Capítulo 51

La oficina de Jack Crawford en la sede central del FBI en Washington estaba pintada de un gris opresivo, pero tenía unos grandes ventanales.

Crawford estaba de pie ante ellos, examinando a la luz una borrosa lista copiada por una maldita impresora que no sé cuántas veces había dicho que no servía más que para que la echaran a la basura.

Llegaba de la funeraria y se había puesto a trabajar, apremiando a los noruegos a que enviasen cuanto antes las radiografías dentales del marino desaparecido que respondía al nombre de Klaus, acosando al personal de la delegación de San Diego para que inspeccionase a todos los conocidos de Raspail en el conservatorio, donde había dado un curso, y espabilando a los de Aduanas, que teóricamente habían de comprobar cualquier violación de las normas de importación relacionadas con envíos de insectos vivos.

Al cabo de cinco minutos de la llegada de Crawford, John Golgy, subdirector del FBI y jefe de la recién creada fuerza de servicio interdepartamental, asomó la cabeza por la puerta para decir:

—Jack, quiero que sepas lo mucho que sentimos lo ocurrido y lo mucho que te agradecemos que hayas venido hoy. ¿Cuándo es el entierro?

—El entierro mañana por la tarde. El funeral, el sábado a las once.

Golby hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Hemos reunido una colecta para UNICEF, Jack. ¿Quieres que pongamos Phyllis o Bella? Haremos lo que tú digas.

—Bella, John. Pongamos Bella.

—¿Puedo hacer algo por ti, Jack?

Crawford dijo que no con un gesto.

—Estoy trabajando. Voy a seguir trabajando.

—De acuerdo —contestó Golby. Aguardó un decente intervalo y añadió—: Chilton ha solicitado protección federal.

—Magnífico. Oye, John, ¿hay alguien de Baltimore interrogando a Everett Yow, el abogado de Raspail? ¿Recuerdas que te lo mencioné? Es posible que sepa alguna cosa sobre los amigos de Raspail.

—Sí, he dado orden esta misma mañana. Acabo de enviarle el guión a Burroughs. El director ha puesto a Lecter en la lista de fugitivos más buscados.

Jack, si necesitas algo…

Golby alzó las cejas y la mano y desapareció. Si necesitas algo. Crawford volvió a situarse frente a los ventanales. La oficina gozaba de una vista espléndida. Ahí estaba el hermoso edificio de la antigua sede de Correos, donde había realizado parte de su carrera. Y a la izquierda, la antigua sede del FBI. Cuando se graduó, había desfilado por el despacho de J. Edgar Hoover con todos sus compañeros. Hoover estaba en una pequeña tarima y les iba estrechando la mano uno por uno. Fue la única vez en su vida que Crawford vio al gran hombre. Al día siguiente se casaba con Bella.

Se habían conocido en Livorno, Italia. Él estaba en el ejército, ella en el personal de la NATO y entonces se llamaba Phyllis. Una tarde, paseando juntos por los muelles, un pescador la piropeó: «¡Bella!». La palabra quedó suspendida sobre las aguas quietas del puerto y a partir de aquel momento para él siempre fue Bella.

Sólo era Phyllis cuando discutían.

Bella ha muerto. Eso tendría que alterar la vista que se divisa desde estos ventanales. No es justo que la vista permanezca igual que antes. ¿Por qué coño tenía que morirse, Jesús santo? Amor mío. Sabía que era inevitable, pero duele.

¿Qué es lo que dicen sobre el retiro forzoso a los cincuenta y cinco años? Tú te enamoras del FBI, pero el FBI no se enamora de ti. Cuántas veces lo había visto.

Gracias a Dios, Bella le había salvado de esa trampa. Esperó que ella estuviese en algún sitio, por fin sin sufrir. Esperó que ella supiese lo que guardaba él dentro de su corazón.

El zumbador del teléfono interno estaba sonando.

—Señor Crawford, un tal doctor Danielson de…

—Póngame. —Oprimió un botón—. Jack Crawford, doctor Danielson.

—¿Esta línea telefónica es segura, señor Crawford?

—Sí. Al menos en este extremo, sí.

—No está usted grabando la conversación, ¿verdad?

—No, doctor Danielson. Dígame lo que tenga que decirme.

—Quiero dejar muy claro que lo que voy a decirle no tiene relación alguna con nadie que haya sido jamás paciente de Johns Hopkins.

—Entendido.

—Si de ello surge algo de utilidad, quiero que deje usted bien claro ante la opinión pública que no se trata de un transexual y que jamás ha tenido nada que ver con esta institución.

—De acuerdo. Se lo garantizo. Con toda seguridad. —Anda, suelta ya, pedante de los cojones. Crawford hubiese prometido cualquier cosa.

—Derribó al doctor Purvis a empellones.

—¿Quién, doctor Danielson?

—Solicitó ser admitido en el programa hace tres años, bajo el nombre de John Grant, de Harrisburg, Pennsylvania.

—¿Descripción?

—Varón, de raza blanca, tipo caucasiano, entonces tenía treinta y un años. Metro ochenta y cinco de estatura, ochenta y ocho kilos de peso. Vino a hacerse las pruebas y obtuvo un buen resultado en la escala de inteligencia de Wechsler (normal tirando a superior), pero en cambio las pruebas psicológicas y las entrevistas fueron otra cosa. Lo cierto es que en el test de Persona-Casa-Árbol y en el TAT dio unos resultados calcados a la hoja que usted me dio. Me hizo creer que el autor de esa pequeña teoría era Alan Bloom cuando en realidad era Hannibal Lecter, ¿verdad?

—Continúe con Grant, doctor.

—La comisión hubiese desestimado su solicitud de todos modos, pero cuando nos reunimos para discutir el caso, la cuestión quedó zanjada porque nos llegaron informes negativos.

—Explíquese un poco más.

—Tenemos la costumbre, como medida rutinaria, de comprobar los antecedentes penales de todos los solicitantes en su ciudad de origen. La policía de Harrisburg tenía en este caso dos denuncias pendientes por asalto a dos homosexuales. La víctima del segundo estuvo a punto de morir. Nos había dado una dirección que resultó ser la de una pensión en la que a veces pernoctaba. La policía obtuvo allí sus huellas digitales y un recibo del gas pagado con tarjeta de crédito en el que figuraba el número del permiso de conducir. Mediante eso descubrimos que no se llamaba John Grant; era un nombre falso. Al cabo de aproximadamente una semana, aguardó a que saliesen los médicos del hospital y por despecho interpeló al doctor Purvis y lo derribó de un empujón.

—¿Cómo se llamaba, doctor Danielson?

—Será mejor que se lo deletree. J-A-M-E G-U-M-B.