La señora Bimmel pasó el teléfono a Starling y cogió en brazos al bebé, que estaba lloriqueando. No salió de la salita.
—Clarice Starling.
—Jerry Burroughs al aparato. Starling…
—Qué suerte. Iba a llamarle. Oiga, Jerry, Buffalo Bill sabe coser. Los triángulos que arrancó… Un segundo. Señora Bimmel, ¿tendría la bondad de llevarse al niño a la cocina? Tengo que hablar… Gracias… Jerry, sabe coser de verdad. Arrancó…
—Starling.
—Los triángulos que le arrancó a Kimberly Emberg eran para hacer unas pinzas, pinzas de modistería. ¿Sabe a lo que me refiero? Es un hombre que conoce el oficio a fondo; sabe lo que es la confección. Mire, es preciso que la sección de Identificación repase las listas de criminales conocidos en busca de sastres, confeccionistas de velas marinas, loneros, pañeros, tapiceros… Que registren el archivo de señas distintivas en busca de alguien que tenga una muesca de sastre en los dientes…
—De acuerdo, de acuerdo, en seguida transmito el mensaje a Identificación. Ahora escúcheme, es posible que tenga que colgar. Jack me ha encargado que la avise. Tenemos un nombre y una dirección que parecen interesantes. El equipo de rescate acaba de salir en avión desde Andrews. Jack le está dando instrucciones desde aquí.
—¿A dónde se dirige?
—A Calumet City, a las afueras de Chicago. El nombre de pila del sospechoso es Jame, como «dame» pero con J; el apellido es Gumb, alias John Grant, varón, de raza blanca, treinta y cuatro años, uno ochenta y cinco, pelo castaño, ojos azules. Jack acaba de recibir una llamada de Johns Hopkins con esta descripción. Su teoría, Starling, de que había de ser distinto de un transexual, hizo levantar la liebre en Johns Hopkins. Por lo visto, ese individuo solicitó ser intervenido en ese centro para cambiar de sexo hace tres años. Y cuando su solicitud fue rechazada, le dio una paliza a un médico. Johns Hopkins poseía su nombre, Grant, un alias, y una dirección falsa en Harrisburg, Pennsylvania. La policía tenía en su poder un recibo del gas con el número del permiso de conducir, y hemos partido de esos dos datos. Tiene un historial de antología: delincuente juvenil en California, mató a sus abuelos y estuvo recluido seis años en el psiquiátrico de Tulare. El Estado lo puso en la calle hace dieciséis años, al cerrar el manicomio. Entonces desapareció durante mucho tiempo. Es un homosexual que se dedica a perseguir maricones. Tuvo un par de líos en Harrisburg, y volvió a desaparecer.
—Ha dicho Chicago. ¿Cómo se ha averiguado que se trata de Chicago?
—Por Aduanas. Conservaba un expediente a nombre de John Grant. Hace un par de años, Aduanas interceptó en el aeropuerto de Los Ángeles una maleta procedente de Surinam llena de «ninfas» vivas —¿se dice así?—, bueno, insectos al fin y al cabo, polillas. El destinatario era John Grant, y la dirección la de una empresa de Calumet llamada —fíjese bien— «Don Cuero». Confección de prendas de piel. A lo mejor, eso de que sabe coser encaja con este dato; voy a transmitir lo de que sabe coser a Chicago y Calumet. Todavía no sabemos el domicilio de Grant, o Gumb; ese negocio que le he mencionado cerró. Pero pronto lo averiguaremos.
—¿Hay fotografías?
—Sólo las del correccional de Sacramento. No sirven de gran cosa; tenía doce años. De pinta recuerda a Beaver Cleaver. De todos modos, la sala de radio las está enviando por fax a todas partes.
—¿Puedo ir?
—No. Jack ya me ha advertido que lo preguntaría. Llevan dos mujeres policías de Chicago y una enfermera para hacerse cargo de Catherine, si consiguen salvarla. Además, no llegaría usted a tiempo, Starling.
—¿Y si opone resistencia? Podrían tardar…
—No va a haber contemplaciones. Crawford ha autorizado una entrada explosiva. Este individuo es peligroso, Starling; no es la primera vez que captura rehenes. Cuando cometió el homicidio de sus abuelos, en la adolescencia, la policía de Sacramento lo acorraló; entonces cogió a su abuela como rehén —ya había matado al abuelo— y le aseguro que fue espantoso. Salió con ella ante la policía, que había enviado a un sacerdote a parlamentar con él; como era un chaval, nadie se atrevió a dispararle, y allí, delante de todos, le pegó un tiro a la pobre mujer en los riñones. Los esfuerzos de los médicos por salvarle la vida fueron inútiles. Y eso lo hizo a los doce añitos. De modo que esta vez, nada de negociaciones, nada de advertencias. Lo más seguro es que Catherine Martin ya esté muerta, pero supongamos que la suerte esté de nuestro lado.
»Supongamos que por cualquier motivo, por cualquier razón, aún no la ha matado. Si nos ve venir, la liquidará delante de nuestras narices aunque sólo sea por rencor, porque con eso no pierde nada. De manera que si le encuentran, ¡bum!, y la puerta abajo.
La salita estaba insoportablemente caliente y olía a pipí de crío. Burroughs seguía hablando.
—Estamos buscando ambos nombres en las listas de suscriptores de revistas entomológicas, en el gremio de cuchilleros, en las de delincuentes conocidos, en todas partes; hasta que esto no termine, no se va a librar nadie. Usted está investigando a las amistades de Bimmel, ¿no es así?
—Así es.
—El Departamento de Justicia ha dicho que es un caso muy difícil de probar como no le atrapemos con las manos en la masa. Hemos de cazarle con Catherine Martin o con algo identificable, algo que tenga dientes y uñas, francamente. Huelga decir que si ya ha liquidado a Martin, necesitamos testigos relacionados con las otras víctimas. Por lo tanto, podemos utilizar todo lo que descubra sobre Bimmel independientemente de… Starling, le juro que hubiese querido que esto hubiera ocurrido ayer, no sólo a causa de Catherine Martin, sino por otros motivos. ¿Ya han empezado a actuar contra usted en Quántico?
—Creo que sí. Han incluido en el curso a alguien que estaba esperando un hueco producido por algún repetidor; al menos eso es lo que me han dicho.
—Si conseguimos atraparle en Chicago, usted ha contribuido enormemente a la solución de este caso. Y por muy gilipollas que sean los de Quántico, que lo son, eso han de tenerlo en cuenta. Espere un minuto.
Starling oyó vociferar a Burroughs a cierta distancia del teléfono. Luego regresó.
—Nada; estarán listos para atacar en Calumet dentro de cuarenta o cuarenta y cinco minutos, según lo rápido que les permita aterrizar la intensidad del viento. Los SWAT de Chicago están preparados para actuar en caso de que se le encuentre antes. La Compañía Hidroeléctrica de Calumet ha proporcionado cuatro posibles direcciones. Starling, esté atenta a cualquier detalle que pueda servir para estrechar el cerco. Si ve algo relacionado con Chicago o Calumet, llámeme inmediatamente.
—De acuerdo.
—Y ahora escuche. Una cosa más y tengo que colgar. Si lo logramos, si conseguimos atraparle en Calumet, mañana se presenta usted en Quántico de punta en blanco a las ocho en punto. Jack Crawford la acompañará al tribunal para declarar en su favor, y Joe Brigham, el instructor de tiro, también. Por nosotros que no quede.
—Jerry, sólo una cosa: Fredrica Bimmel poseía una ropa de deporte de la marca Juno, que es una casa especializada en la confección de prendas para personas obesas. Catherine Martin también tenía unas de la misma marca. Lo digo por si sirve de algo. A lo mejor este tío se dedicaba a vigilar las tiendas especializadas en ropa para personas obesas para seleccionar a víctimas de gran tamaño. Podríamos investigar en Memphis, en Akron y en los otros sitios.
—Entendido. No se me desanime.
Starling salió al miserable jardín de Belvedere, Ohio, alejado quinientos largos kilómetros de Chicago, el lugar de la acción. Notó con agrado la caricia del aire frío en la cara. E hizo un gesto de aliento destinado a animar al equipo de rescate. Al mismo tiempo notó un leve temblor en el mentón y en las mejillas. ¿Qué demonios era eso? ¿Qué diantres hubiera hecho si hubiese descubierto algo? Hubiera llamado a la delegación de Cleveland, a los SWAT de Columbus y a la comisaría de Belvedere, por supuesto, para que vinieran todos.
Salvar a la muchacha, a la hija de la aborrecible senadora Martin, y a las que pudieran venir después era lo único que verdaderamente contaba. Si lo lograban, todo el mundo quedaría bien.
Y si no llegaban a tiempo, si se encontraban con un espectáculo horrendo, Dios mío, por favor, que cojan a Buffa… A Jame Gumb o a Don Pellejo o Don Cuero o como le dé la gana de llamarse a ese maldito monstruo.
No obstante, haber llegado tan cerca, tener ya casi una mano en el gañote, dar con una buena idea con un día de retraso y acabar en un lugar tan lejano del arresto, expulsada de las clases, olía a fracaso completo. Hacía tiempo que Clarice sospechaba, llena de sentimientos de culpabilidad, que la suerte de los Starling llevaba como mínimo un par de siglos mostrándose adversa, que todos los Starling no habían hecho más que deambular confusos y enfurecidos por entre las nieblas del tiempo. Que si se pudiesen descubrir los rastros del primer Starling, el camino que trazaban era un círculo. Ése era el razonamiento clásico del fracasado y maldita si iba a permitirse refocilarse con él.
Si le atrapaban gracias a la teoría que ella había obtenido de labios del doctor Lecter, sin duda ello la beneficiaría ante el Departamento de Justicia. Starling tuvo que obligarse a pensar en eso un rato; sus perspectivas profesionales, sus esperanzas de futuro, sufrían violentas crispaciones, como un miembro amputado.
De todas formas, ocurriese lo que ocurriese, haber tenido el destello de visualizar lo del patrón de sastrería le había producido una de las mayores satisfacciones de su vida. Eso era digno de conservarse. Había hallado fuerzas en el recuerdo de su madre y en el de su padre. Se había ganado a pulso la confianza de Jack Crawford y no la había perdido. Esas cosas serían las que ella guardaría en su joyero.
Su misión, su deber, era pensar en Fredrica Bimmel y cómo podía haberla secuestrado Gumb. Un proceso contra Buffalo Bill exigiría conocer todos esos hechos.
Piensa en Fredrica, clavada en este sitio toda su juventud. ¿Dónde buscaría una salida? ¿Acaso sus anhelos hallaron eco en los de Buffalo Bill? ¿Fue eso lo que los unió a ambos? Qué espanto pensar que quizá él, con su experiencia, la comprendió e incluso se compadeció de ella, para después servirse de ella hasta arrancarle la piel.
Starling se acercó al borde del agua. Casi todos los sitios poseen un momento del día, un ángulo, una intensidad de luz en que aparecen bajo su más bello aspecto. Cuando uno está clavado en un sitio determinado, aprende a conocer ese momento, que se espera con ilusión. Aquella hora del día, a media tarde, era probablemente el momento más hermoso del río Licking, a espaldas de la calle Fell. ¿Era ése el momento en que Fredrica Bimmel se permitía soñar? El sol, pálido ya, arrancaba al agua el vapor suficiente para difuminar los inservibles frigoríficos y cocinas económicas arrojados entre los matorrales en la otra orilla de la charca. Y el viento del noreste, que soplaba en dirección opuesta a la de la luz, combaba las finas espadañas, doblándolas hacia el sol.
Un pedazo de tubería de polictileno blanco salía del cobertizo del señor Bimmel y desaguaba cerca del río. De pronto gorgoteó y de ella salió un breve chorro de agua ensangrentada que manchó la sucia nieve. Bimmel salió al exterior. Llevaba la delantera de los pantalones llena de salpicaduras de sangre y en la mano transportaba, en una bolsa de plástico transparente, unos bultos grises y rosados.
—Pichones —dijo, al ver que Starling lo miraba—. ¿Ha comido alguna vez pichones?
—No —contestó Starling, volviendo la espalda al río—. Pero palomas torcaces, sí.
—En los pichones no hay miedo de encontrar perdigones.
—Señor Bimmel, ¿conocía Fredrica a alguien de la zona de Chicago o Calumet City?
Él se alzó de hombros y sacudió la cabeza.
—¿Había estado alguna vez en Chicago, que usted supiera?
—¿Qué quiere decir con eso de «que usted supiera»? ¿Cree usted que una hija mía puede marcharse a Chicago sin que yo me entere? Ni a Columbus iba sin que yo lo supiera.
—¿Conocía a algún hombre que se ganase la vida cosiendo, algún sastre o tapicero?
—Ella cosía para todo el mundo. Cosía tan bien como su madre. No creo que cosiera para ningún hombre. Cosía para varias señoras, para tiendas, pero no sé quiénes son.
—¿Quién era su mejor amiga, señor Bimmel? ¿Con quién salía a matar el tiempo? —Dios mío, ¿por qué habré dicho «matar»? Menos mal, no lo ha pescado; sólo se ha puesto furioso.
—Ella no salía a matar el tiempo, como esos gandules que abundan tanto hoy en día. Siempre estaba ocupada. Dios no la había hecho guapa, pero sí muy laboriosa.
—¿Quién era su mejor amiga?
—Stacy Hubka, creo, desde que eran pequeñas. La madre de Fredrica siempre decía que Stacy salía con Fredrica porque quería tener a alguien que le hiciese de sirvienta; qué sé yo.
—¿Sabe dónde podría ponerme en contacto con ella?
—Stacy trabajaba en la agencia de seguros. Creo que todavía sigue allí. Seguros Franklin.
Con la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos, Starling cruzó el trillado patio hacia el coche. El gato de Fredrica la miraba desde la ventana más alta de la casa.