«Esto es una locura».
Como llevaba los ojos vendados, Robert Langdon no veía por dónde iban, mientras el Escalade avanzaba a gran velocidad hacia el sur, por las calles desiertas. Sentado a su lado, Peter Solomon guardaba silencio.
«¿Adónde me lleva Peter?»
La curiosidad de Langdon era una mezcla de intriga y aprensión, mientras su mente trabajaba a marchas forzadas, tratando por todos los medios de hacer encajar las piezas del enigma.
«¿La Palabra Perdida? ¿Enterrada al pie de una escalera, cubierta por una piedra enorme con símbolos grabados?»
Le parecía imposible.
Aún recordaba los símbolos supuestamente grabados en la piedra, pero al menos desde su punto de vista, su encadenamiento no parecía tener ningún sentido.
«La escuadra de cantero, símbolo de honestidad y autenticidad.
»El dígrafo Au, símbolo científico del oro como elemento químico.
»La letra sigma, que además de ser la “S” griega es el símbolo matemático que indica la suma de todas las partes.
»La letra delta, la “D” de los griegos, símbolo matemático de la variación.
»El mercurio, representado por su símbolo alquímico más antiguo.
»El uróboros, símbolo de la unión y de todo aquello que está completo».
Solomon todavía insistía en que los siete símbolos eran un «mensaje». Pero si en efecto era así, entonces Langdon no sabía interpretarlo.
El todoterreno redujo súbitamente la marcha, giró con brusquedad a la derecha y empezó a rodar sobre una superficie diferente, como si acabara de entrar en un sendero de acceso. Langdon irguió la espalda, prestando atención al menor indicio que pudiera darle una pista del lugar donde se encontraban. Habían viajado menos de diez minutos, y aunque al principio intentó seguir mentalmente el recorrido, no había tardado en perderse. Ni siquiera le habría sorprendido estar de vuelta en la Casa del Templo.
El Escalade se detuvo y Langdon oyó bajar una de las ventanillas.
—Agente Simkins, de la CIA —anunció el conductor—. Creo que nos están esperando.
—Así es —respondió una voz firme de militar—. La directora Sato nos ha telefoneado. Aguarde un momento mientras retiro la barrera de seguridad.
Langdon escuchaba con creciente confusión, convencido de estar entrando en una base militar. En cuanto el coche empezó a moverse otra vez, rodando por un tramo de pavimento inusualmente uniforme y liso, volvió la mirada ciega en dirección a Solomon.
—¿Dónde estamos, Peter? —quiso saber.
—No te quites la capucha —respondió su amigo con severidad.
Tras cubrir una breve distancia, el vehículo volvió a reducir la marcha y se detuvo. Simkins apagó el motor. Se oyeron más voces, que también parecían militares. Alguien pidió a Simkins su identificación. El agente la enseñó y habló un momento con los hombres, en voz baja.
De pronto Langdon sintió que se abría su puerta y unas manos fuertes lo ayudaban a bajar del coche. Hacía frío y soplaba el viento.
Solomon estaba a su lado.
—Robert, deja que el agente Simkins te guíe hasta el interior.
Langdon oyó el ruido de unas llaves metálicas en un cerrojo… y después, el crujido de una pesada puerta de hierro que se abría. Sonó como el mamparo de un buque antiguo.
«¿Adónde demonios me están llevando?»
Las manos de Simkins condujeron a Langdon en dirección a la puerta metálica. Juntos, franquearon un umbral.
—Siga adelante, profesor.
De pronto, lo rodeó el silencio. Todo estaba muerto, vacío. El aire del interior del recinto olía esterilizado y artificial.
Simkins y Solomon se situaron a los lados de Langdon y lo llevaron, sin permitirle ver nada, a lo largo de un pasillo reverberante de ecos. El suelo bajo sus mocasines parecía de piedra.
Detrás de ellos, la puerta de metal se cerró con un estruendo que sobresaltó a Langdon. Las llaves giraron en los cerrojos. Para entonces, Robert estaba sudando bajo la capucha. Habría querido arrancársela.
De pronto, dejaron de caminar.
Simkins le soltó el brazo y se oyeron una serie de pitidos electrónicos, seguidos de un zumbido inesperado, justo delante de ellos, que Langdon interpretó como la apertura automática de una puerta de seguridad.
—Señor Solomon, a partir de este punto, el señor Langdon y usted continuarán solos. Los esperaré aquí —dijo Simkins—. Llévese mi linterna.
—Gracias —repuso Peter—. No tardaremos mucho.
«¡¿Una linterna?!»
El corazón de Langdon palpitaba aceleradamente.
Peter lo cogió del brazo y avanzó un poco.
—Ven conmigo, Robert.
Los dos atravesaron lentamente otro umbral, y la puerta de seguridad se cerró con un zumbido tras ellos.
Peter se paró en seco.
—¿Algún problema?
De pronto, Langdon sintió un mareo que amenazaba con hacerle perder el equilibrio.
—Creo que necesito quitarme esta capucha.
—Todavía no. Ya casi hemos llegado.
—¿Adónde?
Langdon sentía una pesadez creciente en la boca del estómago.
—Te lo he dicho. Te estoy llevando a ver la escalera que baja hasta la Palabra Perdida.
—¡Peter, esto no me hace ninguna gracia!
—No intento ser gracioso, sino abrirte la mente, Robert. Intento recordarte que en este mundo aún hay misterios que ni siquiera tú has visto. Y antes de dar un solo paso más contigo, quiero que me hagas un favor. Quiero que creas, que solamente por un momento creas en la leyenda. Convéncete de que vas a ver una escalera de caracol que desciende decenas de metros, hasta uno de los mayores tesoros perdidos de la humanidad.
Langdon estaba mareado. Por mucho que hubiese querido creer a su estimado amigo, era incapaz de hacerlo.
—¿Está mucho más lejos?
Tenía la capucha de terciopelo empapada en sudor.
—No, sólo unos pasos más, al otro lado de una última puerta, que abriré ahora mismo.
Solomon lo soltó un momento y, cuando lo hizo, Langdon se tambaleó, sintiendo que la cabeza le daba vueltas. Notó que le costaba mantenerse en pie y alargó una mano en busca de estabilidad, pero Peter no tardó en volver a su lado. El zumbido de una pesada puerta automática se oyó delante de ellos. Peter cogió a Langdon por el brazo y los dos volvieron a avanzar.
—Por aquí.
Franquearon cautelosamente otro umbral y la puerta se deslizó tras ellos, cerrándose.
Frío y silencio.
Langdon sintió de inmediato que el lugar donde se encontraban, fuera lo que fuese, no tenía nada que ver con el mundo al otro lado de las puertas de seguridad. El aire era húmedo, gélido, y olía a encierro, como el de un sepulcro. Tenía la sensación de estar en un espacio pequeño, rodeado de gruesas paredes. Sintió avecinarse un acceso irracional de claustrofobia.
—Sólo unos pasos más.
A ciegas, Solomon lo hizo doblar una esquina y lo situó con cuidado en una posición precisa.
—Ahora quítate la capucha.
Langdon aferró el terciopelo y se lo arrancó de la cara. Miró a su alrededor para ver dónde estaba, pero seguía ciego. Se frotó los ojos. Nada.
—¡Peter, esto está oscuro como boca de lobo!
—Sí, ya lo sé. Alarga la mano. Delante de ti hay una barandilla. Cógela.
Langdon buscó a tientas en la oscuridad hasta encontrar una barandilla de metal.
—Ahora mira.
Oyó que Peter movía algo y, de pronto, el haz resplandeciente de una linterna perforó la oscuridad. Estaba orientado al suelo y, antes de que Langdon pudiera ver lo que había a su alrededor, Peter asomó la linterna por encima de la barandilla y apuntó el haz de luz directamente hacia abajo.
De pronto, Langdon se vio contemplando un pozo sin fondo…, una interminable escalera de caracol que descendía hacia las profundidades de la tierra.
«¡Dios mío!»
Sintiendo que le fallaban las rodillas, se agarró a la barandilla para no caer. Era una escalera de caracol cuadrada tradicional, en cuya caída Langdon pudo ver al menos treinta rellanos, antes de que la luz de la linterna se desvaneciera en la nada.
«¡Ni siquiera puedo distinguir el fondo!»
—Peter… —tartamudeó—, ¿qué sitio es éste?
—Te llevaré al pie de esa escalera dentro de un momento, pero antes tienes que ver otra cosa.
Demasiado anonadado para protestar, Langdon dejó que su amigo lo apartara del hueco de la escalera y lo guiara a través de la extraña y reducida cámara. Peter mantenía la linterna orientada hacia el desgastado suelo de piedra bajo sus pies, por lo que Langdon no podía hacerse una idea cabal del espacio a su alrededor, del que sólo intuía las escasas dimensiones.
«Una pequeña cámara de piedra».
No tardaron en llegar a la pared opuesta del recinto, donde había un rectángulo de vidrio incrustado. Langdon pensó que podía ser una ventana a otra habitación, y sin embargo, desde donde estaba, no vio más que oscuridad al otro lado.
—Adelante —dijo Peter—. Echa un vistazo.
—¿Qué hay ahí?
Por un breve instante, volvieron a la mente de Langdon la imagen de la cámara de reflexión en el sótano del Capitolio y su momentánea idea de que podía contener un portal hacia una gigantesca caverna subterránea.
—Solamente mira, Robert. —Solomon lo empujó hacia el cristal—. Y prepárate, porque estoy seguro de que vas a llevarte una sorpresa.
Sin saber qué esperar, Langdon avanzó hacia el cristal. Mientras se acercaba, Peter apagó la linterna, sumiendo la pequeña cámara en la más completa oscuridad.
A la espera de que sus ojos se adaptaran, Langdon buscó a tientas la pared y el cristal y, cuando los halló, acercó un poco más la cara al portal transparente.
Al otro lado, seguía sin distinguir nada más que oscuridad.
Se aproximó un poco más y apretó la cara contra el cristal.
Entonces, lo vio.
La oleada de conmoción y desorientación que le azotó el organismo le llegó hasta la médula y volvió del revés su brújula interna. Estuvo a punto de caer de espaldas, mientras su mente se esforzaba por aceptar la visión completamente inesperada que se abría ante sus ojos. Ni siquiera dando rienda suelta a toda su fantasía habría sido capaz Robert Langdon de adivinar lo que había al otro lado del cristal.
Tenía ante sí un espectáculo glorioso.
Allí, en la oscuridad, una brillante luz blanca resplandecía como una gema reluciente.
De pronto, Langdon lo comprendió todo: la barrera en el sendero de acceso, los guardias en la entrada principal, la pesada puerta metálica de la entrada, las puertas automáticas que zumbaban al abrirse o cerrarse, la desagradable sensación en la boca del estómago, la pérdida de equilibrio y la diminuta cámara de piedra donde ahora se encontraban.
—Robert —susurró Peter tras él—, a veces un cambio de perspectiva es lo único que se necesita para ver la luz.
Sin poder articular palabra, Langdon miraba fascinado por la ventana. Su mirada viajó por la oscuridad de la noche, atravesando casi dos kilómetros de espacio vacío, y descendió más… y todavía más…, a través de la oscuridad…, hasta posarse sobre la cúpula refulgente y blanquísima del Capitolio de Washington.
Nunca había visto el Capitolio desde esa perspectiva, a ciento setenta metros de altura, en la cúspide del gran obelisco egipcio de la capital estadounidense. Esa noche, por primera vez en su vida, había montado en el ascensor que sube hasta el minúsculo mirador…, situado en la cima del Monumento a Washington.