Capítulo 10

Robert Langdon había entrado en la Rotonda del Capitolio muchas veces en su vida, pero nunca a plena carrera. Al llegar a toda velocidad a la entrada norte, divisó a un grupo de turistas que permanecía arremolinado en el centro de la sala. Un niño pequeño estaba gritando, y sus padres intentaban consolarlo. Otras personas los rodeaban, y varios guardias de seguridad intentaban poner orden.

—¡Lo ha sacado del cabestrillo —dijo alguien con gran agitación—, y lo ha dejado ahí!

Al acercarse, Langdon pudo ver lo que estaba causando toda esa conmoción. Ciertamente, el objeto que había en el suelo del Capitolio era extraño, pero su presencia difícilmente podía haber causado ese griterío.

Langdon había visto objetos como el del suelo muchas veces. En el Departamento de Arte de Harvard los había a docenas: modelos de plástico de tamaño natural que escultores y pintores utilizaban para ayudarse a captar el atributo más complejo del cuerpo humano, que, sorprendentemente, no era la cara, sino la mano. «¿Alguien ha dejado una mano de maniquí en la Rotonda?»

Las manos de maniquí —o manoquíes, como las llamaban algunos— tenían dedos articulados que permitían a los artistas colocar la mano en la posición que quisieran (para los estudiantes universitarios de segundo año solía ser con el dedo corazón extendido). Esa manoquí, sin embargo, había sido colocada con los dedos índice y pulgar apuntando al cielo.

Sin embargo, al acercarse, Langdon advirtió que la manoquí era algo inusual. Su superficie de plástico no parecía tener la suavidad habitual. Se veía, en cambio, moteada y ligeramente arrugada, como si fuera…

«Piel».

Langdon se detuvo de golpe.

Entonces vio la sangre. «¡Dios mío!»

La muñeca cercenada parecía haber sido ensartada en una base de madera para que se mantuviera en posición vertical. Langdon sintió que le sobrevenía una náusea. Luego se acercó todavía más, aguantando la respiración, y vio que los dedos índice y pulgar habían sido decorados con unos pequeños tatuajes. No fue eso, sin embargo, lo que llamó su atención. Su mirada se posó instantáneamente sobre el familiar anillo de oro que lucía el dedo anular.

«No».

Langdon retrocedió. La cabeza le comenzó a dar vueltas al percatarse de que estaba mirando la mano cercenada de Peter Solomon.