El ascensor Otis que sube por el pilar sur de la Torre Eiffel va repleto de turistas. Dentro de la atestada cabina, un austero hombre de negocios vestido con un traje perfectamente planchado baja la mirada hacia el chico que tiene al lado.
—Se te ve pálido, hijo. Deberías haberte quedado en la planta baja.
—Estoy bien… —contesta el chico, esforzándose por controlar su ansiedad—. Me bajaré en el siguiente piso.
«No puedo respirar».
El hombre se inclina sobre el chico.
—Creía que a estas alturas ya lo habrías superado —y le acaricia afectuosamente la mejilla.
El chico se siente avergonzado por haber decepcionado a su padre, pero apenas puede oír nada por culpa del pitido en los oídos. «No puedo respirar. ¡Tengo que salir de esta caja!»
El operador hace algún comentario reconfortante sobre los pistones articulados y el hierro pudelado del ascensor. A lo lejos, las calles de París se extienden en todas direcciones.
«Ya casi hemos llegado —se dice el chico mientras estira el cuello y levanta la mirada hacia la plataforma de salida—. Aguanta un poco más».
A medida que el ascensor se va acercando al observatorio superior, el hueco empieza a estrecharse y sus enormes puntales a contraerse, formando un estrecho túnel vertical.
—Papá, no creo…
De repente resuena un estallido en staccato. La cabina da una sacudida y se balancea hacia un lado de un modo extraño. Los deshilachados cables comienzan a restallar sobre la cabina, golpeándola como si de serpientes se tratara. El muchacho se coge de la mano de su padre.
—¡Papá!
Ambos se quedan mirando mutuamente durante un aterrador segundo.
Y de repente el suelo del ascensor desaparece bajo sus pies.
Robert Langdon se incorporó de golpe en su sillón de piel, todavía aturdido por la semiconsciente ensoñación. Iba sentado a solas en la enorme cabina de un avión privado Falcon 2000EX que en esos momentos atravesaba una turbulencia. De fondo se podía oír el zumbido uniforme de los motores duales Pratt & Whitney.
—¿Señor Langdon? —crepitó el intercomunicador—. Estamos a punto de aterrizar.
Langdon se irguió en su asiento y volvió a meter las notas de la conferencia en su bolsa de piel. Estaba repasando la simbología masónica cuando su mente había comenzado a divagar. La ensoñación sobre su fallecido padre, sospechaba Langdon, debía de estar provocada por la inesperada invitación que esa misma mañana había recibido de su antiguo mentor, Peter Solomon.
«El otro hombre a quien nunca he querido decepcionar».
El filántropo, historiador y científico de cincuenta y ocho años había tomado a Langdon bajo su protección casi treinta años atrás, ocupando en muchos sentidos el vacío que había dejado en éste la muerte de su padre. A pesar de la influyente dinastía familiar y de la enorme fortuna de Solomon, Langdon no había encontrado más que humildad y cordialidad en sus delicados ojos grises.
Por la ventanilla, Langdon advirtió que el sol ya se había puesto, pero todavía pudo distinguir la esbelta silueta del obelisco más grande del mundo, alzándose en el horizonte como la aguja de un ancestral gnomon. Los ciento setenta metros de altura del obelisco de mármol señalaban el corazón de esa nación. Alrededor de la aguja se extendía concéntricamente la meticulosa geometría de calles y monumentos.
Incluso desde el aire, Washington emanaba un poder casi místico.
A Langdon le encantaba esa ciudad y, en cuanto el avión aterrizó, sintió una creciente excitación por lo que le esperaba esa noche. El avión se dirigió hacia una terminal privada que había en algún lugar de la vasta extensión del Aeropuerto Internacional Dulles y finalmente se detuvo.
Langdon recogió sus cosas, dio las gracias a los pilotos y abandonó el lujoso interior del avión por la escalera desplegable. El frío aire de enero le resultó liberador.
«Respira, Robert», pensó mientras contemplaba los espacios abiertos.
Una sábana de blanca niebla cubría la pista, y al descender hacia el neblinoso asfalto, Langdon tuvo la sensación de sumergirse en un pantano.
—¡Hola! ¡Hola! —oyó que gritaba una cantarina voz con acento británico desde el otro lado de la pista—. ¿Profesor Langdon?
Levantó la mirada y vio que una mujer de mediana edad con una insignia y un portapapeles se dirigía apresuradamente hacia él, saludándolo alegremente mientras se acercaba. Unos cuantos rizos rubios sobresalían por debajo de un estiloso gorro de lana.
—¡Bienvenido a Washington, señor!
Langdon sonrió.
—Gracias.
—Soy Pam, del servicio de pasajeros. —La mujer hablaba con un entusiasmo que resultaba casi inquietante—. Si tiene la amabilidad de acompañarme, señor, su coche le está esperando.
Langdon la siguió por la pista en dirección a la terminal Signature, que estaba rodeada de relucientes aviones privados. «Una parada de taxis para los ricos y famosos».
—No quiero avergonzarle, profesor —dijo la mujer con timidez—, pero usted es el Robert Langdon que escribe libros sobre símbolos y religión, ¿verdad?
Langdon vaciló y luego asintió.
—¡Lo sabía! —exclamó ella, radiante—. ¡En mi grupo de lectura leímos su libro sobre lo sagrado femenino y la Iglesia! ¡Menudo escándalo! ¡Está claro que a usted le gusta alborotar el gallinero!
Él sonrió.
—Bueno, en realidad mi intención no era escandalizar.
La mujer pareció advertir que Langdon no tenía muchas ganas de hablar sobre su obra.
—Lo siento. Parloteo demasiado. Supongo que debe de estar harto de que lo reconozcan…, aunque en realidad es culpa suya —dijo mientras señalaba alegremente la ropa que él llevaba puesta—. Su uniforme lo ha delatado.
«¿Mi uniforme?» Langdon miró la ropa que llevaba puesta. Iba con su habitual jersey de cuello alto, una americana Harris de tweed, unos chinos y unos mocasines colegiales de cordobán… La indumentaria estándar para las clases, el circuito de conferencias, las fotografías de autor y los eventos sociales.
La mujer se rio.
—Esos jerséis de cuello alto que lleva están muy pasados de moda. ¡Estaría más elegante con una corbata!
«Ni hablar —pensó él—. Son pequeñas sogas».
Langdon se había visto obligado a llevar corbata seis días a la semana cuando estudiaba en la Academia Phillips Exeter, y a pesar de que el romántico director aseguraba que su origen se remontaba a la fascalia de seda que llevaban los oradores romanos para calentar sus cuerdas vocales, Langdon sabía que, etimológicamente, el término «corbata» en realidad derivaba de una despiadada banda de mercenarios «croatas» que se ponían pañuelos en el cuello antes de la batalla. Hoy en día, ese antiguo atuendo de guerra lo seguían llevando los modernos guerreros de las oficinas con la esperanza de intimidar a sus enemigos en las batallas diarias del salón de juntas.
—Gracias por el consejo —dijo Langdon tras soltar una risa ahogada—. Lo tendré en cuenta en futuras ocasiones.
Afortunadamente, un hombre de aspecto profesional y vestido con un traje oscuro salió de un elegante Lincoln Town que estaba aparcado junto a la terminal y le hizo una seña.
—¿Señor Langdon? Soy Charles, del servicio de limusinas Beltway —dijo, y le abrió la puerta del asiento de pasajeros—. Buenas tardes, señor. Bienvenido a Washington.
Langdon le dio una propina a Pam por su hospitalidad y luego se metió en el lujoso interior del Lincoln Town. El chófer le enseñó dónde estaban el control de temperatura, el agua embotellada y la cesta con magdalenas calientes. Unos segundos después, Langdon avanzaba a toda velocidad por una carretera de acceso restringido. «De modo que así es como vive la otra mitad».
Mientras el chófer conducía el coche en dirección a Windsock Drive, consultó su lista de pasajeros e hizo una rápida llamada.
—Servicio de limusinas Beltway —dijo el chófer con eficiencia profesional—. Me han indicado que confirmara el aterrizaje de mi pasajero. —Hizo una pausa—. Sí, señor. Su invitado, el señor Langdon, acaba de llegar. A las siete de la tarde estará en el edificio del Capitolio. Gracias, señor —y colgó.
Langdon no pudo evitar sonreír. «No ha dejado piedra por mover». El detallismo de Peter Solomon era una de sus más potentes bazas, y le permitía gestionar su considerable poder con aparente facilidad. «Unos pocos miles de millones de dólares en el banco tampoco hacen ningún daño, claro está».
Langdon se acomodó en el lujoso asiento de piel y cerró los ojos mientras el ruido del aeropuerto quedaba cada vez más lejos. El Capitolio estaba a media hora, así que aprovechó el tiempo a solas para poner en orden sus pensamientos. Todo había pasado tan de prisa que hasta ahora no se había parado a pensar seriamente en la increíble noche que le esperaba.
«Cuánto secretismo el de mi llegada», pensó Langdon, a quien la idea no dejaba de hacerle gracia.
A dieciséis kilómetros del edificio del Capitolio, una figura solitaria aguardaba con impaciencia la llegada de Robert Langdon.