa de establecer.
—¿Qué has dicho? —preguntó Katherine, que no había dejado de mirarlo.
—Elohim —repitió él—. ¡La palabra hebrea que designa a Dios en el Antiguo Testamento! Siempre me había intrigado.
Katherine le sonrió porque sabía lo que quería decir.
—Es plural, ¿verdad?
«¡Exacto!»
Langdon nunca había entendido por qué los primeros pasajes de la Biblia se referían a Dios como un ser plural. Elohim. En el Génesis, Dios Todopoderoso no aparecía descrito como Uno, sino como Muchos.
—Dios es plural —susurró Katherine— porque las mentes de la humanidad son plurales.
Los pensamientos de Langdon se arremolinaban para entonces en una gran espiral: sueños, recuerdos, esperanzas, temores, revelaciones… Todo giraba por encima de su cabeza en la cúpula de la Rotonda. Cuando ya empezaban a cerrársele los ojos por segunda vez, se encontró contemplando fijamente tres palabras en latín, pintadas en el fresco de la Apoteosis.
E PLURIBUS UNUM.
«De muchos, uno. De la pluralidad, la unidad», pensó, poco antes de quedarse dormido.