Capítulo 131

La escalera de caracol que desciende a lo largo del eje del Monumento a Washington consta de 896 peldaños de piedra que bajan en espiral, alrededor del hueco del ascensor. Langdon y Solomon estaban bajando, y el profesor aún no acababa de asimilar el hecho sorprendente que su amigo le había revelado apenas unos momentos antes: «Robert, en el interior de la piedra angular hueca de este monumento, nuestros antepasados sepultaron un ejemplar solitario de la Palabra, una Biblia que aguarda en la oscuridad, al pie de esta escalera».

Durante el descenso, Peter se detuvo repentinamente en un rellano y balanceó el haz de la linterna hasta iluminar un gran medallón de piedra incrustado en la pared.

«¡¿Qué es esto?!» Langdon se sobresaltó al ver la figura grabada.

El medallón representaba a un temible personaje enfundado en una capa, con una guadaña en la mano y de rodillas junto a un reloj de arena. Tenía un brazo levantado, con el dedo índice extendido, apuntando directamente a una gran Biblia abierta, como diciendo: «Ahí está la respuesta».

Langdon contempló el grabado y luego se volvió hacia Peter.

Los ojos de su mentor relucían de misterio.

—Quiero que pienses bien una cosa, Robert. —Su voz despertó ecos en el hueco vacío de la escalera—. ¿Por qué crees que la Biblia ha sobrevivido a miles de años de historia tumultuosa? ¿Por qué sigue ahí? ¿Quizá porque sus historias ofrecen una lectura apasionante? Desde luego que no. Pero hay una razón. Hay una razón para que los monjes cristianos pasen toda la vida tratando de descifrar la Biblia, y para que los místicos y cabalistas judíos se empeñen en analizar el Antiguo Testamento. Y esa razón, Robert, es que existen poderosos secretos escondidos en las páginas de esos libros antiguos, secretos que son una vasta reserva de sabiduría inexplotada, a la espera de ser descubierta.

No era la primera vez que Langdon oía la teoría de que las Sagradas Escrituras ocultaban un significado secreto, un mensaje escondido tras un velo de alegorías, simbolismo y parábolas.

—Los profetas nos advierten —continuó Peter— de que el lenguaje utilizado para dar a conocer sus misterios es críptico. El Evangelio de san Marcos nos dice: «A vosotros es dado saber el misterio…, pero todas las cosas están en parábolas». Proverbios advierte de que los sabios hablan en «enigmas», mientras que la Epístola a los Corintios habla de «sabiduría oculta», y el Evangelio de san Juan anuncia: «Os hablaré en parábolas… y usaré palabras oscuras».

«Palabras oscuras», repitió mentalmente Langdon, sabedor de que esa extraña frase aparecía en repetidas ocasiones en Proverbios, así como en el salmo 78.

«Abriré mi boca en parábolas y evocaré palabras oscuras del pasado».

El concepto de «palabra oscura», según había estudiado Langdon, no guardaba ninguna relación con una posible «maldad» de la palabra, sino que indicaba que su verdadero significado estaba escondido, oculto a la luz.

—Por si te quedara alguna duda —añadió Peter—, Corintios nos dice abiertamente que las parábolas tienen dos capas de significado: «leche para los bebés y alimento sólido para los hombres», donde la «leche» es una enseñanza simplificada, destinada a las mentes infantiles, mientras que el «alimento sólido» es el mensaje verdadero, sólo accesible a las mentes maduras.

Peter levantó la linterna y volvió a iluminar el grabado del personaje de la capa, que señalaba con mano firme la Biblia.

—Conozco tu escepticismo, Robert, pero piensa un momento. Si no hay un significado oculto en la Biblia, entonces ¿cómo explicas que su estudio haya obsesionado a tantas de las grandes mentes de la historia, entre ellas a varios científicos brillantes de la Royal Society? Sir Isaac Newton escribió más de un millón de palabras en su intento de descifrar el verdadero significado de las Escrituras, incluido un manuscrito de 1704 en el que afirmaba haber hallado información científica oculta en la Biblia.

Langdon sabía que era cierto.

—Y sir Francis Bacon —prosiguió Peter—, la eminencia contratada por el rey Jacobo para crear literalmente la Biblia en lengua vernácula que quería el monarca, estaba tan convencido de que las Escrituras contenían un mensaje cifrado que no vaciló en añadirle sus propios códigos, que aún hoy se estudian. Por supuesto, como bien sabes, Bacon era rosacruz y escribió La sabiduría de los antiguos. —Peter sonrió—. Incluso un iconoclasta como el poeta William Blake insinuó que debemos leer entre líneas.

Langdon conocía sus versos:

AMBOS LEEMOS LA BIBLIA POR LA NOCHE Y LA MAÑANA,

MAS TÚ LEES LO QUE DICE Y YO LEO LO QUE CALLA.

—Y no fueron sólo las eminencias europeas —continuó Peter, bajando ahora más velozmente—. También aquí, Robert, en el corazón de esta joven nación, los más brillantes de nuestros predecesores, como John Adams, Ben Franklin y Thomas Paine, nos advirtieron de los peligros de interpretar literalmente la Biblia. De hecho, Thomas Jefferson estaba tan convencido de que el verdadero significado de la Biblia estaba oculto que recortó literalmente las páginas y reeditó el libro, con la esperanza, según sus propias palabras, «de eliminar todo andamiaje artificial y restaurar las doctrinas auténticas».

Langdon ya conocía ese curioso dato. La Biblia de Jefferson, que aún se seguía vendiendo, incluía muchas de sus controvertidas revisiones, entre ellas, la eliminación del nacimiento virginal y la resurrección. Increíblemente, durante la primera mitad del siglo XIX, todos los miembros del Congreso de Estados Unidos recibían una Biblia de Jefferson como regalo, después de su elección.

—Peter, ya sabes que este tema me resulta fascinante, y comprendo que para una mente brillante pueda ser tentador imaginar que las Escrituras encierran algún significado oculto, pero nada de eso me parece lógico. Cualquier profesor mínimamente capaz te dirá que la enseñanza nunca se imparte en clave.

—¿Qué quieres decir?

—Los profesores enseñamos, Peter; hablamos con claridad. Los profetas fueron los maestros más grandes de la historia. ¿Para qué iban a oscurecer deliberadamente su lenguaje? Si esperaban cambiar el mundo, ¿qué sentido tenía que hablaran en clave? ¿Por qué no hablar abiertamente, para que todos pudieran entender?

Peter volvió la cabeza y miró a su amigo por encima del hombro mientras bajaba la escalera; parecía sorprendido por la pregunta.

—Robert, la Biblia no habla con claridad por la misma razón que las antiguas escuelas de misterios se ocultaban, por la misma razón que los neófitos tenían que ser iniciados antes de aprender las enseñanzas secretas de los siglos, y por la misma razón que los científicos del Colegio Invisible se negaban a compartir sus conocimientos con los demás. Esa información es poderosa, Robert. Los antiguos misterios no se pueden vocear desde los tejados. Los misterios son una antorcha flamígera, que en manos de un sabio puede iluminar el camino, pero en manos de un lunático puede incendiar el mundo.

Langdon se detuvo en seco. «¿Qué me está diciendo?»

—Yo te estoy hablando de la Biblia, Peter. ¿Qué tienen que ver los antiguos misterios?

Peter se volvió.

—¿No lo ves, Robert? Los antiguos misterios y la Biblia son la misma cosa.

Langdon se lo quedó mirando, perplejo.

Su amigo guardó silencio durante unos segundos, esperando a que Robert asimilara la idea.

—La Biblia es uno de los libros que han transmitido los antiguos misterios a lo largo de la historia. Sus páginas intentan desesperadamente contarnos el secreto. ¿No lo entiendes? Las «palabras oscuras» de la Biblia son los susurros de los maestros de la antigüedad, que nos revelan en voz baja toda su sabiduría secreta.

Langdon no dijo nada. Los antiguos misterios, tal como él los entendía, eran una especie de manual de instrucciones para dominar el poder latente de la mente humana, una receta para la apoteosis personal. Nunca había podido aceptar que los misterios encerraran un poder especial y, ciertamente, la idea de que la Biblia contuviera la clave para acceder a ellos le parecía imposible de admitir.

—Peter, la Biblia y los antiguos misterios son dos cosas completamente opuestas. Los misterios hablan del dios que tienes en tu interior, del hombre como ser divino. La Biblia, en cambio, habla del dios que está por encima de ti…, y presenta al hombre como un pecador sin ningún poder.

—¡Así es! ¡Correcto! ¡Has señalado exactamente el problema! En el instante en que el hombre se separó de Dios, el verdadero significado de la Palabra se perdió. Hoy las voces de los antiguos maestros han quedado sofocadas, perdidas en medio del alboroto caótico de quienes se autoproclaman portadores de la Palabra, de aquellos que vociferan que sólo ellos la comprenden…, y que la Palabra está escrita única y exclusivamente en su idioma.

Peter siguió bajando la escalera.

—Robert, tú y yo sabemos que los antiguos se espantarían si vieran lo mucho que se han tergiversado sus enseñanzas…, si vieran que la religión se presenta como una especie de peaje para acceder al cielo…, si supieran que los soldados marchan a la guerra convencidos de que Dios está de su parte. Hemos perdido la Palabra y, sin embargo, su verdadero significado aún está a nuestro alcance, justo delante de nuestros ojos. Está presente en todos los textos perdurables, desde la Biblia y el Bhagavad Gita, hasta el Corán y muchos otros. Todos esos textos son venerados en el altar de la masonería porque los masones comprendemos lo que el mundo parece haber olvidado: que cada uno de esos textos, a su manera, nos susurra exactamente el mismo mensaje. —La voz de Peter se inflamó de emoción—: «¿Acaso no sabéis que sois dioses?»

Langdon estaba sorprendido por la forma en que esa conocida frase de la antigüedad parecía empeñada en salir a relucir esa noche. Había reflexionado al respecto mientras hablaba con el deán Galloway, y también en el Capitolio, mientras intentaba explicar La apoteosis de Washington.

Peter redujo el volumen de la voz a un murmullo.

—Buda dijo: «Dios eres tú». Jesús nos enseñó que el reino de los cielos está en nosotros, y hasta nos prometió que podríamos obrar los mismos milagros que él, e incluso mayores. El primer antipapa, Hipólito de Roma, mencionó el mismo mensaje, que formuló por primera vez el maestro gnóstico Monoimo: «Abandona la búsqueda de Dios y tómate a ti mismo como punto de partida».

Langdon recordó de pronto una imagen de la Casa del Templo, donde el sitial del vigilante tenía un consejo grabado en el respaldo: CONÓCETE A TI MISMO.

—Un hombre sabio me dijo una vez —prosiguió Peter con voz apenas audible— que la única diferencia entre Dios y nosotros es que nosotros hemos olvidado nuestra naturaleza divina.

—Peter, te entiendo, de verdad que te entiendo. Y me encantaría creer que somos dioses, pero no veo ningún dios en este mundo. No veo ningún superhombre. Puedes hablarme de los supuestos milagros de la Biblia, o de cualquier otro texto religioso, pero no son más que viejas historias inventadas por el hombre y exageradas con el paso del tiempo.

—Quizá —replicó Solomon—, o quizá simplemente necesitemos nuestra ciencia para recuperar la sabiduría de los antiguos. —Hizo una pausa—. Lo curioso es que… tengo la sensación de que la investigación de Katherine podría conducir precisamente a eso.

Langdon recordó de repente que Katherine había salido apresuradamente de la Casa del Templo, horas antes.

—Por cierto, ¿adónde iba?

—Volverá pronto —respondió Peter con una sonrisa—. Ha ido a confirmar un maravilloso golpe de suerte.

Fuera, al pie del monumento, Peter Solomon se sintió revitalizado al inhalar el aire frío de la noche y se puso a observar, divertido, cómo Langdon miraba fijamente el suelo, rascándose la cabeza y buscando en torno a la base del obelisco.

—Profesor —dijo en tono burlón—, la piedra angular que contiene la Biblia está bajo tierra. El libro no se puede ver ni tocar, pero te aseguro que está ahí.

—Te creo —repuso Langdon, que parecía perdido en sus pensamientos—. Es sólo que… acabo de ver algo.

Retrocedió unos pasos y se puso a inspeccionar la gigantesca plaza donde se erguía el Monumento a Washington. La explanada circular estaba revestida en su totalidad de piedra blanca, a excepción de dos líneas decorativas de piedra oscura que formaban dos anillos concéntricos alrededor del monumento.

—Un círculo dentro de otro círculo —dijo—. Nunca había notado que el Monumento a Washington se levanta en el centro de dos círculos concéntricos.

Peter sofocó una carcajada. «No se le escapa nada».

—Así es, el gran circumpunto…, el símbolo universal de Dios…, en la encrucijada de Estados Unidos. —Se encogió de hombros con fingida timidez—. Seguramente es una coincidencia.

Langdon parecía abstraído mientras ascendía con la vista a lo largo del obelisco iluminado, que refulgía blanquísimo sobre el negro profundo del cielo invernal.

Peter intuía que su amigo estaba empezando a ver el monumento como lo que realmente era: un recordatorio silencioso de la antigua sabiduría, el icono de un hombre ilustrado, en el corazón de una gran nación. Aunque Peter no podía ver el diminuto ápice de aluminio de la cúspide, sabía que estaba ahí: la mente iluminada del hombre, esforzándose por llegar al cielo.

Laus Deo.

—¿Peter? —Langdon se acercó a él con la expresión demudada de alguien que acabara de experimentar una iniciación mística—. Casi se me olvida —dijo mientras se metía la mano en el bolsillo y sacaba su anillo masónico—. Llevo toda la noche queriendo devolverte esto.

—Gracias, Robert.

Peter alargó la mano izquierda y cogió con admiración el anillo.

—¿Sabes? —añadió—. Todo el secreto y el misterio en torno a este anillo y la pirámide masónica han obrado un poderoso efecto en mi vida. Cuando era joven recibí la pirámide con la promesa de que ocultaba secretos místicos. Su mera existencia me hizo creer que verdaderamente había grandes misterios en el mundo. Azuzó mi curiosidad, alimentó mi capacidad de maravilla y me inspiró para que abriera la mente a los antiguos misterios. —Sonrió con serenidad mientras se deslizaba el anillo en el bolsillo—. Ahora me doy cuenta de que el verdadero propósito de la pirámide masónica no era revelar las respuestas, sino inspirar fascinación por ellas.

Los dos hombres permanecieron un largo rato en silencio al pie del monumento.

Cuando por fin Langdon habló, lo hizo en tono grave.

—Tengo que pedirte un favor, Peter, un favor de amigo.

—Por supuesto, lo que quieras.

En tono firme, Langdon le pidió lo que quería.

Solomon asintió, sabiendo que su amigo tenía razón.

—Lo haré.

—Ahora mismo —añadió Robert, dirigiéndose al Escalade, que los estaba esperando.

—De acuerdo, pero con una condición.

Robert Langdon levantó la vista al cielo, riendo entre dientes.

—No sé cómo lo haces, pero siempre acabas teniendo la última palabra.

—Sí, y todavía hay una última cosa que quiero que Katherine y tú veáis.

—¿A esta hora?

Solomon sonrió con afecto a su viejo amigo.

—Es el tesoro más espectacular de Washington… y algo que muy pocas personas han visto.