Capítulo 113

Envuelto en mantas de lana, Langdon se irguió sobre las piernas temblorosas y bajó la vista para contemplar el tanque de líquido, con la tapa abierta. Había recuperado el cuerpo, aunque hubiese preferido no hacerlo. La garganta y los pulmones le quemaban. El mundo le resultaba duro y cruel.

Sato acababa de explicarle lo sucedido en el tanque de privación sensorial, y había añadido que, de no haberlo sacado a tiempo, probablemente habría muerto de inanición o algo peor. Langdon estaba casi convencido de que Peter había sufrido una experiencia similar. «El señor Solomon se encuentra en la zona intermedia —le había dicho esa misma noche el hombre de los tatuajes—. En el purgatorio… Hamistagan». Robert estaba convencido de que, si su amigo se había visto obligado a pasar por más de uno de esos procesos de renacimiento, probablemente le habría contado a su captor todo lo que éste hubiera querido saber.

Sato le indicó a Langdon que la siguiera y así lo hizo él, arrastrando lentamente los pies por un pasillo estrecho que se adentraba en las profundidades de aquella extraña guarida que ahora veía por primera vez. Entraron en una habitación cuadrada, con una mesa de piedra y una iluminación espectral. Al ver a Katherine, Langdon dejó escapar un suspiro de alivio. Aun así, la escena era inquietante.

La mujer estaba acostada boca arriba sobre la mesa de piedra. En el suelo había varias toallas empapadas en sangre. Un agente de la CIA sostenía en alto una bolsa para infusión intravenosa con el tubo conectado al brazo de Katherine, que sollozaba en silencio.

—¿Katherine? —articuló Langdon, casi incapaz de hablar.

Ella volvió la cabeza, con expresión desorientada y confusa.

—¡¿Robert?! —Sus ojos reflejaron primero incredulidad y después alegría—. ¡Pero si he visto cómo te ahogabas!

Él se acercó a la mesa de piedra.

Katherine hizo un esfuerzo y se sentó, sin hacer caso del tubo intravenoso ni de las objeciones médicas del agente. Langdon se inclinó sobre la mesa y ella le tendió los brazos para rodear su cuerpo envuelto en mantas y estrecharlo contra su pecho.

—Gracias a Dios —murmuró, besándole la mejilla.

Lo besó una vez más y lo estrechó contra sí, como si no pudiera creer que fuera real.

—No entiendo… cómo…

Sato empezó a explicar algo acerca de tanques de privación sensorial y perfluorocarbonos oxigenados, pero era evidente que Katherine no le estaba prestando atención. Sólo quería sentir a Langdon a su lado.

—Robert —dijo—, Peter está vivo.

Con voz temblorosa, le contó el terrible encuentro y le describió el estado físico de su hermano. Mencionó la silla de ruedas, el extraño cuchillo, las alusiones a algún tipo de «sacrificio», y le contó que el hombre de los tatuajes la había dejado desangrándose, a modo de clepsidra humana, para convencer a Peter de que debía colaborar cuanto antes.

A Langdon le costaba hablar.

—¿Tienes… alguna idea… de dónde han podido ir?

Se apartó para mirarla.

Katherine tenía lágrimas en los ojos.

—Dijo que había descifrado la cuadrícula de la base de la pirámide y que ésta le había indicado que fuera a la montaña sagrada.

—¿Tiene eso algún sentido para usted, profesor? —lo apremió Sato.

Langdon negó con la cabeza.

—Ninguno. —Aun así, le quedaba una esperanza—. Sin embargo, si él encontró la información en la base de la pirámide, nosotros también podemos encontrarla.

La cuadrícula de símbolos era una de las últimas imágenes que había visto antes de ahogarse, y las experiencias traumáticas suelen grabar en la mente los recuerdos con particular fuerza. Era capaz de recordar una parte de la misma; no toda, desde luego, y se preguntaba si sería suficiente.

Se volvió hacia Sato y dijo en tono perentorio:

—Quizá lo que recuerdo baste para averiguar lo que queremos, pero necesito consultar algo en Internet.

La directora sacó su BlackBerry del bolsillo.

—Busque «cuadrado de Franklin de orden ocho».

Ella lo miró con asombro, pero empezó a teclear sin hacer preguntas.

Langdon aún tenía la vista nublada y sólo entonces empezaba a procesar el extraño lugar donde se encontraba. Se dio cuenta de que la mesa de piedra donde se apoyaban estaba cubierta de manchas antiguas de sangre, y que la pared de la derecha estaba totalmente empapelada con textos, fotografías, dibujos, y mapas, todo ello conectado con una gigantesca red de líneas.

«Dios mío».

Se acercó al extraño collage, sujetando aún contra el cuerpo las mantas que lo envolvían. En la pared, colgada con chinchetas, había una extrañísima colección de información: hojas de textos antiguos, desde manuales de magia negra hasta textos sagrados del cristianismo; dibujos de símbolos y sellos; páginas impresas de webs que difundían teorías conspiratorias, e imágenes de Washington captadas por satélite, marcadas con notas y signos de interrogación. En una de las hojas había una larga lista de palabras en muchos idiomas, entre las que reconoció varios términos sagrados masónicos, así como fórmulas mágicas y encantamientos rituales.

«¿Es eso lo que busca? ¿Una palabra? ¿Es así de simple?»

El escepticismo que desde hacía tiempo profesaba Langdon respecto a la pirámide masónica se debía sobre todo a su pretendida revelación: la localización de los antiguos misterios. Supuestamente, la pista debía conducir a una especie de enorme cámara subterránea, repleta de miles y miles de volúmenes, que de algún modo habrían sobrevivido a la desaparición de las antiguas bibliotecas que alguna vez los habían albergado. Todo eso le parecía imposible.

«¿Una cámara tan grande? ¿En el subsuelo de Washington?»

En ese momento, sin embargo, el recuerdo de la conferencia de Peter en la Academia Phillips Exeter, combinado con las listas de palabras que tenía delante, le abrió otra asombrosa posibilidad.

Langdon no creía ni por asomo en el poder de las palabras mágicas…, sin embargo, parecía bastante evidente que el hombre tatuado sí creía en ellas. Se le aceleró el pulso mientras volvía a repasar con la vista las notas garabateadas, los mapas, los textos, las páginas impresas y todas las líneas interconectadas y las notas adhesivas.

Era indudable que había un tema recurrente.

«Dios mío, ese hombre está buscando el verbum significatium… la Palabra Perdida…»

Langdon dejó que cobrara forma la idea, recordando fragmentos de la conferencia de Peter.

«Lo que busca es la Palabra Perdida. ¡Eso es lo que cree que está sepultado aquí en Washington!»

Sato se situó a su lado.

—¿Es esto lo que ha pedido? —preguntó mientras le pasaba la BlackBerry.

Langdon vio la cuadrícula numérica de ocho filas por ocho columnas que aparecía en la pantalla.

—Exacto. —Cogió un trozo de papel—. Necesitaré un bolígrafo.

Sato le dio el que tenía en el bolsillo.

—Dese prisa, por favor.

En la oficina del sótano de la Dirección de Ciencia y Tecnología, Nola Kaye estaba estudiando una vez más el documento censurado que le había llevado Rick Parrish, el especialista en seguridad de sistemas.

«¿Qué demonios hará el director de la CIA con un archivo sobre pirámides antiguas y localizaciones subterráneas secretas?»

Cogió el teléfono y marcó un número.

Sato respondió al instante, con voz tensa.

—¿Sí, Nola? Estaba a punto de llamarte.

—Tengo información nueva —dijo Nola—. No sé muy bien cómo encaja en todo esto, pero he descubierto que hay un documento censu…

—Sea lo que sea, olvídalo —la interrumpió Sato—. No tenemos tiempo. No hemos podido capturar al objetivo y tengo todos los motivos para pensar que está a punto de hacer efectiva su amenaza.

Nola se estremeció.

—El aspecto positivo es que sabemos exactamente adónde se dirige. —Sato hizo una profunda inspiración—. El negativo es que se ha llevado el portátil.