En el silencio del elegante cuarto de baño de la planta baja de la Casa del Templo, Robert Langdon dejó correr el agua caliente en un lavabo de mosaico y se miró al espejo. Incluso a la luz tenue del ambiente, se vio exactamente tal como se sentía: total y completamente extenuado.
Volvía a llevar colgada del hombro la bolsa de viaje, aunque mucho más ligera que antes y prácticamente vacía, a excepción de unos pocos efectos personales y las notas arrugadas para una conferencia. No pudo reprimir una risa entre dientes. Su visita de esa noche a Washington había resultado bastante más complicada de lo previsto.
Aun así, Langdon tenía muchos motivos para sentirse satisfecho.
«Peter está vivo.
»Y se ha detenido la transmisión del vídeo».
Mientras se arrojaba agua a la cara, sintió que volvía poco a poco a la vida. Todo seguía envuelto en una neblina confusa, pero la adrenalina que le inundaba el cuerpo se estaba disipando…, y él volvía a ser el mismo de siempre. Después de secarse las manos, consultó su reloj.
«¡Qué tarde es!»
Salió del baño y siguió la curva de la Galería del Honor, un pasillo que describía un gracioso arco, flanqueado por retratos de masones destacados: presidentes de Estados Unidos, filántropos, celebridades y otros estadounidenses influyentes. Se detuvo delante de una pintura al óleo de Harry S. Truman e intentó imaginarlo estudiando y celebrando los ritos y ceremonias necesarios para convertirse en masón.
«Hay un mundo oculto detrás de lo que está a la vista de todos. Para todos nosotros».
—Te habías escabullido —dijo una voz al final de la galería.
Langdon se volvió.
Era Katherine. Había vivido un infierno esa noche y, aun así, de pronto parecía radiante e incluso rejuvenecida.
Langdon le dedicó una sonrisa cansada.
—¿Cómo está Peter?
Katherine fue hacia él y lo abrazó con afecto.
—No sé cómo podré agradecértelo.
Él se echó a reír.
—¡Pero si yo no hice nada, y tú lo sabes!
Katherine lo retuvo entre sus brazos un largo rato.
—Peter se repondrá… —Se apartó de él y lo miró a los ojos—. Además, acaba de decirme algo increíble…, algo verdaderamente maravilloso. —La voz le temblaba de expectante emoción—. Necesito ir a verlo con mis propios ojos. Volveré dentro de un rato.
—¿Qué es? ¿Adónde vas?
—No tardaré mucho. Ahora Peter quiere hablar contigo… a solas. Te está esperando en la biblioteca.
—¿Ha dicho por qué?
Katherine se echó a reír y negó con la cabeza.
—Ya sabes… ¡Peter y sus secretos!
—Pero…
—Nos vemos dentro de un rato.
Entonces se marchó.
Langdon lanzó un sonoro suspiro. Ya había tenido suficientes secretos por esa noche. Todavía quedaban preguntas sin responder, desde luego, como la pirámide masónica o la Palabra Perdida, pero sentía que las respuestas, si es que existían, no eran de su incumbencia.
«Yo no soy masón».
Reuniendo los últimos restos de energía, se encaminó a la biblioteca masónica. Cuando llegó, Peter estaba sentado solo ante una mesa, con la pirámide de piedra delante.
—¿Robert? —Peter le sonrió y lo saludó con la mano—. Me gustaría tener una palabra contigo.
Langdon consiguió esbozar una sonrisa.
—Sí, me han dicho que se te ha perdido una.