Capítulo 117

Langdon sintió el tirón de la gravedad en el estómago mientras el helicóptero de la CIA despegaba del césped, se ladeaba pronunciadamente y aceleraba más de lo que nunca hubiera imaginado que podía hacerlo un helicóptero. Katherine se había quedado con Bellamy en la casa para recuperarse, mientras uno de los agentes de la CIA seguía registrando la mansión y esperaba la llegada del equipo de apoyo.

Antes de despedirse de Langdon, Katherine lo había besado en la mejilla y le había susurrado:

—Cuídate, Robert.

Ahora Langdon se agarraba para no salir despedido del asiento, mientras el helicóptero militar se nivelaba y ponía rumbo a la Casa del Templo a velocidad máxima.

Sentada a su lado, Sato gritaba órdenes al piloto.

—¡Dirígete a Dupont Circle! —aulló por encima del ruido ensordecedor—. ¡Nos posaremos allí!

Sorprendido, Langdon se volvió hacia ella.

—¿Dupont? ¡Eso está a varias calles de distancia! ¡Podemos aterrizar en el aparcamiento de la Casa del Templo!

Sato negó con la cabeza.

—Tenemos que entrar en el edificio sin hacer ruido. Si nuestro objetivo nos oye llegar…

—¡No tenemos tiempo! —objetó Langdon—. ¡Ese lunático está a punto de asesinar a Peter! ¡Quizá el ruido del helicóptero lo asuste y lo haga desistir!

Sato lo miró con absoluta frialdad.

—Como le he dicho antes, la seguridad de Peter Solomon no es mi objetivo prioritario. Creo que ya lo he dejado suficientemente claro.

Langdon no estaba de humor para otro discurso sobre la seguridad nacional.

—Escuche, yo soy el único a bordo que sabe moverse por ese edificio…

—Tenga cuidado, profesor —le advirtió la directora—. Usted está aquí como miembro de mi equipo y le exijo la más completa cooperación.

Hizo una breve pausa y después añadió:

—De hecho, quizá sea conveniente que le revele el alcance de la crisis de esta noche en toda su gravedad.

Buscó bajo el asiento y sacó de allí un reluciente maletín de titanio, que procedió a abrir para revelar un ordenador de aspecto inusualmente complicado. Cuando lo encendió, el logo de la CIA se materializó en la pantalla, junto con la solicitud de una contraseña.

Mientras la tecleaba, Sato preguntó:

—Profesor, ¿recuerda la peluca rubia que encontramos en la casa?

—Sí.

—Bien. Escondida dentro de esa peluca, había una cámara diminuta de fibra óptica…, oculta entre el pelo.

—¿Una cámara escondida? No lo entiendo…

La expresión de Sato era sombría.

—Lo entenderá —dijo mientras abría un archivo.

UN MOMENTO, POR FAVOR

DECODIFICANDO ARCHIVO

Se abrió una ventana de vídeo que ocupó toda la pantalla. Sato levantó el maletín y lo colocó sobre las rodillas de Langdon para que disfrutara de una cómoda localidad de primera fila.

Una imagen muy poco habitual apareció en la pantalla.

Langdon se echó atrás, sobresaltado.

«¡¿Qué demonios…?!»

La película, borrosa y oscura, mostraba a un hombre con los ojos vendados, vestido como un hereje medieval de camino al cadalso: una soga al cuello, la pernera izquierda del pantalón enrollada hasta la rodilla, la manga derecha remangada hasta el codo y la camisa abierta, dejando al descubierto el pecho desnudo.

Langdon miraba con incredulidad. Había leído suficientes textos sobre rituales masónicos para reconocer perfectamente lo que estaba viendo.

«Un iniciado masónico… preparándose para ingresar en el primer grado».

El hombre, alto y musculoso, llevaba puesta una peluca rubia que le resultó familiar. Tenía la piel muy bronceada. Langdon reconoció los rasgos de inmediato. Era evidente que el hombre había disimulado los tatuajes bajo una capa de maquillaje bronceador. Estaba de pie delante de un espejo de cuerpo entero, grabando en vídeo su propia imagen, con la cámara que llevaba escondida dentro de la peluca.

«Pero… ¿por qué?»

Tras un fundido en negro, aparecieron nuevas escenas.

Se veía un pequeño recinto rectangular, tenuemente iluminado, con un vistoso damero de baldosas blancas y negras en el suelo. En un altar bajo de madera, flanqueado de columnas por tres de sus lados, había varios cirios encendidos.

Langdon sintió una repentina aprensión.

«Oh, no».

Moviéndose al estilo errático de las grabaciones de aficionado, la cámara tomó una panorámica de la sala, que reveló a un pequeño grupo de hombres, vestidos con el traje ritual de los masones, observando al iniciado. En la penumbra, sus caras no se distinguían, pero Langdon no tuvo la menor duda acerca del lugar donde se celebraba el ritual.

Por su disposición tradicional, aquella sala podría haber estado en cualquier lugar del mundo, pero el frontón triangular de color azul pastel sobre la silla del maestro la delataba como la sala de la logia masónica más antigua de Washington: la Logia Potomac N.º 5, a la que habían pertenecido George Washington y los padres fundadores masones que colocaron las piedras fundamentales de la Casa Blanca y el Capitolio.

La logia aún seguía activa.

Además de dirigir la Casa del Templo, Peter Solomon era el maestro de su agrupación masónica local, y era precisamente allí, en las logias locales, donde solía comenzar el recorrido del iniciado masónico. Allí ingresaba en los tres primeros grados de la masonería.

—«¡Hermanos —anunció la voz familiar de Peter—, en nombre del Gran Arquitecto del Universo, declaro abierta esta logia para la práctica del primer grado de la masonería!»

Se oyó un fuerte martillazo.

Langdon miraba con incredulidad, mientras se desplegaba ante sus ojos una sucesión de escenas, en las que Peter Solomon protagonizaba algunos de los momentos más truculentos del ritual.

«Ahora apoya una daga reluciente contra el pecho desnudo del iniciado… Lo amenaza con empalamiento si “revela a oídos indebidos los misterios de la masonería”… Describe el damero blanco y negro del suelo como una representación de “los vivos y los muertos”… Menciona castigos entre los que figuran “el degüello, el arrancamiento de la lengua de raíz y el enterramiento en las ásperas arenas de mar…”»

Langdon no daba crédito a sus ojos.

«¿De verdad estoy siendo testigo de esta ceremonia?»

Durante siglos, los ritos de iniciación masónicos habían permanecido envueltos en el más absoluto de los secretos. Las únicas descripciones que se habían filtrado habían sido escritas por unos pocos hermanos enemistados con la organización. Langdon las había leído, por supuesto, pero contemplar una iniciación con sus propios ojos era algo completamente diferente.

«Sobre todo, con este montaje».

Desde el principio se dio cuenta de que la película era un injusto libelo propagandístico que omitía los aspectos más nobles de la iniciación, para hacer hincapié únicamente en los más desconcertantes. Si la película se hacía pública, no cabía duda de que pronto se convertiría en la gran sensación de Internet.

«Los enemigos de los masones y los defensores de las teorías conspiratorias se lanzarán como buitres sobre esta carnaza».

La organización masónica y muy especialmente Peter Solomon se verían involucrados en una conflagración de grandes proporciones y tendrían que participar en los debates en un desesperado intento por reducir los daños, aun cuando el ritual fuera inocuo y puramente simbólico.

La película incluía una siniestra referencia bíblica al sacrificio humano.

«La sumisión de Abraham al Ser Supremo, aviniéndose a sacrificar a Isaac, su hijo primogénito…»

Langdon pensó en Peter y deseó que el helicóptero pudiera volar más a prisa.

Entonces la película pasó a otra escena.

Era la misma sala, pero otra noche. Un grupo más numeroso de masones asistía a la ceremonia. Peter Solomon observaba el ritual desde la silla del maestro. Era el segundo grado, más intenso que el anterior.

«Ahora el iniciado se arrodilla ante el altar… Promete “guardar para siempre el secreto de los enigmas de la francmasonería”… Acepta que el castigo a los infractores sea “desgarrarles la cavidad torácica, arrancarles el corazón aún palpitante y arrojarlo al suelo para que sirva de alimento a las bestias famélicas”».

Para entonces, el corazón de Langdon latía desbocado. La escena volvió a cambiar. Era otra noche y los asistentes eran aún más numerosos. En el suelo había un cuadro de logia en forma de ataúd.

«El tercer grado».

Era el ritual de la muerte, el más riguroso de todos los grados, el momento en que el iniciado se veía obligado a «hacer frente al desafío final de la aniquilación personal». De hecho, el penoso interrogatorio que formaba parte de la ceremonia era el origen de la expresión «someter a alguien al tercer grado». Si bien Langdon estaba familiarizado con las descripciones académicas del ritual, no estaba preparado para lo que vio a continuación.

«El asesinato».

En un vertiginoso montaje de tomas breves, la película ofrecía un escalofriante relato del brutal asesinato del iniciado desde el punto de vista de la víctima. Había golpes simulados en la cabeza, uno de ellos con un mazo masónico de piedra. Paralelamente, un ayudante recitaba con voz lúgubre la historia del «hijo de la viuda», Hiram Abiff, el maestro constructor del templo de Salomón, que prefirió morir antes que revelar la sabiduría secreta que poseía.

La agresión era simulada, desde luego, pero su efecto en la pantalla no dejaba de ser espeluznante. Tras el golpe mortal recibido, el iniciado (que para entonces estaba «muerto en su ser anterior») era depositado en un simbólico ataúd, donde le cerraban los ojos y le cruzaban los brazos sobre el pecho como a un cadáver. Los hermanos masones se ponían de pie y rodeaban su cuerpo en actitud doliente, mientras sonaba en un órgano la marcha fúnebre.

La macabra escena resultaba profundamente perturbadora.

Pero aun fue peor lo que vino a continuación.

Cuando los hombres se reunieron en torno al hermano fallecido, la cámara mostró claramente sus facciones. Langdon descubrió entonces que Solomon no era el único famoso presente en la sala. Una de las caras que contemplaban al iniciado en su ataúd aparecía casi a diario en televisión.

Un importante senador.

«¡Dios mío!»

La escena volvió a cambiar.

«Exterior noche… El mismo estilo de grabación, a sacudidas… Ahora el hombre va caminando por una calle. Mechones de pelo rubio se interponen delante del objetivo. Dobla una esquina y la cámara baja para enfocar lo que lleva en la mano… Un billete de un dólar… Primer plano del Gran Sello: el ojo que todo lo ve, la pirámide inconclusa… Después, abruptamente, la cámara se aparta para revelar una forma similar a lo lejos…, un gran edificio piramidal…, con lados inclinados que confluyen en una cima truncada».

«La Casa del Templo».

Un temor profundo le heló la sangre.

La película siguió avanzando.

«El hombre se dirige apresuradamente al edificio… Sube la escalera… hasta llegar a las gigantescas puertas de bronce, entre las dos esfinges de diecisiete toneladas que montan guardia a la entrada. El neófito ingresa en la pirámide de la iniciación».

Después, oscuridad.

Se oía a lo lejos el potente sonido de un órgano… y se materializaba una nueva imagen.

«La Sala del Templo».

Langdon tragó saliva.

En la pantalla, el espacio cavernoso palpitaba de manera electrizante. Bajo el óculo, el altar de mármol negro resplandecía a la luz de la luna. Congregados a su alrededor, sentados en sillas fabricadas a mano y tapizadas de cuero, aguardaban los miembros de un sombrío consejo de distinguidos masones del trigésimo tercer grado, reunidos para actuar como testigos. La cámara recorrió las caras con lenta y deliberada intencionalidad.

Langdon miró espantado los rostros.

Aunque no lo esperaba, lo que estaba viendo le pareció perfectamente lógico. La reunión de los masones más distinguidos de la ciudad más poderosa del mundo tenía que incluir por fuerza a muchas personalidades famosas e influyentes. Y en efecto, en torno al altar, ataviados con guantes largos de seda, delantales masónicos y joyas relucientes, se habían reunido algunos de los hombres más poderosos del país.

«Dos jueces del Tribunal Supremo…, el secretario de Defensa…, el presidente de la Cámara de Representantes… y, por último…, el director de la CIA».

Langdon hubiese querido apartar la vista, pero no pudo. La escena resultaba fascinante y profundamente inquietante, incluso para él. Comprendió en un momento la causa de la preocupación y la ansiedad de Sato.

Mientras tanto, en la pantalla, la imagen se disolvía para dar paso a una escena particularmente chocante.

«Un cráneo humano… lleno de un oscuro líquido escarlata».

El famoso caput mortuum se ofrecía al iniciado en las manos huesudas de Peter Solomon, cuyo anillo masónico de oro refulgía a la luz de los cirios. El líquido rojo era vino…, pero reverberaba como la sangre. El efecto visual era escalofriante.

«La quinta libación», pensó Langdon, que había leído descripciones de testigos de ese sacramento en las Cartas sobre la institución masónica de John Quincy Adams. Aun así, verla con sus propios ojos y observar cómo algunos de los hombres más poderosos de Estados Unidos contemplaban con toda calma la ceremonia era para Langdon una experiencia fascinante como pocas.

El iniciado cogió el cráneo entre las manos… y su cara se reflejó en la quieta superficie del vino.

—«Que este vino que ahora bebo se torne veneno mortífero en mis labios —declaró— si alguna vez, consciente e intencionadamente, quebranto mi juramento».

Obviamente, ese iniciado se proponía quebrantar el juramento más allá de todo lo concebible.

Langdon no se atrevía a imaginar lo que podía suceder si la película llegaba a hacerse pública.

«Nadie lo entendería».

El gobierno se sumiría en el caos. Inundarían la prensa los portavoces de los grupos antimasónicos, los fundamentalistas y los defensores de las teorías conspiratorias, que escupirían odio y miedo, y pondrían en marcha otra vez una caza puritana de brujas.

«Se tergiversará la verdad. —Langdon lo sabía—. Siempre pasa lo mismo con los masones».

En realidad, la atención que la hermandad prestaba a la muerte era una forma de centrarse en la vida. El ritual masónico tenía por objeto despertar al hombre dormido, sacarlo de su oscuro ataúd de ignorancia, guiarlo hacia la luz y darle ojos para ver. Sólo la experiencia de la muerte permitía al hombre comprender en todo su alcance la experiencia de la vida. Sólo al darse cuenta de que sus días en la tierra estaban contados, podía el hombre comprender la importancia de vivir esos días con honor e integridad, al servicio de sus congéneres.

Las iniciaciones masónicas eran desconcertantes y sorprendentes porque su propósito era obrar una transformación. Los votos masónicos eran implacables, porque eran un recordatorio de que el honor y la palabra de un hombre son lo único que puede llevarse de este mundo. Las enseñanzas masónicas eran arcanas porque estaban destinadas a ser universales y a impartirse en el lenguaje de los símbolos y las metáforas, que trasciende las religiones, las culturas y las razas…, para crear una «conciencia mundial» unificada de amor fraternal.

Durante un breve instante, Langdon percibió un destello de esperanza. Intentó convencerse de que, si la película llegaba a filtrarse, la opinión pública la recibiría con mentalidad abierta y tolerante; al fin y al cabo, era bien sabido que todos los rituales espirituales incluían aspectos que, tomados fuera de contexto, podían resultar alarmantes, como las representaciones de la Pasión de Cristo, los ritos de circuncisión de los judíos, el bautismo de los muertos practicado por los mormones, los exorcismos católicos, el niqab islámico, las curaciones obradas por los chamanes en estado de trance o incluso el consumo figurado de la carne y la sangre de Cristo.

«Soy un iluso —reconoció Langdon, que no se engañaba—. Esa película sembrará el caos».

Imaginó lo que sucedería si apareciera un vídeo en el que los dirigentes de Rusia o del mundo islámico amenazaran con cuchillos el pecho desnudo de una víctima, pronunciaran juramentos violentos, practicaran ejecuciones simuladas, se acostaran en ataúdes simbólicos o bebieran vino en un cráneo humano. El clamor mundial sería instantáneo y abrumador.

«Que Dios nos ayude…»

En la pantalla, el iniciado se estaba llevando el cráneo a los labios. Echó atrás la cabeza para apurar el vino rojo sangre, sellando así su juramento. Después, bajó el recipiente y miró a la congregación reunida a su alrededor. Los hombres más poderosos y respetados de Estados Unidos le hicieron un gesto afirmativo con la cabeza, en señal de aceptación.

—«Bienvenido, hermano» —dijo Peter Solomon.

Mientras la imagen se fundía en negro, Langdon se dio cuenta de que se le había cortado la respiración.

Sin decir nada, Sato se inclinó hacia él, cerró el maletín y se lo retiró de las rodillas. Langdon la miró y trató de hablar, pero no encontró palabras. No importaba. Por su expresión, era evidente que había comprendido. Sato tenía razón. La crisis de esa noche era de alcance nacional… y de proporciones inimaginables.