Capítulo 121

Como cualquier padre que ha perdido a un hijo, Peter Solomon solía pensar con frecuencia en la edad que tendría su muchacho…, y se preguntaba a menudo cómo habría sido y lo que habría llegado a ser.

Ahora tenía sus respuestas.

La enorme bestia tatuada que tenía delante había empezado su vida como una criatura pequeña y frágil. Peter recordaba a Zach de bebé, acurrucado en su moisés de mimbre…, o dando los primeros pasos tambaleantes por su estudio…, o aprendiendo a decir las primeras palabras. El hecho de que la maldad pudiera nacer de un niño inocente, criado en el seno de una familia atenta y cariñosa, seguía siendo una de las grandes paradojas del alma humana. Mucho antes, Peter se había visto obligado a aceptar que, si bien la sangre que corría por las venas de su hijo era suya, el corazón que latía en su pecho sólo le pertenecía a él. Y ese corazón era único y singular, como elegido al azar por el universo.

«Mi hijo… es el asesino de mi madre, de mi amigo Robert Langdon y posiblemente también de mi hermana».

Una helada insensibilidad inundó el corazón de Peter mientras buscaba en los ojos de su hijo alguna conexión…, cualquier cosa que le resultara familiar. Sin embargo, los ojos del hombre que tenía ante sí, aunque grises como los suyos, eran los de un completo desconocido y estaban llenos de odio y de un rencor de dimensiones casi sobrenaturales.

—¿Tienes suficiente fuerza? —le preguntó su hijo con voz desafiante, fijando la vista en el cuchillo del Akedá, que Peter tenía en la mano—. ¿Eres capaz de terminar lo que empezaste hace tantos años?

—Hijo… —Solomon casi no reconoció su propia voz—. Yo… yo te quería…

—Dos veces intentaste matarme. Me abandonaste en la prisión y me disparaste en el puente de Zach. ¡Ahora termina lo que has empezado!

Por un instante, Solomon se sintió flotar fuera de su cuerpo. No se reconoció. Había perdido una mano, tenía la cabeza completamente rapada, vestía una túnica negra y estaba sentado en una silla de ruedas, aferrado a un cuchillo antiguo.

—¡Termínalo! —volvió a gritar el hombre, y el grito hizo ondular los tatuajes que le cubrían el pecho—. ¡Matarme es la única manera de salvar a Katherine! ¡La única manera de salvar a tus hermanos!

Solomon sintió que la mirada se le desplazaba hacia el ordenador portátil y el módem USB, colocados sobre la silla con tapizado de cuero.

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Su mente no conseguía apartar las imágenes de Katherine desangrándose, ni de sus hermanos masones.

—Todavía hay tiempo —susurró el hombre—. Sabes bien que es tu única oportunidad. Líbrame de mi envoltorio mortal.

—Por favor —suplicó Solomon—, no hagas esto…

—¡Lo has hecho tú! —escupió el hombre—. ¡Tú obligaste a tu hijo a tomar una decisión imposible! ¿Recuerdas aquella noche? ¿Riqueza o sabiduría? Esa noche me apartaste de ti para siempre. Pero he vuelto, padre… Y esta noche te toca elegir a ti: ¿Zachary o Katherine? ¿Cuál de los dos? ¿Matarás a tu hijo para salvar a tu hermana? ¿Matarás a tu hijo para salvar a tu hermandad y a tu país? ¿O esperarás a que sea demasiado tarde? ¿A que Katherine haya muerto y el vídeo haya empezado a circular… y tú tengas que vivir el resto de tu vida sabiendo que podrías haber impedido las dos tragedias? El tiempo se agota. Ya sabes lo que tienes que hacer.

A Peter le dolía el corazón.

«Tú no eres Zachary —se dijo—. Zachary murió hace tiempo, hace mucho tiempo. Seas quien seas…, y vengas de donde vengas…, no eres mío».

Y aunque Peter Solomon no creía sus propias palabras, sabía que debía elegir.

Se estaba quedando sin tiempo.

«¡Encuentra la escalinata!»

Robert Langdon corría por los pasillos oscuros, tratando de hallar el tortuoso camino hacia el centro del edificio. Turner Simkins lo seguía, pisándole los talones. Tal como Langdon esperaba, su carrera desembocó en el vasto vestíbulo central.

Dominado por ocho columnas dóricas de granito verde, el vestíbulo parecía un sepulcro híbrido (medio grecorromano y medio egipcio), con estatuas de mármol negro, lámparas colgantes en forma de cáliz, cruces teutónicas, medallones con fénix bicéfalos y candelabros de pared adornados con la cara de Hermes.

Langdon giró y se encaminó hacia la amplia escalinata de mármol al otro extremo del vestíbulo.

—Esa escalera conduce directamente a la Sala del Templo —susurró mientras los dos hombres subían tan a prisa y en silencio como les era posible.

En el primer rellano, Langdon se encontró cara a cara con el busto de bronce de un destacado masón, Albert Pike, con su frase más célebre grabada en la base: «Lo que hacemos sólo para nosotros muere con nosotros; lo que hacemos para los demás y para el mundo permanece y es inmortal».

Mal’akh percibió un cambio palpable en la atmósfera de la Sala del Templo, como si toda la frustración y el dolor experimentados alguna vez por Peter Solomon hubieran aflorado a la superficie… para concentrarse con la fuerza de un láser sobre el hombre tatuado.

«Sí…, ha llegado el momento».

Peter Solomon se había levantado de la silla de ruedas y estaba de pie, de cara al altar y con el cuchillo en la mano.

—Salva a Katherine —lo desafió Mal’akh para que se acercara al altar, mientras él mismo retrocedía y finalmente se acostaba sobre el blanco sudario que había preparado—. Haz lo que tienes que hacer.

Como moviéndose en medio de una pesadilla, Peter empezó a avanzar, centímetro a centímetro.

Mal’akh terminó de acostarse y contempló a través del óculo la luna invernal.

«El secreto es cómo morir».

El momento no podía ser más perfecto.

«Adornado con la Palabra Perdida de los siglos, doy en ofrenda mi propio cuerpo, inmolado por la mano izquierda de mi padre».

Mal’akh hizo una inspiración profunda.

«Recibidme, demonios, porque éste es mi cuerpo, y a vosotros os lo ofrezco».

De pie junto a Mal’akh, Peter Solomon estaba temblando. Sus ojos anegados de lágrimas brillaban de desesperación, indecisión y angustia. Miró por última vez en dirección al módem y el ordenador portátil, al otro lado del recinto.

—Decídete —susurró Mal’akh—. Líbrame de la carne. Dios lo quiere y tú también lo quieres.

Apoyó las manos a los lados del cuerpo y arqueó el pecho hacia adelante, ofreciendo al cuchillo el magnífico fénix bicéfalo.

«Ayúdame a deshacerme del cuerpo que envuelve mi alma».

Los ojos llorosos de Peter parecían mirar a través de Mal’akh, mirándolo sin verlo.

—¡Yo maté a tu madre! —musitó Mal’akh—. ¡Asesiné a Robert Langdon! ¡Ahora mismo estoy matando a Katherine! ¡Estoy destruyendo a tus hermanos! ¡Haz lo que tienes que hacer!

Para entonces, el rostro de Peter era una máscara de dolor y sufrimiento. Peter Solomon echó atrás la cabeza, lanzó un grito angustiado y levantó el cuchillo.

Robert Langdon y el agente Simkins llegaron sin aliento a las puertas cerradas de la Sala del Templo, en el preciso instante en que un grito escalofriante brotaba del interior del recinto. Era la voz de Peter, Langdon estaba seguro.

Fue un grito de absoluta agonía.

«¡He llegado tarde!»

Sin prestar atención a Simkins, aferró los tiradores y, con una fuerte sacudida, abrió las puertas de par en par. La horripilante escena que se abrió ante sus ojos confirmó sus peores temores. Allí, en el centro de la cámara tenuemente iluminada, la figura de un hombre con la cabeza rapada se erguía delante del grandioso altar. Llevaba puesta una túnica negra y en sus manos refulgía la hoja de un cuchillo de grandes dimensiones.

Antes de que Langdon pudiera moverse, el hombre comenzó a bajar el cuchillo hacia el cuerpo que yacía en el altar.

Mal’akh había cerrado los ojos.

«¡Tan hermoso! ¡Tan perfecto!»

La antigua hoja del cuchillo del Akedá había resplandecido a la luz de la luna mientras describía un arco hacia él. Fragantes volutas de humo habían ascendido en espiral sobre su cabeza, preparando el camino para su alma a punto de ser liberada. El solitario grito de tormento y desesperación que había lanzado su verdugo aún resonaba en el sagrado recinto, mientras caía el cuchillo.

«Estoy ungido con sangre de sacrificios humanos y lágrimas de progenitores».

Mal’akh se preparó para el golpe glorioso.

El momento de su transformación había llegado.

Increíblemente, no sintió ningún dolor.

Una vibración atronadora le inundó el cuerpo, ensordecedora y profunda. La cámara empezó a sacudirse y una blanca luz brillante lo cegó desde lo alto. El cielo rugía.

Mal’akh supo entonces que había sucedido exactamente tal como lo había planeado.

Langdon no recordaba haber corrido hacia el altar cuando el helicóptero apareció sobre sus cabezas. Tampoco recordaba haber saltado con los brazos extendidos para abalanzarse sobre el hombre de la túnica negra e intentar derribarlo antes de que pudiera asestar un segundo golpe con el cuchillo.

Pero sus cuerpos chocaron, y Langdon vio una potente luz que se derramaba por el recinto a través del óculo e iluminaba el altar. Esperaba ver el cuerpo ensangrentado de Peter Solomon sobre la superficie de piedra, pero en el pecho desnudo que resplandecía bajo el foco de luz no había ni rastro de sangre, sino únicamente un denso entramado de tatuajes. El cuchillo yacía roto a su lado, aparentemente tras haberse hincado en la piedra del altar, en lugar de hundirse en la carne.

Mientras caía con el hombre de la túnica negra hacia el duro suelo de piedra, Langdon reparó en el muñón vendado en el extremo de su brazo derecho y comprendió, para su sorpresa, que acababa de derribar a Peter Solomon.

Cuando ya rodaban juntos por el suelo, los faros del helicóptero los iluminaron desde arriba. El aparato atronaba a escasa distancia, con los patines prácticamente en contacto con el extenso panel de la claraboya.

Al frente del helicóptero giraba un cañón de aspecto extraño que apuntaba hacia abajo, a través del cristal. El rayo rojo de la mirilla láser atravesó la claraboya y se puso a recorrer el suelo, directamente hacia Langdon y Solomon.

«¡No!»

Pero no resonó ningún disparo en el cielo…, sino únicamente el ruido del rotor del helicóptero.

Langdon sólo sintió una extraña oleada de energía que reverberaba a través de sus células. Detrás de su cabeza, sobre la silla con tapizado de cuero, el ordenador portátil emitió un raro siseo. Se volvió justo a tiempo para ver que la pantalla lanzaba un último destello, antes de quedar en blanco. Por desgracia, el último mensaje visible había sido inequívoco.

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«¡Arriba! ¡Maldición! ¡Tiene que ascender!»

El piloto del UH-60 forzó el rotor para intentar que los patines no tocaran ninguna parte de la vasta claraboya. Sabía que los dos mil kilopondios de fuerza de sustentación que generaba el rotor ya estaban sometiendo al cristal a una tensión cercana al punto de ruptura. Por desgracia, la inclinación de los lados de la pirámide, por debajo del helicóptero, distribuía con singular eficacia el empuje y restaba sustentación al aparato.

«¡Arriba! ¡Ahora!»

Bajó el morro intentando alejarse de la pirámide, pero el patín derecho golpeó el centro del cristal. Fue sólo un instante, pero no hizo falta más.

El óculo gigantesco de la Sala del Templo estalló en un remolino de viento y cristales rotos que envió un diluvio de añicos a la sala de abajo.

«Están lloviendo estrellas».

Mal’akh levantó la mirada hacia la maravillosa luz blanca y vio una nube de joyas refulgentes que bajaba hacia él cada vez más de prisa, como si quisiera envolverlo cuanto antes en su esplendor.

De pronto, sintió dolor.

En todas partes.

Pinchazos, cortes, latigazos. Cuchillos afilados como navajas se le hundían en la carne blanda. En el pecho, el cuello, los muslos, la cara. Todo el cuerpo se le tensó en un segundo, como si quisiera encogerse. La boca llena de sangre lanzó un grito mientras el dolor lo arrancaba del trance. La luz blanca en lo alto se transformó y, súbitamente, como por arte de magia, un helicóptero oscuro apareció suspendido sobre su cabeza, con su estruendoso rotor difundiendo por la Sala del Templo un viento gélido que a Mal’akh le heló los huesos y dispersó las volutas de incienso hacia los rincones más apartados de la estancia.

Mal’akh volvió la cabeza y vio el cuchillo del Akedá, roto a su lado, partido sobre el altar de granito, cubierto a su vez por una alfombra de cristales rotos.

«Incluso después de todo lo que le he hecho, Peter Solomon desvió el cuchillo y se negó a derramar mi sangre».

Con horror creciente, Mal’akh levantó la cabeza y miró a lo largo de su cuerpo. Ese instrumento vivo creado por él y destinado a ser su ofrenda más grandiosa yacía en el altar, hecho jirones. Estaba empapado en sangre y grandes fragmentos de cristal sobresalían de la carne, apuntando en todas direcciones.

Débilmente, Mal’akh volvió a apoyar la cabeza en el altar de granito y fijó la mirada en el espacio abierto del techo. El helicóptero se había marchado, dejando en su lugar una silenciosa luna invernal.

Con los ojos muy abiertos y jadeando para poder respirar, Mal’akh se encontró solo en el altar enorme.