En ese momento, sobre la punta meridional del lago Michigan, un avión privado capaz para veinticuatro pasajeros y dotado de letreros civiles aminoró la velocidad de crucero y dio comienzo a la larga curva que iniciaba el descenso hacia Calumet City, Illinois.
Los doce miembros del equipo de rescate notaron el efecto en la boca del estómago. A lo largo del pasillo se produjeron varios bostezos cuya deliberada intensidad no logró más que revelar la tensión que reinaba en el grupo.
El comandante de la brigada, Joe Randall, sentado en la primera fila de asientos de la sección de pasajeros, se quitó los auriculares y echó un vistazo a sus notas antes de levantarse para hacer las últimas recomendaciones a sus subalternos. Estaba convencido de mandar al equipo mejor entrenado del mundo, y es posible que no le faltara razón. Varios de sus hombres no habían tomado nunca parte en una operación de rescate, pero a juzgar por los resultados obtenidos en diversas pruebas y simulacros, eran indiscutiblemente lo mejor de lo mejor.
Randall, que había pasado muchas horas de su vida en pasillos de aviones, no tuvo dificultad en mantener el equilibrio a pesar de las sacudidas del descenso.
—Caballeros, el transporte que nos espera al aterrizar es cortesía de los servicios clandestinos de la DEA: una furgoneta de reparto de una floristería y una camioneta de fontanero. De manera que, Eddie y Vernon, ustedes dos, armas largas y de civiles, y no olviden que si hemos de arrojar granadas, no irán provistos de máscaras protectoras.
—No te olvides de taparte los mofletes con las manos —le dijo Vernon a Eddie entre dientes.
—¿Qué ha dicho? ¿Que estuviéramos al tanto? Me ha parecido oír algo de granadas —le contestó Eddie en el mismo tono.
Vernon y Eddie, los encargados de realizar el acercamiento inicial a la puerta, sólo podían llevar unos delgados chalecos antibalas debajo de sus ropas de paisano. Los demás podrían utilizar uniformes blindados, a prueba de balas de rifle.
—Bobby, encárgate de instalar una radio de las nuestras en cada furgoneta, para el chófer; a ver si esta vez no la jodemos al intentar hablar con los de la DEA —dijo Randall.
La DEA, la Agencia Antinarcóticos de los Estados Unidos, emplea en sus batidas radios UHF, mientras que el FBI usa VHF, lo cual en anteriores ocasiones había creado problemas.
Iban preparados para cualquier eventualidad que pudiese surgir de día o de noche: para escalar paredes llevaban equipo de alpinismo; para escuchar, dispositivos electrónicos de alta sensibilidad; y para ver, material de espionaje nocturno. Las armas, provistas asimismo de visores nocturnos, parecían, en sus abultadas fundas, instrumentos de música.
La operación que iban a llevar a cabo sería de una precisión quirúrgica y las armas así lo reflejaban: no había ninguna que disparase mediante un simple cerrojo.
Los integrantes del grupo se pertrecharon con sus equipos de radio cuando los alerones del avión se inclinaron hacia abajo.
Randall recibió noticias de Calumet por los auriculares. Cubriendo el micro con la mano, se dirigió nuevamente a sus hombres.
—Muchachos, las posibilidades han quedado reducidas a sólo dos direcciones; nosotros vamos a la más probable y los SWAT de Chicago a la segunda.
El aeródromo al cual se dirigían era el municipal de Lansing, el más próximo a Calumet, en el sector sudeste de Chicago. El avión recibió pista de inmediato. El piloto lo detuvo con un chirriar de frenos entre dos vehículos que aguardaban en marcha en el extremo de la pista opuesto al de la terminal.
Hubo veloces saludos junto a la furgoneta de la floristería. El comandante de la DEA entregó a Randall algo que parecía un alto adorno floral. Se trataba de un martillo magnético para derribar puertas, con la cabeza envuelta en papel de plata simulando una maceta y hojas verdes sujetas al mango.
—Por si quiere entregar este regalo —dijo—. Bienvenidos a Chicago.