Capítulo 12

El jefe del cuerpo de seguridad del Capitolio, Trent Anderson, llevaba más de una década a cargo de la protección del edificio. Era un hombre corpulento, de torso robusto, rasgos marcados y pelo rojo cortado a máquina, lo que le confería un aire de autoridad militar. Llevaba un arma al cinto como advertencia a todo aquel que fuera tan ingenuo de cuestionar el alcance de su autoridad.

Anderson se pasaba la mayor parte del tiempo coordinando su pequeño ejército de agentes de policía en un centro de vigilancia de alta tecnología que estaba situado en el sótano del Capitolio. Desde allí supervisaba una plantilla de técnicos que no quitaban ojo a monitores visuales y lectores informáticos, y una centralita telefónica lo mantenía en contacto con el personal de seguridad que dirigía.

Esa tarde había sido inusualmente tranquila, lo cual alegraba a Anderson. Esperaba poder ver algo del partido de los Redskins en el televisor de pantalla plana de su despacho. Nada más empezar el partido, sin embargo, sonó su intercomunicador.

—¿Jefe?

Anderson gruñó y presionó el botón sin apartar los ojos de la pantalla del televisor.

—¿Sí?

—Hay algún problema en la Rotonda. Acabo de enviar a unos agentes, pero me parece que debería verlo usted también.

—De acuerdo. —Anderson se dirigió al centro neurálgico de seguridad, una compacta y neomoderna instalación repleta de monitores de ordenador—. ¿Qué tenemos aquí?

En el monitor del técnico había un vídeo digital en pausa.

—Es la cámara del balcón este de la Rotonda. Hace veinte segundos. —Lo puso en marcha.

Anderson miró el vídeo por encima del hombro del técnico.

La Rotonda estaba casi desierta, apenas circulaban por ella unos pocos turistas. La entrenada mirada de Anderson se posó inmediatamente sobre la única persona que iba sola y se movía más de prisa que las demás. Cabeza afeitada. Abrigo militar verde. Brazo herido en cabestrillo. Ligera cojera. Postura encorvada. Hablando por un teléfono móvil.

Los pasos del hombre calvo se podían oír nítidamente en el canal de audio hasta que, de repente, al llegar al centro mismo de la Rotonda, se detenía en seco, colgaba el teléfono y se arrodillaba como si quisiera abrocharse los cordones del zapato. En vez de eso, sin embargo, sacaba algo del cabestrillo y lo depositaba en el suelo. Luego se volvía a poner en pie y, cojeando, se dirigía enérgicamente a la salida este.

Anderson se quedó mirando el extraño objeto que el hombre había dejado atrás. «¿Qué diablos…?» Medía unos veinte centímetros de alto y se mantenía vertical. Anderson se inclinó para acercarse a la pantalla y entornó los ojos. «¡No puede ser lo que parece!»

Mientras el hombre calvo se marchaba a toda prisa, desapareciendo por el pórtico este, se podía oír cómo un niño pequeño que andaba cerca decía: «Mamá, ese hombre ha dejado algo en el suelo». Luego se acercaba al objeto pero de repente se detenía de golpe. Tras un largo y petrificado instante, lo señalaba y soltaba un grito ensordecedor.

Al instante, el jefe de seguridad dio media vuelta y se dirigió corriendo hacia la puerta vociferando sus órdenes.

—¡A todas las unidades! ¡Busquen al hombre calvo con cabestrillo y deténganlo! ¡AHORA!

Anderson salió a toda velocidad del centro de seguridad y subió de tres en tres los peldaños de la gastada escalera. Según las imágenes del canal de seguridad, el hombre calvo había salido de la Rotonda por el pórtico este. La ruta más corta para salir del edificio lo llevaría por el pasillo este-oeste, que tenía justo enfrente.

«Puedo interceptarlo».

En cuanto llegó a lo alto de la escalera y dobló la esquina, Anderson inspeccionó el tranquilo vestíbulo que tenía ante sí. Una pareja de ancianos deambulaban a lo lejos, cogidos de la mano. Más cerca, un turista rubio con un blazer azul leía una guía y estudiaba los mosaicos del techo que había fuera de la Cámara de Representantes.

—Perdone, señor —le espetó Anderson mientras corría hacia él—. ¿Ha visto a un hombre calvo con el brazo en cabestrillo?

El hombre levantó la mirada del libro con expresión confundida.

—¡Un hombre con cabestrillo! —repitió Anderson con más firmeza—. ¿Lo ha visto?

El turista vaciló y se volvió nerviosamente hacia el extremo oriental del vestíbulo.

—Eh…, sí —dijo—. Creo que acaba de pasar por aquí corriendo… hacia esa escalera de ahí —y señaló el otro lado del vestíbulo.

Anderson cogió su radio y gritó por ella sus órdenes.

—¡A todas las unidades! El sospechoso se dirige a la salida sureste. ¡Diríjanse hacia allí! —Volvió a guardar la radio y sacó el arma de su funda al tiempo que echaba a correr hacia la salida.

Treinta segundos después, en una tranquila salida del lado este del Capitolio, el fornido hombre rubio con el blazer azul salía a la noche, saboreando el húmedo frescor nocturno con una amplia sonrisa.

«Transformación».

Había sido tan fácil.

Hacía apenas un minuto había salido cojeando de la Rotonda ataviado con un abrigo militar. Tras ocultarse en un recoveco oscuro, se había quitado el abrigo, quedándose únicamente con el blazer que llevaba debajo. Antes de abandonar el abrigo militar, había cogido una peluca rubia del bolsillo y se la había ajustado bien a la cabeza. Luego se había erguido, había extraído del blazer una delgada guía de Washington y había salido tranquilamente del hueco con un andar elegante.

«Transformación. Ése es mi don».

Mientras sus mortales piernas lo llevaban hacia la limusina, Mal’akh arqueó la espalda y echó los hombros hacia atrás, irguiendo su metro noventa de estatura. Respiró profundamente, dejando que el aire llenara sus pulmones. Sintió cómo el fénix que llevaba tatuado en el pecho extendía sus alas.

«Si conocieran mi poder… —pensó mientras contemplaba la ciudad—. Esta noche completaré mi transformación».

Mal’akh había jugado bien sus cartas dentro del edificio del Capitolio. Había mostrado reverencia a todos los antiguos protocolos. «La antigua invitación ha sido entregada». Si Langdon todavía no había caído en cuál era su papel allí esa noche, pronto lo haría.