Capítulo 103

Como nadador experto que era, Robert Langdon se había preguntado a menudo qué se sentiría al ahogarse. Ahora sabía que iba a averiguarlo de primera mano. Aunque podía aguantar la respiración más que la mayoría, ya notaba la reacción de su cuerpo a la falta de aire. El dióxido de carbono empezaba a acumularse en su sangre, y ello traía consigo el impulso instintivo de aspirar. «No respires». El acto reflejo de hacerlo aumentaba en intensidad con cada minuto que pasaba. Langdon sabía que no tardaría en alcanzar el punto crítico de la denominada apnea voluntaria, el momento en el que una persona no podía aguantar más la respiración.

«¡Abra la tapa!» Su instinto le decía que se pusiera a dar golpes y a forcejear, pero él sabía que no debía malgastar un oxígeno valioso. Lo único que podía hacer era mirar a través del borrón de agua que lo cubría y no perder la esperanza. Ahora el mundo exterior no era más que un brumoso recuadro de luz al otro lado de la ventana de plexiglás. Los músculos principales le ardían, y él sabía que la hipoxia no tardaría en llegar.

De pronto contempló un rostro bello y fantasmal. Era Katherine, sus delicados rasgos casi etéreos a través del velo líquido. Se miraron a los ojos y, por un instante, Langdon creyó que se había salvado. «¡Katherine!» Pero en seguida oyó sus ahogados gritos de horror y supo que era su captor quien la había llevado hasta allí. El monstruo tatuado la estaba obligando a presenciar lo que estaba a punto de suceder.

«Katherine, lo siento…»

En aquel lugar extraño, oscuro, atrapado bajo el agua, Langdon se esforzaba por digerir que ésos serían sus últimos instantes de vida. Dentro de poco dejaría de existir… Todo lo que era… o había sido… o sería… se acababa. Cuando su cerebro muriese, todos los recuerdos almacenados en su materia gris, junto con todos los conocimientos que había adquirido, se desvanecerían sin más en un mar de reacciones químicas.

En ese momento Robert Langdon se dio cuenta de cuán insignificante era dentro del universo. Era la sensación más solitaria y humilde que había experimentado en su vida. Notó que el punto crítico se aproximaba y casi dio gracias a Dios.

Había llegado su hora.

Sus pulmones expulsaron los últimos restos de aire viciado y se hundieron, dispuestos a aspirar. Así y todo, Langdon aguantó un instante más, su último segundo. Entonces, como quien ya no es capaz de resistir con la mano sobre una llama, se abandonó al destino.

El acto reflejo se impuso a la razón.

Sus labios se abrieron.

Sus pulmones se dilataron.

Y el líquido entró a borbotones.

El dolor que sintió en el pecho era mayor de lo que jamás había imaginado. El líquido abrasaba a su paso hacia los pulmones. De ahí se irradió en el acto hasta el cerebro, y fue como si le estrujaran la cabeza en un torno. Sintió un ruido atronador en los oídos, y a lo largo de todo el proceso Katherine Solomon no paró de chillar.

Percibió un destello de luz cegador.

Seguido de negrura.

Y Robert Langdon dejó de existir.