Mal’akh sólo llevaba puesto el taparrabos de seda cuando subió velozmente por la rampa, franqueó la puerta de acero y pasó al salón de la casa a través del cuadro. «Tengo que prepararme a toda prisa. —Echó una mirada al agente de la CIA que yacía muerto en el vestíbulo—. Esta casa ya no es segura».
Con la pirámide de piedra en la mano, entró directamente en el estudio de la planta baja y se sentó delante del ordenador portátil. Mientras tecleaba la contraseña, imaginó a Langdon en la urna y se preguntó cuántos días o incluso semanas pasarían antes de que alguien descubriera el cadáver sumergido en el sótano secreto. Daba lo mismo. Para entonces, haría mucho tiempo que Mal’akh se habría marchado.
«Langdon ha cumplido su función… de manera brillante».
El profesor no sólo había reunido las piezas de la pirámide masónica, sino que había encontrado la manera de interpretar la arcana cuadrícula de símbolos de la base. A primera vista, los símbolos parecían indescifrables, pero la respuesta era sencilla… y estaba ante sus propios ojos.
El portátil de Mal’akh volvió a la vida y apareció en la pantalla el mismo mensaje de correo electrónico que había recibido antes: una fotografía del vértice reluciente de la pirámide, parcialmente tapado por un dedo de Warren Bellamy.
El
secreto está
dentro de Su Orden
de Franklin Square
«Ocho de Franklin Square», le había dicho Katherine. También había admitido que los agentes de la CIA estaban vigilando la plaza, con la esperanza de capturar a Mal’akh y averiguar de paso cuál era la orden a la que hacía referencia el vértice. ¿Los masones? ¿Los shriners? ¿Los rosacruces?
«Ninguna. —Ahora Mal’akh lo sabía—. Langdon vio la verdad».
Diez minutos antes, mientras subía el nivel del líquido en torno a su cara, el profesor de Harvard había dado con la clave para resolver la pirámide:
—¡Orden Ocho de Franklin Square! —había gritado, con el terror pintado en los ojos—. ¡El cuadrado de Franklin de orden ocho!
Al principio, Mal’akh no entendió lo que quería decir.
—¡Franklin Square no es la plaza, sino el cuadrado[5]! —aulló Langdon con la boca aplastada contra la ventana de plexiglás—. ¡El cuadrado de Franklin de orden ocho es un cuadrado mágico!
Después dijo algo a propósito de Alberto Durero y de cómo el primer código de la pirámide era una pista para descifrar el último.
Mal’akh conocía bien los cuadrados mágicos o kameas, como los llamaban los místicos del pasado. El antiguo texto De occulta philosophia describía con lujo de detalles el poder místico de los cuadrados mágicos y los métodos para crear sellos poderosos, basados en esas enigmáticas cuadrículas numéricas. ¿Y ahora Langdon le estaba diciendo que un cuadrado mágico era la clave para descifrar la base de la pirámide?
—¡Hace falta un cuadrado mágico de orden ocho! —había vociferado el profesor, cuando los labios eran la única parte del cuerpo que aún sobresalía por encima de la superficie del líquido—. ¡Los cuadrados mágicos se clasifican en órdenes! ¡Un cuadrado de tres por tres es de orden tres! ¡Y uno de cuatro por cuatro es de orden cuatro! ¡Se necesita uno de orden ocho!
El líquido estaba a punto de cubrir por completo a Langdon, que inhaló una última bocanada desesperada de aire y gritó algo acerca de un masón famoso…, uno de los padres fundadores de la nación…, un científico, místico, matemático, inventor… y creador de la kamea mística que aún llevaba su nombre.
Franklin.
En un destello de entendimiento, Mal’akh supo que Langdon tenía razón.
Ahora, jadeante de expectación, estaba delante de su portátil. Una búsqueda rápida en Internet arrojó docenas de resultados. Eligió uno y empezó a leer.
EL CUADRADO DE FRANKLIN DE ORDEN OCHO
Uno de los cuadrados mágicos más conocidos de la historia es el de orden ocho publicado en 1769 por el científico estadounidense Benjamin Franklin, notable sobre todo porque fue el primero en sumar también las «diagonales quebradas». La obsesión de Franklin con esa mística forma de arte fue probablemente producto de su amistad con algunos de los alquimistas y místicos más destacados de la época, así como de su creencia en la astrología, que dio pie a las predicciones formuladas en su Almanaque del pobre Richard.
Mal’akh estudió la famosa creación de Franklin: una singular cuadrícula con los números del 1 al 64, en la que todas las filas, todas las columnas y todas las diagonales sumaban la misma constante mágica. «El secreto está dentro del cuadrado de Franklin de orden ocho».
Sonrió. Temblando de emoción, aferró la pirámide de piedra y le dio la vuelta para examinar la base.
Había que reorganizar los sesenta y cuatro símbolos y disponerlos en otro orden, respetando la secuencia marcada por los números del cuadrado mágico de Franklin. Aunque no imaginaba cómo podía adquirir repentinamente sentido esa cuadrícula caótica de signos con sólo cambiarles el orden, Mal’akh tenía fe en la antigua promesa.
«Ordo ab chao».
Con el corazón desbocado, cogió una hoja y trazó rápidamente una cuadrícula vacía de ocho filas por ocho columnas. Después empezó a colocar los símbolos, uno a uno, en sus nuevas posiciones. Casi de inmediato, para su sorpresa, el cuadrado comenzó a tener sentido.
«¡Orden del caos!»
Terminó de descifrar la cuadrícula y se quedó mirando incrédulo la solución que se ofrecía a sus ojos. Una imagen clara y definida había cobrado forma. La enmarañada cuadrícula había sido transformada, reorganizada…, y aunque Mal’akh no logró captar el significado del mensaje completo, comprendió lo suficiente…, lo suficiente para saber hacia adónde dirigirse a continuación.
«La pirámide indica el camino».
El cuadrado apuntaba hacia uno de los grandes lugares místicos del mundo. Increíblemente, era el mismo donde Mal’akh siempre había situado, en su imaginación, el fin de su viaje.
«Es el destino».