Capítulo 116

La energía iba en aumento.

Mal’akh la sentía palpitar en su interior, la sentía subir y bajar por su cuerpo, mientras empujaba la silla de Peter Solomon hacia el altar.

«Saldré de este edificio infinitamente más poderoso de lo que he entrado».

Sólo le faltaba localizar el último ingrediente.

Verbum significatium —susurró para sus adentros—, verbum omnificum.

Colocó la silla de ruedas de Peter junto al altar, rodeó la estructura y abrió la cremallera de la pesada bolsa de viaje que su prisionero cargaba sobre las rodillas. Buscó en su interior, sacó la pirámide de piedra y la levantó a la luz de la luna, directamente a la vista de Peter, para enseñarle la cuadrícula de símbolos grabados en la base.

—¡Tantos años —le dijo con sorna—, y todavía no sabías cómo guardaba sus secretos la pirámide!

Mal’akh la depositó con cuidado en una esquina del altar y volvió a la bolsa.

—Y este talismán —prosiguió mientras extraía el vértice de oro— en verdad ha puesto orden en el caos, tal como prometía.

Colocó con esmero el vértice de metal sobre la pirámide de piedra y se apartó para que Peter pudiera observar el resultado.

—¡Mira! ¡He aquí tu symbolon completo!

Con expresión torturada, Peter intentó vanamente hablar.

—Bien, veo que tienes algo que decirme —dijo Mal’akh, arrancándole bruscamente la mordaza.

Antes de conseguir hablar, Peter Solomon estuvo varios segundos tosiendo y combatiendo la sensación de ahogo.

—Katherine… —dijo por fin.

—A Katherine le queda muy poco tiempo. Si quieres salvarla, te sugiero que hagas exactamente lo que yo te diga.

Mal’akh suponía que probablemente ya estaría muerta, o casi. Le daba lo mismo. Había tenido suerte de vivir el tiempo suficiente para despedirse de su hermano.

—Por favor —suplicó Peter—, envíale una ambulancia…

—Eso mismo haré, pero antes tienes que decirme cómo acceder a la escalera secreta.

La expresión de Peter fue de incredulidad.

—¡¿Qué?!

—La escalera. La leyenda masónica habla de una escalera que desciende decenas de metros, hasta el lugar secreto donde está enterrada la Palabra Perdida.

Ahora el pánico pareció adueñarse de Peter.

—Ya sabes: la leyenda —insistió Mal’akh—, una escalera secreta oculta debajo de una piedra.

Señaló el altar central, un bloque enorme de mármol negro con una inscripción dorada en hebreo: DIOS DIJO: «HÁGASE LA LUZ», Y LA LUZ SE HIZO.

—Obviamente, éste es el lugar. El acceso a la escalera debe de estar oculto en uno de los pisos de abajo.

—¡En este edificio no hay ninguna escalera secreta! —gritó Peter.

Mal’akh sonrió pacientemente e hizo un gesto indicando el techo.

—Este edificio tiene forma de pirámide.

Señaló los cuatro lados de la bóveda, que se afinaban hasta confluir en el óculo cuadrado del centro.

—Sí, la Casa del Templo es una pirámide, pero ¿qué tiene que ver eso con…?

—Peter, yo tengo toda la noche —lo interrumpió Mal’akh, alisándose la túnica blanca de seda sobre su cuerpo perfecto—. Katherine, en cambio, no. Si quieres que viva, tienes que decirme cómo encontrar la escalera.

—¡Ya te lo he dicho! —exclamó Peter—. ¡No hay ninguna escalera secreta en este edificio!

—¿No?

Con mucha calma, Mal’akh sacó el papel donde había reorganizado la cuadrícula de símbolos grabados en la base de la pirámide.

—Éste es el mensaje definitivo de la pirámide masónica. Tu amigo Robert Langdon me ayudó a descifrarlo.

Mal’akh levantó la hoja y la sostuvo delante de los ojos de Peter. El venerable maestro contuvo una exclamación. No sólo los sesenta y cuatro símbolos se habían reorganizado en grupos con significado claro, sino que a partir del caos se había materializado un dibujo.

El dibujo de una escalera… debajo de una pirámide.

Peter Solomon se quedó mirando con incredulidad la cuadrícula de símbolos que tenía delante. La pirámide masónica había guardado su secreto durante generaciones, y ahora, de pronto, lo revelaba. Una sensación de oscuro presagio le encogió el estómago.

«El código final de la pirámide».

A primera vista, el verdadero significado de los símbolos seguía siendo un misterio para él. Sin embargo, de inmediato comprendió el motivo de que el hombre tatuado hubiera sacado una conclusión errónea.

«Cree que hay una escalera oculta debajo de la pirámide llamada Heredom. Ha interpretado mal los símbolos».

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—¿Dónde está? —preguntó el hombre tatuado—. Dime cómo encontrar la escalera y salvaré a Katherine.

«Ojalá pudiera —pensó Peter—, pero la escalera no es real».

El mito de la escalera era puramente simbólico; formaba parte de las grandes alegorías de los masones. La escalera de caracol, como la llamaban, aparecía en los tableros de dibujo del segundo grado, y representaba el ascenso intelectual del hombre hacia la verdad divina. Al igual que la escalera de Jacob, la escalera de caracol masónica era un símbolo del camino hacia el cielo, de la ruta del hombre hacia Dios, de la conexión entre el mundo terrenal y el plano espiritual. Sus peldaños representaban las múltiples virtudes de la mente.

«Él debería saberlo —pensó Peter—. Ha sido iniciado en todos los grados».

Todos los iniciados de la masonería oían hablar de la escalera simbólica que les permitiría ascender y «participar en los misterios de la ciencia humana». La francmasonería, como la ciencia noética y los antiguos misterios, tenía en muy alta estima el potencial inexplotado de la mente humana, y muchos símbolos masones guardaban relación con su fisiología.

«La mente es un vértice dorado en la cima del cuerpo físico; es la piedra filosofal. Por la escalera de la columna vertebral, la energía asciende y desciende, circula y conecta la mente celestial con el cuerpo físico».

No era coincidencia, como Peter bien sabía, que la columna tuviera exactamente treinta y tres vértebras.

«Treinta y tres son los grados de la masonería».

La base de la columna era el sacro, es decir, el «hueso sagrado».

«El cuerpo es en verdad un templo».

La ciencia humana que los masones veneraban era la antigua sabiduría que enseñaba a usar ese templo para su fin más noble y poderoso.

Por desgracia, explicar la verdad a ese hombre no iba a servirle para ayudar a Katherine. Peter echó un vistazo a la cuadrícula de símbolos y lanzó un suspiro resignado.

—Tienes razón —mintió—. Es cierto que hay una escalera secreta debajo de este edificio; en cuanto le envíes una ambulancia a Katherine, te la enseñaré.

El hombre de los tatuajes se limitó a mirarlo fijamente.

Solomon le devolvió la mirada, desafiante:

—¡Puedes salvar a mi hermana y averiguar la verdad… o matarnos a los dos y vivir para siempre en la ignorancia!

Con tranquilidad, el hombre bajó el papel y meneó la cabeza.

—No estoy contento contigo, Peter. No has pasado la prueba. Todavía me tomas por tonto. ¿De verdad piensas que no sé lo que estoy buscando? ¿Crees que aún no conozco mi verdadero potencial?

Tras decir eso, el hombre le dio la espalda y dejó caer la túnica. Mientras la seda blanca se deslizaba y caía al suelo con un susurro, Peter vio por primera vez el largo tatuaje que le recorría al hombre toda la columna.

«Dios mío…»

Subiendo en espiral desde el taparrabos blanco, una elegante escalera de caracol dividía por la mitad la musculosa espalda. Cada peldaño correspondía a una vértebra. Sin habla, Peter dejó que sus ojos subieran por la escalera hasta la base del cráneo del hombre.

Sólo podía mirar, asombrado.

Entonces, el hombre de los tatuajes inclinó hacia atrás la cabeza rapada, dejando al descubierto el círculo de piel en blanco, en la coronilla. En torno a la piel virgen, había una serpiente enroscada en círculo, consumiéndose a sí misma.

«La unión».

Más lentamente ahora, el hombre bajó la cabeza y se volvió en dirección a Peter. El enorme fénix bicéfalo del pecho miró al prisionero con ojos vacíos.

—Estoy buscando la Palabra Perdida —dijo el hombre—. ¿Vas a ayudarme… o vais a morir tu hermana y tú?

«Tú sabes cómo encontrarla —pensó Mal’akh—. Sabes algo que no me quieres decir».

Durante los interrogatorios, Peter Solomon había revelado información que probablemente ahora ni siquiera recordaba. Las repetidas sesiones dentro y fuera del tanque de privación sensorial lo habían sumido en un estado de delirante docilidad. Increíblemente, cuando había confesado, todo cuanto había dicho confirmaba la leyenda de la Palabra Perdida.

«La Palabra Perdida no es una metáfora; es real. Está escrita en una lengua antigua… y lleva muchos siglos escondida. Es capaz de conferir un poder inimaginable a aquel que comprenda su verdadero significado. Aún sigue oculta…, y la pirámide masónica tiene el poder de revelarla».

—Peter —dijo Mal’akh, mirando a los ojos a su prisionero—, cuando miraste esa cuadrícula de símbolos…, viste algo. Tuviste una revelación. Esa cuadrícula significa algo para ti. Dime qué es.

—¡No te diré nada mientras no envíes ayuda a Katherine!

Mal’akh le sonrió.

—Aunque no lo creas, la perspectiva de perder a tu hermana es ahora el menor de tus problemas.

Sin una palabra más, se volvió hacia la bolsa de viaje de Langdon y empezó a sacar el material que había guardado antes, en el sótano. Después, comenzó a disponer cuidadosamente los objetos encima del altar del sacrificio.

Una sábana de seda doblada, de color blanco inmaculado.

Un incensario de plata con mirra egipcia.

Un frasco con la sangre de Peter, mezclada con cenizas.

Una pluma negra de cuervo, su sagrado instrumento de escritura.

El cuchillo ritual, forjado con el hierro de un meteorito caído en el desierto de Canaán.

—¿Crees que me da miedo la muerte? —gritó Peter con la voz transida de angustia—. ¡Si no tengo a Katherine, ya no me queda nada! ¡Has matado a toda mi familia! ¡Me lo has quitado todo!

—No, todo no —replicó Mal’akh—. Todavía no.

De la bolsa de viaje, sacó el ordenador portátil de su estudio. Se volvió y miró a su prisionero.

—Me temo que aún no has comprendido el verdadero alcance de tu problema.