La directora Sato estaba sola en el estudio, a la espera de que la división de imágenes por satélite de la CIA procesara su solicitud. Uno de los lujos de trabajar en Washington era la cobertura por satélite. Con suerte, uno de éstos habría estado esa noche en la posición exacta para tomar fotos de la casa…, y quizá hubiera captado el vehículo que había salido de allí hacía menos de media hora.
—Lo siento, señora —dijo el técnico—, pero esta noche no tenemos cobertura para esas coordenadas. ¿Quiere repetir la solicitud?
—No, gracias. Ya no hay tiempo.
Cortó la comunicación y exhaló un suspiro, sin saber cómo hacer para localizar a su objetivo. Salió al vestíbulo, donde sus hombres habían metido el cuerpo del agente Hartmann en una bolsa y lo estaban llevando al helicóptero. Sato había ordenado a Simkins que reuniera al equipo y preparara el regreso a Langley, pero el agente estaba en el salón, apoyado a cuatro patas en el suelo. Parecía enfermo.
—¿No te sientes bien?
Cuando Simkins levantó la vista, tenía una expresión extraña.
—¿Ha visto esto? —preguntó, señalando el suelo del salón.
Sato se acercó y observó atentamente la moqueta, pero negó con la cabeza. No veía nada.
—Agáchese —dijo Simkins—. Fíjese en el pelo de la alfombra.
Ella lo hizo y, al cabo de un momento, lo vio. Las fibras parecían aplastadas…, hundidas a lo largo de dos líneas rectas, como si alguien hubiera transportado por la habitación un objeto pesado sobre ruedas.
—Lo más curioso —añadió el agente— es el sitio donde termina el rastro.
Lo señaló.
La mirada de Sato siguió el recorrido de las tenues líneas paralelas a través de la moqueta del salón. El rastro parecía desaparecer bajo un cuadro enorme que cubría la pared desde el suelo hasta el techo, junto a la chimenea.
«Pero ¿qué demonios…?»
Simkins se acercó al lienzo e intentó separarlo de la pared por debajo. El cuadro no se movió.
—Está fijo —anunció mientras pasaba los dedos por los bordes—. Un momento, creo que aquí debajo hay algo…
El dedo tocó una pequeña palanca bajo el borde inferior y se oyó un chasquido.
Sato dio un paso al frente, al tiempo que Simkins empujaba el marco y hacía rotar lentamente el cuadro sobre su eje central, como una puerta giratoria.
El agente levantó la linterna e iluminó el espacio oscuro que se abría al otro lado.
Sato entornó los ojos.
«¡Vamos!»
Al final de un breve pasillo había una pesada puerta metálica.
Los recuerdos que habían avanzado en oleadas por la negrura de la mente de Langdon se habían marchado como habían venido. A su estela se arremolinaba un rastro de chispas al rojo, junto con el mismo susurro distante y espectral.
«Verbum significatium… Verbum omnificum… Verbum perdo».
La salmodia continuaba como el zumbido monótono de las voces de un cántico medieval.
«Verbum significatium… Verbum omnificum…» Las palabras cayeron rodando por el espacio vacío y a su alrededor comenzaron a oírse ecos de voces nuevas.
«Apocalipsis… Franklin… Apocalipsis… Verbum… Apocalipsis…»
De pronto, una campana fúnebre empezó a doblar a lo lejos, en algún lugar, y siguió sonando sin parar, cada vez con más fuerza y urgencia, como si esperara que Langdon comprendiera, como incitando a su mente a seguirla.