Capítulo 52

El hogar de Fredrica Bimmel era un caserón de tres pisos, alto y macilento, de fachada recubierta de planchas alquitranadas manchadas de herrumbre en los lugares en que goteaban los canalones del tejado. Unos arces voluntariosos que crecían junto a la casa habían resistido bastante bien los fríos del invierno. Las ventanas de la cara norte estaban protegidas con plásticos.

En una pequeña salita, muy caldeada por obra de una estufa eléctrica, una mujer de media edad, sentada en la alfombra, jugaba con un bebé.

—Mi esposa —dijo Bimmel al cruzar por la habitación—. Acabamos de casarnos, en Navidad.

—Hola —dijo Starling.

La mujer contestó al saludo esbozando una difusa sonrisa. En el recibidor hacía frío y por todas partes se veían cajas de cartón apiladas hasta la altura de la cintura, cajas que llenaban las habitaciones, que formaban corredores, cajas con pantallas de lámparas y tapas de tarros de conservas, cestas de mimbre para llevar la merienda al campo, ejemplares atrasados del Reader’s Digest y del National Geographic, viejas raquetas de tenis de madera, ropa de cama, una caja llena de dianas de dardos, fundas de Leacril para los asientos del coche, de un estampado a cuadros muy de los años cincuenta, que olían a meadas de ratones.

—Nos trasladamos dentro de poco —explicó el señor Bimmel.

Lo que había cerca de las ventanas estaba descolorido por efecto del sol, las cajas amontonadas durante años se abombaban a causa de la edad y las alfombras, dispuestas todas ellas al azar, mostraban zonas rápidas que revelaban el camino empleado para entrar y salir de las habitaciones.

El sol moteaba la barandilla mientras Starling subía la escalera detrás del padre de Fredrica, cuya ropa, en aquel ambiente frío, olía a usada. Vio luz filtrándose por el combado techo que cubría el último descansillo de la escalera. Las cajas de cartón allí amontonadas estaban protegidas por un plástico.

La habitación de Fredrica era un cuarto pequeño y abuhardillado del tercer piso.

—¿Me necesita para algo más?

—Ahora no; cuando termine me gustaría hablar con usted, señor Bimmel. ¿Y la madre de Fredrica?

El expediente decía «fallecida», pero no especificaba cuándo.

—¿Qué quiere decir con eso? Murió cuando Fredrica tenía doce años.

—Ya.

—No se habrá figurado que ésa de abajo era la madre de Fredrica, ¿verdad? ¿No le he dicho que nos hemos casado en Navidad? No me diga que no me ha oído. Antes la policía empleaba a gente más espabilada. Ésa no ha conocido a Fredrica.

—Señor Bimmel, ¿la habitación está tal y como Fredrica la dejó?

El malhumor de la expresión de aquel hombre desapareció.

—Sí —contestó con un murmullo—. No hemos tocado nada. Al fin y al cabo, nadie podía usar su ropa. Encienda la estufa, si tiene frío, pero no se olvide de desenchufarla cuando baje.

No quería ver la habitación y dejó a Starling en el rellano. Starling permaneció unos momentos con la mano apoyada en el frío pomo de loza blanca. Necesitaba poner orden en su mente antes de dejarse invadir por las impresiones de Fredrica.

Veamos, el punto de partida es que Buffalo Bill liquidó en primer lugar a Fredrica, puso plomos en su cadáver y la escondió con cuidado, arrojándola a un río muy alejado de la ciudad. La escondió mejor que a las demás —era el único cadáver que llevaba pesos— porque quería que las otras fuesen descubiertas antes. Quería dejar bien establecida la teoría de que las víctimas eran seleccionadas al azar en ciudades dispersas en un amplio radio de acción, antes de que Fredrica, de Belvedere, fuese descubierta. Era fundamental desviar la atención de Belvedere. Porque vive aquí, o tal vez en Columbus.

Empezó por Fredrica porque codiciaba su piel. No empezamos a codiciar cosas imaginarias. La codicia es un pecado muy literal; empezamos a codiciar elementos tangibles, empezamos a codiciar lo que vemos todos los días. Él veía a Fredrica en el transcurso de su vida cotidiana. La veía durante la vida cotidiana de esta muchacha.

¿Cuál era la vida cotidiana de Fredrica? Manos a la obra…

Starling abrió la puerta. La silenciosa y fría habitación olía a enmohecido. En la pared, un calendario del año anterior se había quedado inmovilizado en abril. Fredrica llevaba muerta diez meses.

En un rincón, en el suelo, había un plato con comida para gatos, endurecida, negra.

Starling, veterana en las tareas de decorar con tejidos de rebajas, permaneció en el centro del cuarto y miró en derredor. Fredrica había logrado un magnífico resultado con los pocos recursos de que disponía. Había cortinas de cretona floreada. A juzgar por los ribetes de los bordes, había aprovechado las fundas de algún tresillo para confeccionarlas.

Había un tablón de anuncios con una cinta clavada de un alfiler; la cinta llevaba, en letras doradas, una inscripción que decía: BANDABHS. En la pared había un cartel de la cantante Madonna y otro de Deborah Harry y Blondie. En un estante situado sobre la mesa, Starling divisó un rollo del luminoso papel autoadhesivo que Fredrica había empleado para empapelar las paredes de su habitación. El resultado de esa tarea no era muy perfecto, aunque mejor, pensó Starling, que el que ella había conseguido la primera vez que empapeló.

En un hogar normal, el cuarto de Fredrica hubiera sido alegre. En esa casa desolada era estridente; resonaba con un eco de desesperación.

No había fotografías de Fredrica en su cuarto.

Starling encontró una en el anuario escolar que había en la pequeña librería. Club del Buen Humor, Club Ecológico, Las Modistillas, Banda de Música, Club de los Cuatrocientos; a lo mejor los palomos le servían de proyecto para ingresar en este último.

El anuario contenía algunas dedicatorias: «A una gran amiga», «Para una chica estupenda», «A mi compañera de química» y «En recuerdo de los bollos que vendimos en la ferias».

¿Traería Fredrica aquí a sus amigas? ¿Tenía una amiga lo suficientemente querida como para hacerle subir esa escalera por cuyo techo se filtraban las goteras? Junto a la puerta había un paraguas.

Mira esa foto de Fredrica; está en la primera fila, con los componentes de la banda de música. Fredrica es ancha de caderas y gorda, pero su uniforme cae mejor que los de las demás. Es alta y tiene un cutis precioso.

Sus irregulares facciones se combinan formando un rostro agradable, pero no es lo que se dice una chica guapa.

Kimberly Emberg tampoco era atractiva, al menos según las necias normas que imperan en los institutos, como tampoco lo eran un par de las otras.

Catherine Martin, en cambio, resultaría atractiva para cualquiera; era una chica alta y guapa que tendría que luchar contra la grasa cuando cumpliese los treinta años.

Recuerda que no contempla a las mujeres como cualquier otro hombre. El atractivo convencional no cuenta.

Simplemente tienen que ser grandes y tener la piel bonita.

Starling se preguntó si al pensar en las mujeres las consideraba «pieles», igual que algunos cretinos que suelen llamarlas «coños».

De pronto cayó en la cuenta de que su mano reseguía la lista de las calificaciones que aparecía bajo la fotografía del anuario, y tuvo conciencia de su propio cuerpo, todo entero, del espacio que ocupaba, de su tipo, de su cara, del efecto que ambos conseguían, de sus pechos, que estaban encima del libro, de su vientre duro y liso, sobre el cual se apoyaba el volumen, y de sus piernas. ¿Qué porción de su experiencia podría aplicar aquí?

Starling se vio en el espejo de cuerpo entero que había en la pared del fondo y se alegró de ser distinta de Fredrica. Pero sabía que la diferencia respondía a un prejuicio de su razonamiento.

¿Qué era lo que le impedía ver?

¿Qué aspecto quería tener Fredrica? ¿Qué anhelaba? ¿Dónde lo buscaba? ¿Qué hacía para mejorar su apariencia?

Encontró un par de planes de dietas alimentarías, la dieta del zumo de frutas y el régimen del arroz, junto con una dieta de choque según la cual no se podía comer y beber en la misma comida.

Grupos de adelgazamiento organizados… ¿Acaso Buffalo Bill los vigilaba para encontrar muchachas corpulentas? Qué difícil de verificar. Starling sabía por el expediente que dos de las víctimas habían pertenecido a grupos de adelgazamiento y que se habían investigado las listas de inscritos. A un agente de la delegación de Kansas City, por tradición «la oficina de los gordos» del FBI, y a algunos policías con problemas de exceso de peso se les había encomendado la misión de investigar en Sinderella y el Centro Dietético, así como inscribirse en los Weight Watchers y otras agrupaciones de este tipo en las ciudades de las víctimas. No sabía si Catherine Martin pertenecía a uno de esos grupos. Para Fredrica Bimmel, el coste de la inscripción hubiera supuesto un problema económico.

Fredrica poseía varios números de Grandes y Hermosas, revista especialmente dedicada a la mujer de gran tamaño. Uno de los artículos aconsejaba «desplazarte a Nueva York, ciudad en la que podrás conocer a extranjeros llegados de varios países del mundo en los que tu talla y estatura se consideran valiosísimas ventajas». Estupendo. Como alternativa, «podrías viajar a Italia o Alemania, donde a partir del primer día de estancia los hombres no te dejarán en paz». Seguro. A continuación ofrecemos algunos consejos sobre lo que hay que hacer si de las sandalias te sobresalen los dedos de los pies. ¡Madre mía! Todo lo que Fredrica necesitaba era conocer a Buffalo Bill, que la consideró de inmediato «una valiosísima ventaja».

¿Cómo se arreglaba Fredrica? Tenía maquillaje y muchos productos para el cutis. Bravo, muchacha, emplea a fondo esa ventaja. Starling se descubrió alentando a Fredrica, como si aún importase.

En una caja de puros guardaba bisutería. Entre las baratijas había un broche redondo chapado de oro que seguramente habría pertenecido a su difunta madre. Había cortado los dedos de unos guantes de encaje para llevarlos, sin duda, al estilo de Madonna, pero se le habían deshilachado.

También tenía algo de música, un tocadiscos Decca de los años cincuenta provisto de una palanca sujeta al brazo mediante anillas de goma como contrapeso. Discos de oferta. Temas románticos interpretados por Zarrifir, el maestro de la flauta.

Cuando tiró del cordón que encendía la luz del cuartito que hacía las veces de armario, a Starling le sorprendió el vestuario de Fredrica. Poseía ropa bonita, no en exceso pero sobrada para ir a clase y suficiente para trabajar en una oficina seria o incluso en una tienda elegante. Una rápida ojeada al interior de las prendas le explicó el porqué. Fredrica se las confeccionaba ella misma, y muy bien, por cierto; las costuras estaban pulidas con trencilla y las vueltas pulcramente terminadas. En un estante del fondo del armario había un montón de patrones. La mayoría era de Sencillo y Favorecedor, pero había un par del Vogue que parecían difíciles.

Seguramente, para la entrevista de trabajo, se puso su mejor ropa. ¿Qué debió ponerse? Starling ojeó el expediente. Aquí: vista por última vez con un traje verde. Vamos, agente, ¿qué demonios es un «traje verde»?

El punto flaco del vestuario de Fredrica era la escasez de presupuesto —tenía pocos zapatos—, y con su peso los que tenía los estropeaba pronto. Sus mocasines estaban tan dados que parecían ovalados. En los zapatos de salón llevaba plantillas DevorOlor. En las zapatillas de correr, los ojetes estaban deformados.

A lo mejor Fredrica hacía un poco de ejercicio; había algunas prendas de plástico para sudar.

Eran de la marca Juno. Catherine Martin también tenía unos calcetines de plástico de la marca Juno.

Starling salió del ropero. Retrocedió hasta la cama, se sentó en los pies, y con los brazos cruzados se quedó mirando hacia el interior del iluminado armario.

Juno era una conocida marca que se vendía en multitud de tiendas y establecimientos especializados en tallas grandes, pero tenía interés porque planteaba el problema de la ropa. Todas las ciudades americanas dignas de merecer el nombre de tal poseen al menos una tienda especializada en ropa para personas obesas.

¿Acaso Buffalo Bill espiaba dichas tiendas, elegía a una clienta y la seguía?

¿Entraba tal vez vestido de mujer en un establecimiento especializado en tallas grandes para vigilar a la clientela? Este tipo de comercios cuentan entre sus clientes con todos los travestidos y maricas de la ciudad.

La teoría de que Buffalo Bill podía ser un transexual se había tomado en cuenta, respecto a la investigación, muy recientemente, sólo desde que el doctor Lecter expusiera esa idea a Clarice Starling. ¿Cómo resolvía el problema de la ropa?

Todas las víctimas debían haber adquirido la ropa en tiendas especializadas para personas obesas. Catherine Martin podía usar una talla doce, pero las otras no, y la propia Catherine debió adquirir sus chándals de la marca Juno en un establecimiento dedicado exclusivamente a comercializar tallas grandes.

Catherine Martin podía llevar una doce. Era la más menuda de las víctimas. Fredrica, la primera, era la de mayor corpulencia. ¿Cómo solucionaba Buffalo Bill, al elegir a Catherine, el problema de la reducción de tamaño? Catherine tenía curvas francamente opulentas, pero no era tan grande. ¿Habría perdido peso el asesino? ¿Acaso se había inscrito en un grupo de adelgazamiento? Kimberly Emberg estaba a medio camino; era corpulenta, pero tenía cintura.

Starling había evitado deliberadamente pensar en Kimberly Emberg, pero en ese momento el recuerdo la abrumó. Volvió a verla tendida en la mesa de la funeraria de Potter. A Buffalo Bill le habían importado un cuerno sus piernas depiladas, sus uñas pulcramente esmaltadas: miró el pecho plano de Kimberly y como no le pareció suficiente, agarró la pistola y le abrió un boquete en forma de estrella de mar en el pecho.

La puerta de la habitación se abrió unos centímetros. Starling notó el movimiento en su corazón antes de saber qué era.

Entró un gato, un gato grande, de rubio pelaje, con un ojo dorado y el otro azul. Se subió de un brinco a la cama y se acurrucó junto a Starling. Buscaba a Fredrica.

Soledad. Chicas corpulentas y solitarias tratando de satisfacer a alguien.

La policía había eliminado de inmediato los clubes de corazones solitarios. ¿Acaso Buffalo Bill tenía otra forma de aprovecharse de la soledad? Nada nos hace más vulnerables que la soledad, a excepción de la avaricia.

Es posible que la soledad hubiera permitido a Buffalo Bill entrar en contacto con Fredrica, pero no con Catherine. Catherine no era una persona solitaria.

Kimberly sí era una chica solitaria. No empieces. Kimberly, obediente y fláccida, pasado ya el rigor mortis, puesta boca abajo en la mesa de la funeraria para que Starling pudiese tomarle las huellas dactilares. Basta.

No puedo evitarlo. Kimberly, solitaria, deseosa de agradar, ¿se habría puesto alguna vez dócilmente boca abajo para complacer a un hombre, solamente para sentir en la espalda los latidos de su corazón? Y se preguntó si Kimberly habría sentido alguna vez el roce de un bigote entre los omóplatos.

Mientras miraba hacia el interior del iluminado ropero, Starling recordó el prominente trasero de Kimberly y los trozos triangulares de piel que le faltaban en los hombros.

Mientras miraba hacia el interior del ropero iluminado, Starling vio los triángulos que faltaban de los hombros de Kimberly dibujados con tiza sobre un patrón. La idea se alejó, voló describiendo varios círculos y se le presentó de nuevo, acercándose tanto que esta vez pudo atraparla, cosa que hizo con un salvaje impulso de alegría: ¡SON PINZAS! ¡LE ARRANCÓ ESOS TRIÁNGULOS CON OBJETO DE HACER DOS PINZAS Y ASÍ PODERLA ENSANCHAR DE CINTURA! ¡ESE MALDITO HIJO DE PUTA SABE COSER! ¡BUFFALO BILL SABE COSER DE VERDAD! ¡HA DE SER SASTRE DE OFICIO! ¡EL MUY CABRÓN NO SE CONTENTA CON ROPA DE CONFECCIÓN!

¿Qué había dicho el doctor Lecter? «Se está confeccionando un traje de mujer con mujeres de verdad». ¿Qué me dijo a mí? «¿Sabe usted coser, Clarice?». Claro que sé, maldita sea.

Starling echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos un instante. Solucionar un problema es cazar; produce un placer feroz que es innato en el hombre.

En la salita había visto un teléfono. Empezó a bajar la escalera para emplearlo, pero ya la voz chillona de la señora Bimmel la llamaba, la llamaba para que se pusiera al teléfono.