Capítulo 114

A poco más de quince kilómetros de distancia, Mal’akh arropó a Peter Solomon con la manta y lo empujó sobre la silla de ruedas a través de un aparcamiento iluminado por la luna, hacia la sombra de un edificio enorme. La estructura tenía exactamente treinta y tres columnas exteriores, cada una de las cuales medía treinta y tres pies exactos de altura[6]. El colosal edificio estaba vacío a esa hora de la noche y no había nadie que pudiera verlos, aunque en realidad daba lo mismo. Desde cierta distancia, nadie habría reparado en un hombre alto de aspecto gentil, con abrigo negro largo, que llevaba a dar un paseo nocturno a un inválido calvo.

Cuando llegaron a la entrada trasera, Mal’akh acercó la silla de Peter al teclado numérico de seguridad. Peter miró las teclas con expresión desafiante, evidenciando que no tenía la menor intención de marcar el código.

Mal’akh se echó a reír.

—¿Crees que te he traído para que me dejes entrar? ¿Tan pronto se te ha olvidado que soy un miembro de tu hermandad?

Tendió la mano y tecleó el código de acceso que le había sido revelado tras su iniciación al trigésimo tercer grado.

La pesada puerta se abrió con un chasquido.

Peter emitió un gruñido y empezó a debatirse en la silla de ruedas.

—¡Ay, Peter, Peter…! —suspiró Mal’akh—. Piensa en Katherine. Si colaboras, ella vivirá; está en tu mano salvarla. Te doy mi palabra.

Empujó la silla de su prisionero hacia el interior del edificio y cerró la puerta por dentro, con el corazón desbocado por la expectación. Tras recorrer con Peter varios pasillos, llegó a un ascensor y pulsó el botón. Las puertas se abrieron y Mal’akh entró de espaldas, tirando de la silla de ruedas. Después, procurando que Solomon viera lo que hacía, tendió la mano y pulsó el botón más alto.

Una expresión de creciente temor surcó el rostro atormentado de su prisionero.

—Tranquilo —susurró Mal’akh, acariciando suavemente la cabeza rapada de Peter mientras las puertas del ascensor se cerraban—. Ya sabes… El secreto es cómo morir.

«¡No puedo recordar todos los símbolos!»

Langdon cerró los ojos, empeñado en rememorar la ubicación exacta de los símbolos grabados en la base de la pirámide de piedra, pero ni siquiera su memoria eidética alcanzaba semejante grado de precisión. Anotó entonces los pocos símbolos que conseguía recordar, colocándolos en las posiciones indicadas por el cuadrado mágico de Franklin.

Aun así, no logró ver nada que tuviera sentido.

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—¡Mira! —exclamó Katherine—. La pista que estás siguiendo debe de ser buena. Todos los símbolos de la primera fila son letras griegas. ¡Los símbolos del mismo tipo se disponen juntos!

Langdon también lo había observado, pero no se le ocurría ninguna palabra griega que coincidiera con aquella configuración de letras y espacios.

«¡Necesito la primera letra!»

Volvió a contemplar el cuadrado mágico, esforzándose por recordar la letra que había visto en el lugar correspondiente al número uno, junto a la esquina inferior izquierda.

«¡Piensa!»

Cerró los ojos y trató de visualizar la base de la pirámide.

«La fila inferior… Junto a la esquina inferior izquierda… ¿Qué letra había?»

Durante un instante, Langdon estuvo de vuelta en el tanque, transido de terror, mirando la base de la pirámide a través de la ventana de plexiglás.

Súbitamente, la vio. Abrió los ojos, respirando ruidosamente.

—¡La primera letra es una «H»!

Volvió a la cuadrícula y escribió la primera letra. La palabra aún estaba incompleta, pero había visto suficiente. De pronto, comprendió cuál podía ser la palabra.

«Ηερεδοµ»

Sintiendo que el pulso le latía con fuerza, tecleó una búsqueda en la BlackBerry, con el equivalente en caracteres latinos de la conocida palabra griega. El primero de los resultados que aparecieron en la pantalla enlazaba con el artículo de una enciclopedia. En cuanto lo leyó, supo que había dado con la respuesta.

Heredom. n. m. Palabra importante en los grados más altos de la masonería, en particular, la del Rito Rosacruz francés, donde alude a una mítica montaña de Escocia, sede legendaria de su primera agrupación. Deriva del griego Ηερεδοµ, que a su vez tiene su origen en hieros-domos, «casa sagrada» en griego.

—¡Eso es! —exclamó Langdon, sin salir de su asombro—. ¡Allí es adonde han ido!

Sato, que había estado leyendo por encima de su hombro, parecía confusa.

—¿Adónde? ¿A una mítica montaña de Escocia?

Langdon negó con la cabeza.

—No, a un edificio de Washington cuyo nombre cifrado es Heredom.