El señor Gumb reanudó sus tareas a última hora de la tarde.
Con un par de lagrimones peligrosamente suspendidos al borde de sus párpados, estuvo contemplando el vídeo una y otra vez. En la pequeña pantalla, Mamá subía al tobogán y se lanzaba a la piscina. Las lágrimas borraban la visión de Jame Gumb, como si fuese él quien se hallase dentro del agua.
Apoyada sobre su tripa, burbujeaba una botella de agua caliente, como burbujeaba el estómago de su perrita cuando se acurrucaba encima de él.
Ya no podía soportarlo más; no podía soportar que aquello que tenía metido en el pozo hubiese secuestrado a su Preciosa, la tuviese prisionera y encima la amenazase. En realidad, el señor Gumb no estaba seguro de poder liquidar al material antes de que aquel ser hiriese fatalmente a su Preciosa, pero había de intentarlo. Y ahora mismo.
Se desnudó y se puso el batín; siempre concluía las tareas de la cosecha desnudo y ensangrentado como un recién nacido.
De su amplio y bien surtido botiquín sacó el ungüento que había empleado para curar a Preciosa cuando la arañó aquel gato. Sacó también una caja de tiritas, mercromina y la pantalla de plástico que le había dado el veterinario para impedir que la perrita se lamiese si tenía una llaga. En el sótano tenía un par de depresores de lengua que emplearía para entablillarle la patita fracturada y un tubo de pomada calmante que le aplicaría en el caso de que aquella cosa estúpida, al defenderse con patadas y manotazos antes de morir, le causase algún rasguño a su Preciosa.
Un certero disparo en la cabeza; estaba dispuesto a sacrificar la melena. Preciosa valía más que todas las melenas del mundo. Renunciar a aquella cabellera era un sacrificio, una ofrenda destinada a comprar la seguridad de su querido animalito.
Bajó con cuidado la escalera, entró en la cocina. Se sacó las zapatillas y empezó a bajar la oscura escalera del sótano, permaneciendo junto a la barandilla, para que los escalones no crujiesen.
No encendió la luz. Al llegar abajo, giró a la derecha, hacia el taller, avanzando a tientas por aquella conocida oscuridad, notando cómo cambiaba el suelo bajo sus pies.
La manga del batín rozó la jaula y oyó el leve pero irritado aleteo de una polilla que incubaba. Ahí estaba el armario. Cogió la linterna de rayos infrarrojos y se colocó las gafas en la cabeza. El mundo apareció bañado en un resplandor verde. Permaneció un instante dejándose acunar por el tranquilizador gorgoteo de los acuarios, por el tibio silbido de las tuberías del vapor. Señor de las tinieblas, reina de la oscuridad.
Las polillas que volaban con libertad por la estancia dejaban verdes estelas fluorescentes al pasar ante el radio de visión del señor Gumb, y al agitar sus aterciopeladas alas causaban unos leves soplos de brisa que le acariciaban la cara.
Comprobó que la Python estuviese en orden. Así era. Estaba cargada con balas expansivas del 38 que perforarían el cráneo y al estallar provocarían una muerte inmediata. Si aquello estaba de pie cuando él disparase, si le disparaba justo en la coronilla, la bala no efectuaría el recorrido de una Magnum, por lo cual no saldría por la mandíbula inferior ni le desgarraría el pecho.
Con mucho cuidado empezó a avanzar, las rodillas flexionadas, los dedos de los pies, con sus uñas pintadas, agarrándose con cautela a los tablones. Sin hacer ruido en el suelo de arena del cuarto de la mazmorra; sin hacer ruido pero aprisa. No quería que desde el fondo del pozo Preciosa percibiese su olor.
La boca del pozo resplandecía verde; el cemento y las piedras del pretil se distinguían con toda claridad, los nudos de la madera de la tapa quedaban en su centro de visión. Enfoca la linterna e inclínate. Ahí estaban las dos. Aquello estaba tumbado de lado, como una gamba gigante. Tal vez durmiera.
Preciosa estaba acurrucada contra aquel cuerpo, seguro que durmiendo, por favor, por favor, que no esté muerta.
La cabeza quedaba al descubierto. Un disparo en el cuello resultaba de lo más tentador, porque le permitiría salvar la melena. Demasiado arriesgado.
El señor Gumb se inclinó hacia el pozo y miró abajo con los protuberantes ojos de sus gafas. La Python tiene un tacto maravilloso, suave y pesado, y es extraordinariamente certera. Lo único que había de hacer era enfocar a su objetivo el haz de luz infrarroja. Apuntó a un lado de la cabeza, al punto en que el cabello, humedecido, se adhería a la sien.
Ruido u olor, no sabría decirlo, el caso es que Preciosa se incorporó, empezó a gemir y se puso a dar saltos hacia arriba en la oscuridad. Catherine Baker Martin se dobló sobre la perra y se cubrió con el jergón. Debajo del jergón, movimiento de bultos, sólo bultos; el señor Gumb no sabía cuál de ellos era Preciosa y cuál aquello. La luz infrarroja dificultaba la profundidad de su visión. No acertaba a saber cuál de los bultos era Catherine.
Pero había visto saltar a Preciosa. Sabía, pues, que no tenía una pata fracturada y supo también otra cosa: que Catherine Baker Martin no haría daño a la perrita, que no sería capaz de hacer tal cosa, igual que él. ¡Oh, qué dulce alivio! En virtud del sentimiento de bondad para con el animal que ambos compartían, le dispararía a las malditas piernas y cuando ella las encogiese, le volaría la tapa de los sesos. Ya no hacía falta andarse con miramientos.
Encendió las luces, todas las condenadas luces del sótano, y sacó el foco del cuarto en que lo guardaba. Había recobrado el control de sus actos, razonaba con toda lucidez; de camino hacia el taller, recordó abrir un poco los grifos de los acuarios para que cuando los usase, los filtros de los desagües no se atascasen.
En el momento en que, foco en mano, pasaba ante la escalera resuelto a ponerse manos a la obra, sonó el timbre de la puerta.
El timbre sonando estrepitoso, estridente; tuvo que detenerse y reflexionar sobre lo que era aquel sonido.
Hacía años que no lo había oído; ni siquiera sabía si funcionaba. Instalado en la escalera, para que pudiera oírse desde arriba y desde abajo, lo vio repiquetear, una teta de metal negro, cubierta de polvo. Mientras lo miraba, volvió a sonar, seguía sonando, entre nubecillas de polvo. Había alguien llamando a la entrada, oprimiendo el viejo botón sobre el cual había un pequeño rótulo que decía: INSPECTOR.
Quienquiera que llamase se iría. Montó el foco. No se iba. Abajo, en el fondo del pozo, aquello dijo algo a lo que él no prestó atención. El timbre seguía llamando estridente, insistente. Quienquiera que llamase, se había apoyado en el botón.
Lo más sensato sería subir y atisbar por las ventanas de arriba. La Python, con su largo cañón, no le cabía en el bolsillo de la bata. La dejó en la repisa del taller.
Estaba a medio subir la escalera cuando el timbre dejó de sonar. Permaneció quieto unos instantes, esperando.
Silencio. Decidió echar un vistazo de todos modos. Al pasar por la cocina, un fuerte aldabonazo le hizo sobresaltarse. En la despensa, situada junto a la puerta trasera de la casa, guardaba una escopeta. Sabía que estaba cargada.
Si cerraba la puerta de la escalera del sótano, nadie podría oír a aquello gritando al fondo del pozo, ni aunque gritase con todas sus fuerzas, de eso estaba seguro.
Un nuevo aldabonazo. Abrió la puerta un resquicio, sin quitar la cadena de seguridad.
—He estado llamando a la puerta de delante, pero no venía nadie —dijo Clarice Starling—. Estoy buscando a la familia de la señora Lippman. ¿Puede darme alguna indicación?
—No vive aquí —contestó el señor Gumb, y cerró la puerta.
Se dirigía de nuevo a la escalera cuando se reanudaron los aldabonazos, esta vez con mayor fuerza.
Abrió de nuevo la puerta sin quitar la cadena de seguridad. La joven le mostraba unas credenciales a través del resquicio. Decían Oficina Federal de Investigación.
—Disculpe, tengo que hablar con usted. Tengo que encontrar a la familia de la señora Lippman. Sé que ella vivía aquí. Tiene que ayudarme, por favor.
—La señora Lippman hace varios años que ha muerto. No tenía parientes, y si los tenía, yo no los conozco.
—¿Y tampoco un abogado, un administrador? ¿Alguien que le llevase las cuentas del negocio? ¿Conocía usted a la señora Lippman?
—Un poco, muy poco. ¿Cuál es el problema?
—Estoy investigando la muerte de Fredrica Bimmel. ¿Tiene la bondad de decirme quién es usted?
—Jack Gordon.
—¿Conocía usted a Fredrica Bimmel cuando ella trabajaba para la señora Lippman?
—No. ¿Era quizá una mujer alta y gorda? Tal vez la vi en alguna ocasión, pero no estoy seguro. Disculpe que antes no haya salido a abrir; estaba durmiendo… La señora Lippman tenía un abogado; a lo mejor encuentro la tarjeta. Voy a ver si la he guardado por algún sitio. ¿Le importa entrar? Me estoy congelando y por la rendija se me va a escapar la gata. Antes de que me dé cuenta, saldrá como una exhalación.
Se dirigió hacia un pequeño escritorio de persiana que había en el extremo opuesto de la cocina, levantó la tapa y rebuscó en un par de compartimentos. Starling entró en la casa, abrió el bolso y sacó un bloc de notas.
—Qué crimen tan espantoso —comentó él mientras rebuscaba por el escritorio—. Cada vez que me acuerdo, me pongo a temblar. ¿Sospechan de alguien? ¿Están próximos a detener al asesino?
—Todavía no, pero estamos trabajando en ello. Señor Gordon, ¿se trasladó usted a esta casa después de morir la señora Lippman?
—Sí.
Gumb se inclinó sobre el escritorio, de espaldas a Starling. Abrió un cajón y anduvo rebuscando.
—¿Y no quedaron papeles en la casa? ¿Papeles del negocio de la señora Lippman?
—No, nada de nada. ¿Y el FBI tiene alguna idea del asesino? La policía de aquí anda perdida del todo. ¿Se conoce alguna descripción, huellas dactilares?
Por entre los pliegues de la espalda de la bata del señor Gordon asomó una polilla de la muerte, que avanzó un poco, se detuvo en el centro, más o menos, a la altura del corazón, y desplegó las alas.
A Starling se le cayó el bloc de notas en el bolso.
El señor Gumb. Menos mal que llevo el abrigo desabrochado. Invéntate cualquier excusa para salir de aquí, corre a un teléfono. No, sabe que soy del FBI y si me aparto un instante de él, la matará. Le pegará un tiro en los riñones. La única forma es que lo encuentren y se abalancen sobre él. Su teléfono. No lo veo. Aquí no hay ninguno. Pregúntale por el teléfono. Da aviso y luego arrójate sobre él. Oblígale a tenderse boca abajo y espera a la policía. Eso es. Se está volviendo hacia aquí.
—Aquí está —dijo él; en la mano sostenía una tarjeta.
¿Cogerla? No.
—Estupendo. Gracias, señor Gordon. ¿Me permitiría usar el teléfono?
En el momento en que él depositaba la tarjeta en la mesa, la polilla echó a volar. Salió de su espalda, voló por encima de la cabeza y se posó entre ambos, en un armario que había encima del fregadero.
Él miró la polilla. Y al ver que ella no la miraba, cuando sus miradas se encontraron, él lo supo. Sus ojos se encontraron y ambos supieron quién era el otro.
El señor Gumb ladeó levemente la cabeza. Y sonrió.
—Tengo un teléfono inalámbrico en la despensa. Voy a buscarlo.
¡No! ¡Hazlo! Ella se llevó la mano a la pistola, un gesto suave que había efectuado mil veces; el arma estaba donde tenía que estar. Notó el tranquilizador contacto, podía usarse con ambas manos; no veía nada más que lo que abarcaba su radio de visión frontal, concentrada en el centro del pecho de aquel hombre.
—Quieto.
Él frunció los labios.
—Obedezca. Levante las manos. Despacio.
Hazle salir al exterior, procurando mantener siempre la mesa entre ambos. Hazle caminar hacia la entrada principal. Ponle boca abajo en el centro de la calle, y enseña la placa, para que se vea bien.
—Señor Gub… señor Gumb, queda usted arrestado. Eche a andar despacio hacia la calle.
Sin embargo, lo que hizo el detenido fue salir de la habitación. Si hubiese hecho un gesto hacia el bolsillo, si Starling hubiese visto cualquier tipo de arma, hubiera podido hacer fuego. Pero él se limitó a salir de la habitación.
Clarice le oyó bajar corriendo la escalera, mientras ella tenía que rodear la mesa y llegar hasta la puerta que conducía a la escalera del sótano. Él había desaparecido. La escalera, iluminada, estaba vacía. Es una trampa. Ella, en la escalera, era un blanco facilísimo.
Y entonces, del fondo del sótano, un grito levísimo, fino como una hoja de papel.
Clarice Starling, no te gusta la escalera, no te gusta la escalera, pero has de reaccionar, te guste o no te guste.
Catherine Martin volvió a gritar, la está matando, y Starling bajó por fin la escalera, una mano en la barandilla, la otra empuñando la pistola, el suelo saltando bajo la línea de visión, el brazo del arma oscilando a la misma velocidad que la cabeza cuando trató de cubrir las dos puertas situadas frente a frente que había al pie de la escalera.
El sótano estaba inundado de luz y no podía cruzar una puerta sin dar la espalda a la otra; rápido, la de la izquierda, hacia el grito. Notó la arena del suelo del cuarto de la mazmorra y se apartó de un salto del umbral; nunca había llevado los ojos tan abiertos como entonces. El único lugar para esconderse era detrás del pozo, se deslizó de lado por la pared, empuñando la pistola con ambas manos, con los brazos estirados, haciendo una leve presión en el gatillo; rodeó todo el perímetro del pozo y no encontró a nadie.
Un leve grito ascendía del pozo como una tenue columna de humo. Y de pronto un gemido, un perro. Con los ojos fijos en la puerta, Clarice se acercó al pozo, se arrimó al pretil y se asomó. Vio a la chica, levantó la vista, volvió a mirar hacia abajo e hizo lo que le habían enseñado a hacer, tranquilizar al rehén:
—Soy del FBI. Estás a salvo.
—Y UNA MIERDA, a salvo. Tiene una pistola. Sáqueme de aquí. ¡SÁQUEME DE AQUÍ!
—Tranquilízate, Catherine. Por favor, no grites. ¿Sabes dónde está él?
—SÁQUEME DE AQUÍ, ME IMPORTA UNA MIERDA DONDE ESTÉ. SÁQUEME DE AQUÍ.
—Pronto te sacaré de aquí. No grites, por favor, y ayúdame, Quédate callada para que pueda oírle. Procura que se calle ese perro.
Apuntalada detrás del pozo y cubriendo la puerta, el corazón le latía desbocado y su aliento levantaba nubecillas de polvo del pretil. No podía abandonar a Catherine Martin para pedir ayuda sin saber dónde estaba Gumb. Avanzó hasta la puerta y se quedó apostada junto al marco. Desde allí divisaba el bajo de la escalera y una parte del taller.
No tenía más que tres alternativas: encontrar a Gumb, asegurarse de que había huido o bien sacar a Catherine del pozo.
Una rápida ojeada por encima del hombro por el cuarto de la mazmorra.
—Catherine, Catherine, ¿hay por aquí una escalera de mano?
—No lo sé. Sólo he estado aquí abajo. Él me bajaba un cubo con una cuerda.
Sujeto a una viga de la pared, había un pequeño montacargas manual; al tambor le faltaba la cuerda.
—Catherine, tengo que encontrar algo para sacarte de aquí. ¿Puedes andar?
—Sí. No me deje sola.
—Tengo que salir de esta habitación un minuto.
—¡No te vayas, mala puta, no me dejes aquí abajo! ¡Cómo te vayas, mi madre te destrozará, imbécil…!
—Cállate, Catherine. Cállate y déjame oír. Para que pueda salvarte, tienes que estarte callada, ¿me entiendes? —Y a continuación, levantando más la voz—: Los otros agentes llegarán dentro de un minuto, de modo que haz el favor de callarte. No te vamos a dejar ahí.
Este individuo tenía que tener una cuerda. ¿Pero dónde? Ve. Starling cruzó ante la escalera de una corrida y se dirigió a la puerta del taller; la puerta es el sitio más peligroso, entró rápido, protegiéndose junto a la pared más próxima hasta haber visto toda la habitación, formas familiares nadando dentro de los acuarios de cristal, ella demasiado alerta para sobresaltarse. Cruzó a toda prisa la habitación, dejó atrás los acuarios, los lavaderos, la jaula, unas cuantas polillas echaron a volar. Ella las ignoró.
Se acercaba al pasillo del fondo, que estaba inundado de luz. El frigorífico se puso en marcha y ella giró sobre sí misma agazapándose; el percutor, al levantar el mecanismo de la Magnum, hizo salir la presión. Hacia el pasillo. Le habían enseñado que no debía asomar la cabeza. El arma y la cabeza al mismo tiempo y por lo bajo. El pasillo vacío. Al fondo el estudio, inundado de luz. Recorrió el pasillo a toda velocidad, se arriesgó a dejar atrás la puerta cerrada y avanzó hacia la puerta del estudio. La habitación toda de azulejo blanco y roble rubio. Apártate de la puerta, leñe. Asegúrate de que todos los maniquíes son maniquíes, que todas las imágenes reflejadas no son más que maniquíes. Que todos los movimientos de los espejos responden exclusivamente a tus propios movimientos.
El gran armario estaba abierto y vacío. La puerta de la pared del fondo daba a la oscuridad, al sótano que se extendía más allá. Ni una cuerda, ni una escalera de mano en ninguna parte. Pasado el estudio, la oscuridad.
Cerró la puerta que daba a las tinieblas del sótano, colocó una silla debajo del pomo y contra ella apoyó una máquina de coser. Si podía estar segura de que él no se hallaba en la misma zona del sótano que ella, se arriesgaría a subir un momento para buscar el teléfono.
De nuevo en el pasillo, ante la puerta cerrada frente a la cual había pasado. Colócate en el lado opuesto a las bisagras. Se han de abrir siempre con un solo movimiento. La puerta se abrió de golpe y rebotó. Detrás no había nadie. Un viejo cuarto de baño. Allí, cuerda, ganchos, una honda. ¿Saco a Catherine o busco el teléfono? Catherine, al fondo del pozo, no recibiría un disparo accidental. Pero si a Starling la mataba, Catherine estaba muerta. Saca a Catherine y llévatela a buscar el teléfono.
Starling no quería permanecer mucho rato en aquel cuarto de baño. Desde la puerta, él podía inmovilizarla allí dentro. Miró a ambos lados del pasillo y entró a buscar la cuerda. Había una bañera grande. La bañera estaba llena casi hasta el borde de un yeso duro, de un color rojo violáceo. Del yeso sobresalía una mano y una muñeca, la mano ennegrecida y arrugada, reseca, las uñas esmaltadas de rosa. La muñeca llevaba un fino reloj de mujer. Starling lo veía todo a la vez, la cuerda, la muñeca, la mano, el reloj.
El minúsculo avance del segundero, que le recordó al de un insecto, fue lo último que vio antes de que las luces se apagasen.
El corazón le latió con tanta fuerza que los brazos y el pecho le empezaron a temblar. La oscuridad era absoluta, vertiginosa, tenía que tocar algo, el borde de la bañera. El cuarto de baño. Sal del cuarto de baño. Si este tío encuentra la puerta, me inmoviliza, no tengo nada donde esconderme. Dios mío; sal, sal de una vez. Salir agachada para llegar al pasillo. ¿Todas las luces apagadas? Todas. Debía haberlo hecho en la caja de los fusibles, accionando la palanca general. ¿Dónde estaba la caja? ¿Dónde estaría? Cerca de la escalera. Generalmente las ponen cerca de la escalera. Si es así, él vendrá de allí. Lo cual quiere decir que se encuentra entre Catherine y yo.
Catherine Martin volvía a chillar. ¿Qué hago? ¿Espero aquí? ¿Espero aquí eternamente? A lo mejor ese tío se ha ido. No está seguro de que no lleguen refuerzos. Sí, sabe que vengo sola. Pero me encontrarán a faltar. Por la noche. La escalera se encuentra en la dirección de los chillidos. Resuelve el problema.
Starling empezó a moverse, sin ruido, su hombro rozando apenas la pared, rozándola con excesiva suavidad para que hiciese ruido, una mano extendida hacia delante, la pistola al nivel de la cintura, cerca de su cuerpo en aquel limitado pasillo. Llegó al taller. Notó cómo se ampliaba el espacio. Habitación abierta. Allí se agachó y extendió los brazos, empuñando, la pistola con ambas manos. Sabes exactamente dónde se encuentra la pistola; está justo debajo del nivel de los ojos. Quieta; escucha. Cuerpo, cabeza y brazos giraron a la vez, como una torreta blindada. Quieta, escucha.
En aquella absoluta oscuridad, silbido de tuberías de vapor, goteo de agua.
Percibió con claridad un intenso olor a cabra. Catherine chillando. De pie, apoyado contra la pared, estaba el señor Gumb. Llevaba las gafas infrarrojas puestas. No habría peligro de que ella tropezase con él; entre ambos había una mesa con material de trabajo. Recorrió a la chica de arriba a abajo con la linterna infrarroja.
Demasiado delgada para serle de gran utilidad. Pero recordó su cabellera, de cuando estuvo en la cocina, y era espectacular, y sólo le llevaría unos minutos. Se la podía arrancar en un segundo. Y ponérsela él, y asomarse al pozo y decirle a aquello que había al fondo: «¡Mira qué sorpresa!».
Era divertido observar cómo intentaba avanzar escabulléndose por la habitación. En ese momento, rozaba con la cadera los lavaderos, avanzando de puntillas y arma en ristre hacia los chillidos. Le hubiera divertido perseguirla un buen rato; todavía no había perseguido a ninguna que fuese armada. Sí, la verdad es que le hubiera divertido enormemente. Pero no tenía tiempo. Lástima.
Un disparo a la cara sería lo mejor y bien fácil, a dos metros y medio de distancia. Ahora.
Quitó el seguro de la Python al levantarla, clic clic, y la figura se tornó borrosa, y floreció, floreció toda verde dentro de su radio de visión, y la pistola le saltó violentamente de la mano y el suelo le golpeó brutalmente en la espalda y su luz seguía encendida y él veía el techo. Starling, en el suelo, cegada por el fogonazo, resonándole los oídos, ensordecida por los disparos de las pistolas. Se apresuró a actuar en la oscuridad, mientras ninguno de los dos pudiese aún oír nada; vacía los casquillos, dale un golpecito, asegúrate de que han salido todos, introduce el cargador, encájalo, dale un golpecito, media vuelta, hazlo caer, cierra el cilindro. Ella había disparado cuatro veces. Dos y dos. Él sólo una vez. Encontró las dos balas intactas que no había usado. ¿Dónde las iba a poner? En la funda del cargador. Permaneció inmóvil. ¿Me muevo antes de que pueda oírme?
El ruido que hace un revólver al quitársele el seguro es inconfundible. Starling había disparado contra ese ruido, sin ver nada más que los respectivos fogonazos de ambas pistolas. Y confiaba que él ahora disparase en la dirección equivocada y ella pudiese averiguar la posición de su adversario por el fogonazo de su arma. Estaba recuperando el oído; los oídos todavía le resonaban, pero ya oía.
¿Qué era ese ruido? ¿Un silbido? Sí, como el de una tetera, pero interrumpido. ¿Qué era? ¿Parecía una respiración? ¿Lo hago yo? No. Starling sopló hacia el suelo y luego hacia su propia barbilla; su aliento era cálido. Cuidado, no respires polvo, no estornudes. Es una respiración. Es una herida pulmonar. Está herido en el pecho. Le habían enseñado cómo efectuar una cura de urgencia en una herida pulmonar, cubrirla con algo, un impermeable, una bolsa de plástico, cualquier objeto hermético, y sujetarla con fuerza, para ayudar a reinflar el pulmón. Luego, le había herido en el pecho. ¿Qué hacer? Espera.
Deja que se ponga rígido y se desangre. Espera.
Starling notó un dolor en la mejilla. No quiso tocársela por temor a tener una herida que sangrase; no quería que sus manos resbalasen.
Nuevamente se oyeron gemidos en el pozo. Catherine hablando, llorando. Starling tenía que esperar. No podía responder a Catherine. No podía decir nada ni moverse.
La luz invisible del señor Gumb jugueteaba en el techo. Él trató de moverla y no lo logró, como tampoco pudo mover la cabeza. Una polilla malaya de gran tamaño que volaba por el techo fue atrapada por el haz de luz infrarroja, empezó a describir círculos y cayó encima de la linterna. Las espasmódicas sombras de sus alas, enormes en el techo, sólo fueron visibles para el señor Gumb.
Apagando las aspiraciones que resonaban en la oscuridad, Starling oyó la espectral voz del señor Gumb, asfixiándose:
—¿Qué… se siente… siendo… tan guapa?
Y acto seguido, otro ruido. Un burbujeo, una especie de cascabeleo y el silbido cesó.
Starling también conocía aquel sonido. Lo había oído una vez, en el hospital, cuando murió su padre. Buscó a tientas el borde de la mesa y se puso de pie. Avanzando con cuidado, hacia los gritos de Catherine, halló el hueco de la escalera y subió por ella a oscuras.
Le pareció que subir le llevaba mucho tiempo. En un cajón de la cocina encontró una vela. Con esa ayuda, encontró la caja de los fusibles, junto a la escalera, y sufrió un sobresalto cuando las luces se encendieron.
Para llegar a la caja de los fusibles y apagar las luces, el señor Gumb debió abandonar el sótano por otra salida y bajar por la escalera situándose detrás de ella.
Starling tenía que asegurarse de que Gumb estaba muerto. Esperó a que sus ojos se hubiesen habituado a la luz y entró entonces en el taller, no sin tomar toda clase de precauciones. Divisó los pies descalzos y las piernas de su enemigo sobresaliendo de debajo de la mesa de trabajo. Starling no apartó los ojos de la mano que reposaba junto a la pistola hasta que no alejó el arma de un puntapié. Tenía los ojos abiertos. Estaba muerto, de un disparo que le había entrado por el lado derecho del pecho, tendido sobre un charco de sangre. Se había vestido con algunas de las prendas del armario y Starling no pudo mirarle mucho rato.
Se dirigió a uno de los lavaderos, colocó la Magnum en el escurridor y luego de abrir el grifo se mojó las muñecas y se lavó la cara con las manos. No vio rastros de sangre. Alrededor de la rejilla que cubría las bombillas revoloteaban polillas. Tuvo que rodear el cadáver para apoderarse de la Python.
Luego se asomó al pozo y dijo:
—Catherine, está muerto. Ya no puede hacerte daño. Voy arriba a llamar…
—¡NO! SÁCAME DE AQUÍ. SÁCAME DE AQUÍ. SÁCAME DE AQUÍ.
—Escúchame, Catherine. Está muerto. Ésta es su pistola. ¿La recuerdas? Voy a llamar a la policía y a los bomberos. Tengo miedo de sacarte yo sola, podrías caerte. En cuanto les haya avisado bajaré aquí y los esperaré contigo. ¿De acuerdo? Procura hacer callar a ese perro. ¿De acuerdo? Ahora vuelvo.
Los equipos móviles de la televisión local llegaron justo después que los bomberos y antes que la policía de Belvedere. El capitán de bomberos, irritado por la intensidad de los focos, desalojó a las cámaras ordenándoles que subiesen a la planta, mientras procedía a montar un andamiaje para elevar a Catherine Martin, ya que no se fiaba del gancho que el señor Gumb había instalado en el techo. A continuación, bajó al pozo un bombero que acomodó a la muchacha en la silla de rescate. Catherine salió llevando a la perrita en brazos y con la perrita en brazos realizó todo el trayecto en la ambulancia.
En el hospital, donde estaba prohibido el acceso a los perros, no dejaron entrar a la perrita. Un bombero, que había recibido orden de depositarla en la Sociedad Protectora de Animales, prefirió llevársela a su casa.