Robert Langdon quedó electrizado ante el portal de cristal, asimilando la fuerza del paisaje que se extendía a sus pies. Tras ascender más de cien metros sin saberlo, estaba admirando una de las vistas más espectaculares que había contemplado en su vida.
La reluciente cúpula del Capitolio se levantaba como una montaña en el extremo oriental del National Mall. A ambos lados del edificio, dos líneas paralelas de luz se extendían hacia él; eran las fachadas iluminadas de los museos de la Smithsonian, faros del arte, la historia, la ciencia y la cultura.
Langdon comprendió entonces, para su asombro, que gran parte de lo que Peter le había asegurado era literalmente cierto.
«Es verdad que hay una escalera de caracol que desciende decenas de metros, bajo una piedra enorme».
El colosal vértice del obelisco se encontraba justo sobre su cabeza, y Langdon recordó entonces un dato sin importancia, que de pronto le pareció investido de una misteriosa relevancia: el vértice del Monumento a Washington pesaba exactamente tres mil trescientas libras[7].
«Treinta y tres centenas. Otra vez el mismo número».
Más sorprendente, sin embargo, fue recordar que el remate del vértice, en lo alto del obelisco, era una diminuta y lustrosa punta de aluminio, metal que en su día había sido más valioso que el oro. El refulgente ápice del Monumento a Washington medía apenas unos treinta centímetros de altura, lo mismo que la pirámide masónica. Y por increíble que pudiera parecer, esa pequeña pirámide de metal tenía grabada una famosa inscripción: . Súbitamente, Langdon lo comprendió todo.
«Ése es el verdadero mensaje inscrito en la base de la pirámide de piedra».
«¡Los siete símbolos son una transliteración!»
El más sencillo de los códigos.
«Los símbolos son letras».
La escuadra de cantero — L
El símbolo del oro — AU
La sigma griega — S
La delta griega — D
El mercurio de los alquimistas — E
El uróboros — O
—Laus Deo —murmuró Langdon.
La conocida frase latina, que significaba «alabado sea Dios», estaba inscrita en el remate del Monumento a Washington, en caracteres cursivos de menos de tres centímetros de altura. «A la vista de todos y, aun así, invisibles».
.
—Alabado sea Dios —dijo Peter tras él mientras encendía la luz tenue del mirador—. El mensaje final de la pirámide masónica.
Langdon se volvió. Al ver que su amigo lo miraba con una ancha sonrisa, recordó que Peter incluso había llegado a usar esas mismas palabras —«¡alabado sea Dios!»— cuando estaban en la biblioteca masónica. «Y ni siquiera entonces lo comprendí».
Sintió un estremecimiento al reparar en lo apropiado que resultaba que la pirámide masónica los hubiera guiado precisamente hasta allí, hasta el gran obelisco de la capital estadounidense, el símbolo de la antigua sabiduría mística, tendido hacia el cielo en el corazón de la nación.
Completamente fascinado, Langdon empezó a desplazarse en sentido antihorario en torno al perímetro del diminuto recinto cuadrado, hasta llegar a una segunda ventana panorámica.
«El norte».
Por la ventana orientada al norte descubrió la familiar silueta de la Casa Blanca, justo delante de él. Levantó los ojos al horizonte, donde Sixteenth Street discurría rectilínea, al norte de la Casa del Templo.
«Estoy al sur de Heredom».
Siguió recorriendo el perímetro hasta la ventana siguiente. Mirando al oeste, sus ojos trazaron el largo rectángulo del estanque del Lincoln Memorial, cuyas aguas reflejaban la arquitectura griega clásica del edificio, inspirada en el Partenón de Atenas, el templo de Atenea, la diosa de las empresas heroicas.
«Annuit coeptis —pensó Langdon—. Dios aprueba nuestra empresa».
Prosiguió hasta la última ventana y miró hacia el sur, a través de las aguas oscuras del Tidal Basin, donde el Jefferson Memorial brillaba intensamente en la noche. Como bien sabía Langdon, su cúpula de suave pendiente tomaba como modelo el Panteón, la casa original de los grandes dioses de la mitología romana.
Después de mirar en las cuatro direcciones, Langdon pensó en las fotografías aéreas que había visto del National Mall, con los cuatro brazos extendidos desde el Monumento a Washington, en el centro, hacia los cuatro puntos cardinales. «Estoy en el punto donde se cruzan los caminos de este país».
Langdon siguió su recorrido por el perímetro del recinto hasta volver adonde estaba Peter. Su mentor se veía radiante.
—Bueno, Robert, aquí es. Aquí está sepultada la Palabra Perdida. La pirámide masónica nos ha conducido hasta aquí.
Langdon lo miró asombrado. Había olvidado por completo la Palabra Perdida.
—No conozco a nadie que me merezca más confianza que tú, Robert, y después de una noche como ésta, creo que tienes derecho a saberlo todo. Tal como promete la leyenda, la Palabra Perdida está enterrada al pie de una escalera de caracol.
Indicó con un gesto el hueco de la larga escalera del monumento.
Langdon por fin empezaba a recuperarse, pero no pudo evitar una expresión de desconcierto.
Rápidamente, Peter se metió una mano en el bolsillo y sacó un pequeño objeto.
—¿Reconoces esto?
Langdon cogió la caja de piedra que Peter le había confiado mucho tiempo atrás.
—Sí, pero me temo que no cumplí muy bien la promesa de protegerla.
Solomon rio entre dientes.
—Quizá haya llegado el momento de que vea la luz.
Langdon miró el cubo de piedra, preguntándose para qué se lo habría dado Peter.
—¿A qué te recuerda?
Robert contempló la inscripción —1514— y recordó su primera impresión, cuando Katherine había desenvuelto el paquete.
—Parece una piedra angular.
—Exacto —replicó Peter—. Verás, quizá haya algunas cosas que ignores acerca de las piedras angulares. En primer lugar, la idea misma de colocar una piedra angular viene del Antiguo Testamento.
Langdon asintió.
—Del libro de los Salmos.
—Correcto. Además, una auténtica piedra angular siempre ha de estar sepultada en el subsuelo, como símbolo del primer paso que da el edificio, de la tierra a la luz celestial.
Langdon dirigió la vista al Capitolio y recordó que su piedra angular estaba enterrada tan profundamente en los cimientos que hasta entonces ninguna excavación había conseguido localizarla.
—Y por último —añadió Solomon—, al igual que la caja de piedra que tienes en la mano, muchas piedras angulares tienen en su interior pequeñas cavidades abovedadas, donde se guardan y entierran tesoros (o talismanes, si prefieres llamarlos así), que son símbolos de esperanza en el futuro del edificio que está a punto de ser construido.
Langdon conocía bien la tradición. Sabía que los masones seguían colocando piedras angulares, en cuyo interior guardaban objetos llenos de significado: cápsulas del tiempo, fotografías, proclamas e incluso cenizas de personas importantes.
—El propósito de que te hable de todo esto —dijo Peter, mirando al hueco de la escalera— debería resultarte claro.
—¿Crees que la Palabra Perdida está enterrada en la piedra angular del Monumento a Washington?
—No lo creo, Robert; lo sé. La Palabra Perdida fue sepultada en la piedra angular de este monumento, el 4 de julio de 1848, con un completo ritual masónico.
Langdon lo miró asombrado.
—¿Nuestros antepasados masones enterraron una palabra?
Peter asintió.
—Así es, y lo hicieron porque conocían bien el poder de lo que estaban enterrando.
Durante toda la noche, Langdon había intentado amoldar la mente a conceptos vaporosos y ambiguos: los antiguos misterios, la Palabra Perdida, los secretos de los siglos… Ahora necesitaba algo sólido, y por más que Peter dijera que la clave de todo estaba enterrada en una piedra angular ciento setenta metros más abajo, le costaba mucho aceptarlo.
«Hay gente que dedica toda una vida al estudio de los misterios y ni siquiera así es capaz de acceder al poder que supuestamente encierran».
Langdon recordó de pronto el grabado de Durero, Melancolía I, la imagen del sabio desalentado, sentado en medio de los instrumentos de sus vanos esfuerzos por desvelar los secretos místicos de la alquimia. «Si es cierto que los secretos se pueden desvelar, es imposible que la clave esté en un solo lugar».
Langdon siempre había creído que la respuesta, fuera cual fuese, debía de estar dispersa por el mundo en miles de volúmenes, codificada en los textos de Pitágoras, Hermes, Heráclito, Paracelso y cientos de autores más. Tenía que estar en multitud de tomos polvorientos y olvidados de alquimia, misticismo, magia y filosofía. Debía de estar oculta en la antigua biblioteca de Alejandría, en las tablillas de arcilla de Sumer y en los jeroglíficos de Egipto.
—Lo siento, Peter —dijo Langdon, negando con la cabeza—. La comprensión de los antiguos misterios es un proceso que debe llevar toda la vida. No me parece concebible que la clave pueda residir en una sola palabra.
Peter le apoyó la mano sobre el hombro.
—Robert, la Palabra Perdida no es una «palabra» —sonrió—. La llamamos de ese modo porque así es como la llamaban los antiguos…, en el principio.