En la cámara situada en lo más alto de la Casa del Templo, el hombre que se hacía llamar Mal’akh, de pie ante el grandioso altar, se masajeó suavemente la piel intacta de la coronilla.
—Verbum significatium —salmodió, preparándose—, verbum omnificum.
El último ingrediente por fin había sido hallado.
«Con frecuencia, los tesoros más valiosos son los más simples».
Sobre el altar flotaban fragantes volutas de humo, que escapaban del incensario. Los sahumerios atravesaban el haz de rayos lunares, despejando un camino al cielo que haría posible el ascenso sin ningún impedimento de un alma liberada.
Había llegado el momento.
Mal’akh cogió el frasco con la sangre de Peter y le quitó el tapón. Ante la mirada de su prisionero, mojó la punta de la pluma de cuervo en la tinta escarlata y se la llevó al sagrado círculo de piel en lo alto de la cabeza. Hizo una breve pausa para pensar en lo mucho que había esperado esa noche. Por fin tenía la gran transformación al alcance de la mano.
«Cuando la Palabra Perdida se inscriba en su mente, el hombre estará listo para recibir un poder inimaginable».
Era la antigua promesa de la apoteosis. Hasta ese momento, la humanidad había sido incapaz de cumplirla, y Mal’akh había hecho cuanto había podido para asegurarse de que siguiera siendo así.
Con mano firme, apoyó sobre la piel la punta de la pluma. No necesitaba espejo, ni ayuda, sino únicamente el sentido del tacto y la visión mental. Con lenta minuciosidad, empezó a inscribirse la Palabra Perdida en el interior del círculo del uróboros tatuado en la cabeza.
Peter Solomon lo contemplaba con expresión de horror.
Cuando hubo terminado, Mal’akh cerró los ojos, dejó la pluma y exhaló todo el aire contenido en los pulmones. Por primera vez en su vida, experimentaba una sensación que nunca había conocido.
«Estoy completo. He completado el proceso».
Mal’akh había trabajado durante años forjando el instrumento que era su cuerpo, y ahora, cuando se acercaba el momento de su transformación final, podía sentir cada una de las líneas que llevaba inscritas en la piel.
«Soy una auténtica obra de arte. Una obra perfecta y completa».
Mal’akh abrió los ojos y sonrió.
—Te he dado lo que pedías. —La voz de Peter interrumpió sus pensamientos—. Ahora envíale ayuda a Katherine y detén la transmisión del archivo.
Mal’akh abrió los ojos y sonrió.
—Tú y yo todavía no hemos terminado. —Se volvió hacia el altar, cogió el cuchillo ritual y pasó un dedo por la reluciente hoja de hierro—. Este antiguo cuchillo —dijo— fue encargado por Dios para la ejecución de un sacrificio humano. Ya lo habías reconocido antes, ¿verdad?
Los ojos grises de Solomon parecían de piedra.
—Es una pieza singular y conozco la leyenda.
—¿Leyenda? El relato aparece en las Sagradas Escrituras. ¿No crees que sea verdad?
Peter se limitó a mirarlo sin hablar.
Mal’akh se había gastado una fortuna en localizar y conseguir la pieza, conocida como cuchillo del Akedá y fabricada más de tres mil años antes con el hierro de un meteorito caído a la Tierra.
«Hierro celeste, como lo llamaban los antiguos místicos».
Se consideraba el cuchillo auténtico utilizado para el Akedá, el acto por el cual Abraham había estado a punto de inmolar a su hijo en la cima del monte Moriá, según la narración del Génesis. A lo largo de su historia extraordinaria, el cuchillo había sido propiedad de papas, místicos nazis, alquimistas europeos y coleccionistas particulares.
«Lo cuidaban y lo admiraban —pensó Mal’akh—, pero ninguno se atrevió a liberar su verdadero poder utilizándolo para su auténtico propósito».
Esa noche, el cuchillo del Akedá cumpliría la función para la que estaba destinado.
El Akedá siempre había sido sagrado en el ritual masónico. Ya en el primer grado, los masones celebraban «la más excelsa de las ofrendas entregadas a Dios, la sumisión de Abraham a la voluntad del Ser Supremo, ofreciéndole a Isaac, su hijo primogénito».
La sensación del peso de la hoja era estimulante en las manos de Mal’akh, que se agachó y usó el cuchillo recién afilado para cortar las sogas que ataban a Peter a la silla de ruedas. Las ligaduras cayeron al suelo.
Peter Solomon hizo una mueca de dolor, intentando mover las extremidades entumecidas.
—¿Por qué me haces esto? ¿Qué crees que conseguirás?
—Tú, entre todas las personas, deberías entenderlo —replicó Mal’akh—. Has estudiado la sabiduría de los antiguos y sabes que el poder de los misterios se basa en el sacrificio, en la liberación del alma humana de su envoltorio mortal. Siempre ha sido así, desde el comienzo.
—Tú no sabes nada de sacrificios —dijo Peter con una voz que destilaba odio y dolor.
«¡Excelente! —pensó Mal’akh—. ¡Alimenta tu odio! ¡Así me lo pondrás más fácil!»
El estómago vacío de Mal’akh produjo un gruñido mientras él iba y venía delante de su prisionero.
—Hay un poder enorme en el derramamiento de la sangre humana. Todos lo han sabido, desde los antiguos egipcios y los druidas celtas, hasta los chinos y los aztecas. Hay magia en el sacrificio humano, pero el hombre moderno se ha vuelto demasiado débil, demasiado medroso para entregar verdaderas ofrendas, demasiado enclenque para entregar la vida que exige la transformación espiritual. Sin embargo, los textos antiguos son inequívocos: sólo ofreciendo lo más sagrado podrá un hombre acceder al poder definitivo.
—¿Me consideras a mí una ofrenda sagrada?
Mal’akh prorrumpió en sonoras carcajadas.
—Todavía no lo has entendido, ¿verdad?
Peter lo miró con extrañeza.
—¿Sabes por qué tengo un tanque de privación sensorial en casa? —Mal’akh se apoyó las manos sobre las caderas y flexionó el cuerpo minuciosamente ornamentado, sólo cubierto por el breve taparrabos—. He estado practicando…, preparándome…, adelantándome al momento en que sea mente pura…, al instante en que me libere de este envoltorio mortal…, tras haber ofrecido este hermoso cuerpo a los dioses en sacrificio. ¡Yo soy la ofrenda más valiosa! ¡El cordero blanco soy yo!
La boca de Peter se abrió, pero de sus labios no salió ninguna palabra.
—Sí, Peter, un hombre debe brindar a los dioses aquello que más valora: la más blanca de sus palomas, la ofrenda más valiosa y digna. Tú no eres valioso para mí, Peter. Tú no eres una ofrenda digna. —Mal’akh lo miró con ojos centelleantes—. ¿No lo ves? Tú no eres el sacrificio, Peter. Lo soy yo. Mía es la carne del sacrificio; yo soy la ofrenda. Mírame. Me he preparado para hacerme merecedor del viaje final. ¡Yo soy la ofrenda!
Peter seguía sin habla.
—El secreto es cómo morir —añadió Mal’akh—. Los masones lo sabéis. —Señaló el altar—. Veneráis las antiguas verdades y, sin embargo, sois cobardes. Conocéis el poder del sacrificio y, aun así, os mantenéis a una distancia prudente de la muerte, con vuestros asesinatos simulados y vuestros rituales de muerte sin derramamiento de sangre. Esta noche, vuestro altar simbólico conocerá su verdadero poder… y servirá para su auténtico propósito.
Mal’akh extendió el brazo, aferró la mano izquierda de Peter Solomon y le depositó en la palma la empuñadura del cuchillo del Akedá.
«La mano izquierda es servidora de la oscuridad».
También había planeado ese detalle; Peter no tendría elección al respecto. Mal’akh no podía concebir un sacrificio más potente y simbólico que el practicado en ese altar, por ese hombre y con ese cuchillo, que se hincaría en el corazón de una víctima cuya carne mortal estaba envuelta como un regalo, en un sudario de símbolos místicos.
Con la ofrenda de su ser, Mal’akh dejaría establecido su rango en la jerarquía de los demonios. El verdadero poder residía en la oscuridad y la sangre. Los antiguos lo sabían, y los maestros debían elegir bando, según su naturaleza individual. La elección de Mal’akh había sido sabia. El caos era la ley natural del universo, y la indiferencia, el motor de la entropía. La apatía del hombre era el terreno abonado donde los espíritus de la oscuridad plantaban su simiente.
«Los he servido y ellos me recibirán como a un dios».
Peter no se movió. Tenía la vista fija en el cuchillo antiguo que aferraba su mano.
—Harás lo que yo diga —declaró Mal’akh—. Me entrego voluntariamente al sacrificio. Tu papel definitivo está escrito. Tú me transformarás; me liberarás de mi cuerpo. Lo harás, porque de lo contrario perderás a Katherine y a tus hermanos. Entonces sí que estarás solo. —Hizo una pausa y bajó la vista, sonriendo a su prisionero—. Ése será tu castigo final.
Los ojos de Peter se levantaron lentamente para encontrar la mirada de Mal’akh.
—¿Matarte a ti? ¿Un castigo? ¿Crees que vacilaría? ¡Eres el asesino de mi hijo! ¡De mi madre! ¡De toda mi familia!
—¡No! —estalló Mal’akh con una fuerza que incluso a él lo sorprendió—. ¡Te equivocas! ¡Yo no maté a tu familia! ¡Lo hiciste tú! ¡Tú decidiste dejar a Zachary en la prisión! ¡A partir de ahí, los engranajes se pusieron en movimiento! ¡Tú mataste a tu familia, Peter, no yo!
Los nudillos de Peter se volvieron blancos por la fuerza con que apretaba el cuchillo.
—¡Tú no sabes por qué dejé a Zachary en la prisión! ¡No sabes nada!
—¡Lo sé todo! —replicó Mal’akh con ferocidad—. Yo estaba allí. Dijiste que lo hacías por su bien. ¿También lo hiciste por su bien cuando le diste a elegir entre la riqueza y la sabiduría? ¿Lo hiciste por su bien cuando le diste el ultimátum para que se uniera a los masones? ¿Qué clase de padre obliga a su hijo a elegir entre la riqueza y la sabiduría y espera que sepa tomar una decisión acertada? ¿Qué clase de padre abandona a su hijo en la prisión, en lugar de meterlo en un avión y llevarlo a la seguridad de su casa? —Mal’akh se situó delante de Peter y se agachó, colocando su cara tatuada a escasos centímetros del rostro de su prisionero—. Y lo más importante de todo…, ¿qué clase de padre puede mirar a los ojos a su propio hijo…, incluso después de tantos años…, y no reconocerlo?
Las palabras de Mal’akh resonaron durante varios segundos en la cámara de piedra.
Después, se hizo el silencio.
En la repentina quietud, Peter Solomon parecía haber salido bruscamente de su trance. Tenía la cara nublada por una expresión de total incredulidad.
«Sí, padre. Soy yo».
Mal’akh llevaba años esperando ese momento…, el momento de vengarse del hombre que lo había abandonado…, de mirar fijamente esos ojos grises y decir la verdad que durante todos esos años había estado oculta. Ahora, el momento había llegado y él habló con lentitud, ansioso de ver cómo el peso de sus palabras aplastaba poco a poco el alma de Peter Solomon.
—Deberías estar contento. Tu hijo pródigo ha regresado.
La cara de Peter se había vuelto de una palidez mortal.
Mal’akh paladeaba cada segundo de su sufrimiento.
—Mi propio padre tomó la decisión de dejarme en la prisión…, y en ese instante juré que nunca más volvería a abandonarme. Ya no volvería a ser su hijo. Zachary Solomon dejó de existir.
Dos lágrimas brillantes se formaron en los ojos de su padre, y Mal’akh pensó que eran lo más hermoso que había visto en su vida.
Peter sofocó el llanto sin dejar de mirar fijamente la cara de Mal’akh, como si la estuviera viendo por primera vez.
—El alcaide sólo quería dinero —dijo Mal’akh—, pero tú se lo negaste. No te paraste a pensar que mi dinero era tan bueno como el tuyo. Al alcaide no le preocupaba quién le pagara, sino sólo recibir su paga. Cuando le ofrecí una buena retribución, eligió a un recluso enfermizo más o menos de mi talla, lo vistió con mi ropa y lo molió a palos hasta dejarlo irreconocible. Las fotos que viste… y el ataúd sellado que enterraste… no eran míos. Eran de un desconocido.
La cara de Peter, surcada por las lágrimas, se contrajo entonces en una mueca de angustia e incredulidad.
—¡Oh, Dios mío! ¡Zachary!
—Ya no. Cuando Zachary salió de esa prisión, lo hizo transformado.
Su físico adolescente y su cara aniñada habían experimentado una metamorfosis radical, cuando inundó su joven organismo con hormonas del crecimiento y esteroides experimentales. Incluso sus cuerdas vocales habían sufrido alteraciones radicales que habían transformado su voz juvenil en un susurro permanente.
«Zachary se convirtió en Andros.
»Andros se convirtió en Mal’akh.
»Y esta noche, Mal’akh se convertirá en la más grandiosa de todas sus encarnaciones».
En ese momento, en Kalorama Heights, Katherine Solomon estaba de pie, delante del cajón abierto del escritorio, contemplando lo que sólo podía describirse como la colección de un fetichista, compuesta por fotografías y viejos recortes de prensa.
—No lo entiendo —dijo, volviéndose hacia Bellamy—. Es evidente que ese lunático estaba obsesionado con mi familia, pero…
—Sigue mirando… —la instó Bellamy mientras tomaba asiento, sin perder la expresión de honda conmoción.
Katherine continuó el recorrido por la pila de recortes, todos los cuales guardaban relación con la familia Solomon: los numerosos éxitos de Peter, las investigaciones de Katherine, el terrible asesinato de Isabel, su madre, los problemas de Zachary Solomon con las drogas, su encarcelamiento y su brutal asesinato en una prisión turca.
La fijación de ese hombre con la familia Solomon iba más allá del fanatismo, y sin embargo Katherine no veía nada que explicara su obsesión.
Entonces encontró las fotografías. La primera mostraba a Zachary, metido hasta las rodillas en el mar azul intenso de una playa bordeada de blancas casas encaladas.
«¿Grecia?»
Supuso que la foto sólo podía corresponder a la temporada de drogas y escándalos que Zach había pasado en Europa. Curiosamente, el muchacho tenía un aspecto mucho más saludable que en las imágenes captadas por los paparazzi, en las que se veía a un jovencito demacrado, de fiesta permanente con otros depravados. En ésa, sin embargo, parecía más en forma, más fuerte y maduro. Katherine no recordaba haberlo visto nunca tan saludable.
Extrañada, buscó la fecha impresa en la foto.
«Pero esto es… imposible».
La fotografía estaba fechada casi un año después de la muerte de Zachary en la cárcel.
De pronto, Katherine empezó a pasar desesperadamente las fotos de la pila. En todas aparecía Zachary Solomon…, que poco a poco se iba volviendo mayor. La colección parecía una especie de autobiografía en imágenes, la crónica de una lenta transformación. A medida que avanzaba en la pila, Katherine notó un cambio repentino y espectacular. Vio con horror cómo empezaba a transmutarse el cuerpo de Zachary. Los músculos se volvían protuberantes y los rasgos faciales se metamorfoseaban, como probable consecuencia del abuso de esteroides. El físico parecía duplicar su masa y los ojos adquirían una ferocidad escalofriante.
«¡Ni siquiera lo reconozco!»
No se parecía en nada al recuerdo que Katherine tenía de su sobrino.
Cuando llegó a la fotografía del hombre con la cabeza rapada, sintió que las rodillas se le aflojaban. Entonces vio una imagen del cuerpo desnudo… adornado con los primeros tatuajes.
Sintió que se le paralizaba el corazón.
«¡Dios santo, no!»