Capítulo 105

Cuando Rick Parrish, especialista de la CIA en seguridad de sistemas, entró por fin a grandes zancadas en el despacho de Nola Kaye, sólo llevaba una hoja en la mano.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó ella.

«¡Te dije que vinieras de inmediato!», pensó.

—Lo siento —se disculpó él mientras se ajustaba las gruesas gafas sobre la voluminosa nariz—. Estaba intentando encontrar más información para ti, pero…

—Enséñame lo que tengas.

Parrish le entregó la página impresa.

—Está censurado, pero se capta lo esencial.

Nola recorrió la página con la vista sin salir de su asombro.

—Todavía estoy tratando de averiguar cómo hizo el pirata para acceder —dijo Parrish—, pero supongo que lo habrá hecho con una araña de búsqueda, para aprovecharse de uno de nuestros motores de…

—¡Olvídate de eso! —le soltó Nola—. ¿Qué demonios pinta en la CIA un archivo secreto sobre pirámides, portales antiguos y symbola tallados?

—Eso es lo que me ha llevado tanto tiempo. Para ver cuál era el documento de destino, me puse a rastrear la ruta del archivo. —Parrish hizo una pausa y carraspeó—. Parece ser que el documento está en una partición asignada personalmente… al director de la CIA, nada menos.

Nola giró en la silla, con los ojos desorbitados por el asombro.

«¿El superior de Sato tiene un archivo que habla de la pirámide masónica?»

Sabía que el actual director, lo mismo que otros muchos altos cargos de la CIA, era un masón destacado, pero no podía imaginar que ninguno de ellos guardara secretos masónicos en un ordenador de la CIA.

Aun así, considerando lo que había visto en las últimas veinticuatro horas, tenía que admitir que todo era posible.

El agente Simkins estaba tumbado boca abajo, oculto entre los arbustos de Franklin Square. Tenía los ojos fijos en el pórtico del Almas Temple. «Nada». No se había encendido ninguna luz en el interior, ni se había acercado nadie a la puerta. Volvió la cabeza y miró a Bellamy, que iba y venía en medio de la plaza, con aspecto de estar pasando frío, mucho frío. Simkins lo veía temblar y estremecerse.

Sonó el teléfono. Era Sato.

—¿Qué retraso lleva nuestro objetivo? —preguntó la directora.

Simkins consultó el cronógrafo.

—Dijo que tardaría veinte minutos. Han pasado casi cuarenta. Algo va mal.

—No vendrá —replicó Sato—. Se acabó.

Simkins sabía que tenía razón.

—¿Alguna noticia de Hartmann?

—No, no ha llamado desde Kalorama Heights. Tampoco consigo contactar con él.

Simkins enderezó la espalda. Si era cierto lo que decía Sato, entonces era evidente que algo iba muy mal.

—Acabo de llamar al equipo de apoyo externo —dijo Sato—. Tampoco han podido dar con él.

«Mierda».

—¿Pueden localizar al Escalade por GPS?

—Sí. Está en una finca privada en Kalorama Heights —dijo Sato—. Reúne a tus hombres. Nos vamos.

Sato cerró el teléfono con un chasquido y contempló el paisaje majestuoso de la capital. El viento helado era como un latigazo a través de la chaqueta ligera y ella se rodeó el pecho con los brazos para conservar el calor. La directora Inoue Sato no era una persona que normalmente sintiera frío… o miedo. En ese momento, sin embargo, sentía ambas cosas.