Capítulo 49

En la mañana del cuarto día, el señor Gumb lo tenía todo a punto para cosechar la piel.

Regresó a casa con las últimas compras que precisaba y tuvo que hacer un esfuerzo para no bajar corriendo la escalera del sótano. Una vez en el estudio, desempaquetó las compras: bies para las costuras, unos pedazos de Lycra para debajo de las aberturas y un tarro de sal marina.

No había olvidado nada.

En el taller, dispuso los cuchillos sobre una toalla limpia junto a los apaisados lavaderos. Los cuchillos eran cuatro: uno de filo hundido para desollar; un preciso estilete de punta curva, que seguía perfectamente la curva del dedo índice en los sectores estrechos; un bisturí, para los trabajos más delicados, y una bayoneta de la Primera Guerra Mundial. El borde romo de la bayoneta proporciona el instrumento más útil para descarnar un pellejo sin desgarrarlo.

Además, contaba con una sierra de autopsia Strycker que apenas usaba y lamentaba haber comprado.

A continuación, engrasó la cabeza de un soporte de peluca, amontonó sal gruesa sobre la grasa y colocó el soporte sobre una bandeja de horno provista de rejilla para recoger la grasa. En un alarde de buen humor, retorció la nariz de celuloide de soporte, depositó un beso en la punta de los dedos y se lo envió soplando.

Cuánto le costaba comportarse con seriedad… Tenía ganas de volar, bailar por la habitación, como Danny Kaye. Se echó a reír y con un soplido alejó a una polilla que revoloteaba cerca de su cara.

Era hora de poner en marcha las bombas de los acuarios, llenos hasta los bordes de solución. ¿Qué era eso? ¿Una hermosa crisálida semienterrada en el humus de la jaula? Escarbó con el dedo. Sí, efectivamente, una crisálida.

Ahora, la pistola. El problema de matar a ésta había preocupado varios días al señor Gumb. Ahorcarla quedaba descartado porque no quería que los pectorales se moteasen y, además, no podía arriesgarse a que el nudo le desgarrase la piel de detrás de las orejas.

El señor Gumb había aprendido de todos sus anteriores esfuerzos, a veces a costa de grandes sufrimientos. Y estaba decidido a evitar algunas de las pesadillas por las que había tenido que pasar. Un único principio fundamental; por muy débiles de hambre o desmayadas de miedo que estén, cuando ven el aparato, siempre pelean.

Tiempo atrás, en el pasado, había perseguido a algunas jóvenes por el sótano, del que había apagado las luces, usando él luz y gafas infrarrojas, y era maravilloso verlas correr a tientas o tratar de acurrucarse en los rincones. Le gustaba perseguirlas con la pistola. Le encantaba emplear la pistola. Siempre se desorientaban, perdían el equilibrio, tropezaban con los muebles. Él, con las gafas, podía pasar horas en la más absoluta oscuridad o bien esperar a que se quitaran las manos de la cara para entonces dispararles a la frente. O antes a las piernas, debajo de la rodilla, para que pudieran seguir arrastrándose.

Pero todo aquello era, además de pueril, una pérdida de tiempo. Después quedaban inservibles y hacía tiempo que había abandonado tales prácticas.

En su actual proyecto, a las tres primeras les había propuesto subir al piso de arriba a tomar una ducha, antes de lanzarlas escaleras abajo con un dogal en el cuello, sin mayores problemas. Pero la cuarta había sido un desastre. Había tenido que emplear la pistola en el cuarto de baño y había tardado más de una hora en limpiarlo. Y recordó a la muchacha, mojada, toda en piel de gallina, y en lo que temblaba cuando amartilló la pistola. Le encantaba amartillarla, clic clic, luego una detonación y se acabó el alboroto.

Le agradaba su pistola, y con razón, pues era un arma excelente, un Colt Python de acero inoxidable, con un tambor de seis pulgadas. Todos los mecanismos del modelo Python son ajustados por el departamento postventa de la casa Colt y ésta daba gusto tocarla. La amartilló y la sacudió, alcanzando el percutor con el pulgar. Luego la cargó y la depositó en la repisa del taller.

El señor Gumb tenía grandes deseos de proponerle a ésta que se lavase la cabeza, porque quería verla desenredándose el cabello. Viendo cómo se peinaba, podría aprender mucho para su propio acicalamiento.

Pero ésta era alta, y seguramente tenía fuerza. Ésta era demasiado especial para correr el riesgo de tener que echarlo todo a perder por culpa de varias heridas de bala.

No, sacaría el polipasto del cuarto de baño, le ofrecería un baño y cuando ella se hubiese sentado en la barra del trapecio, la subiría hasta la mitad del pozo y entonces le dispararía varios tiros en la base de la espina dorsal. Y cuando quedase inconsciente, podría hacer lo demás con cloroformo.

Eso es. Ahora subiría a su dormitorio para quitarse la ropa. Despertaría a Preciosa, contemplaría el vídeo con ella y luego se pondría a trabajar, desnudo en el caldeado sótano, desnudo como el día que nació.

Se sentía casi marcado de emoción al subir la escalera. A toda prisa se desnudó y se puso el batín. Introdujo la cinta en el vídeo.

—Preciosa, ven aquí, Preciosa. Hoy es día de trajín, mucho trajín. Ven aquí, cariñito.

Tendría que encerrar a la perrita aquí arriba, en el dormitorio, mientras llevaba a cabo la etapa ruidosa en el sótano.

Preciosa, que detestaba el alboroto, se trastornaba. Para que no se aburriera, al salir le había comprado una caja entera de huesos de goma para masticar.

—Preciosa. —Al ver que no acudía, bajó al recibidor—: ¡Preciosa! —y luego a la cocina—: ¡Preciosa! —y al sótano—: ¡Preciosa!

Cuando la llamó desde la puerta del cuarto donde estaba la mazmorra, obtuvo respuesta:

—¡Está aquí abajo, cabrón! —contestó Catherine Martin.

El señor Gumb experimentó tanto miedo por Preciosa que sintió náuseas. Luego sufrió un acceso de cólera, y después de aporrearse las sienes con los puños, apoyó la frente en el marco de la puerta y trató de dominarse. Un sonido, entre arcada y lamento, le escapó de la garganta, y la perrita respondió con un gemido.

Se dirigió al taller y agarró la pistola. El cordel del cubo sanitario estaba roto. Todavía no estaba seguro de cómo lo había conseguido. La última vez que vio la cuerda rota, supuso que la había roto ella misma en un absurdo intento de trepar por el pozo. Muchas lo habían intentado: habían cometido todas las tonterías imaginables.

Se inclinó por la abertura, procurando controlar la voz.

—Preciosa, ¿estás bien? Contéstame.

Catherine propinó un pellizco al rollizo trasero de la perra, que gimió y le pagó con un mordisco en el brazo.

—¿Qué es eso? —exclamó Catherine.

Al señor Gumb le resultaba de lo más antinatural hablar de ese modo con Catherine, pero hizo un esfuerzo por superar su repugnancia.

—Voy a bajar una cesta. La meterá usted dentro.

—Un teléfono es lo que va a bajar, porque si no, le rompo el cuello. No quiero hacerle daño ni a usted ni a la perra. Lo único que quiero es un teléfono.

El señor Gumb empuñó la pistola. Catherine vio el cañón sobresaliendo de la luz. Y se agachó, manteniendo el caniche encima de ella y agitándolo frente a la pistola. Entonces le oyó amartillar el arma.

—¡Como dispares, cabrón, maldito hijo de puta, más vale que me mates de un balazo, porque te juro que si no, le rompo el cuello! ¡Te lo juro por Dios!

Y se puso la perra bajo el brazo, le agarró el hocico con la mano y le levantó la cabeza.

—¡Apártate, hijo de puta!

La perrita gimió. La pistola desapareció. Con la mano que le quedaba libre, Catherine se retiró el pelo de la frente. La tenía empapada.

—No he querido insultarle —dijo—. Sólo quiero un teléfono, un teléfono que funcione. Usted puede marcharse, no me importa lo que haga, jamás le he visto la cara. Cuidaré bien de Preciosa.

—No.

—No le faltará de nada. Piense un poco en ella y no sólo en usted. Si dispara contra mí, ocurra lo que ocurra, ella se quedará sorda. Todo lo que quiero es un teléfono que funcione. Traiga un hilo largo, para que pueda usarlo desde aquí; coja cinco o seis teléfonos, empálmelos, ahora los venden con las conexiones preparadas, y bájemelo aquí. Le enviaré a la perra por avión donde usted quiera. Mi familia tiene perros. A mi madre le encantan los perros. Usted puede huir si quiere; no me importa lo que haga.

—No le voy a dar más agua, ni una gota más.

—Pues ella se morirá de sed, porque yo no pienso darle ni una gota de la botella. Siento decírselo, pero creo que tiene una pata rota. —Esto último era mentira; la perrita había caído, junto con el cubo y la carnaza, encima de Catherine y era ésta la que tenía una mejilla arañada por culpa del frenético agitar de las patas de la perra. No podía dejarla en el suelo porque él, desde arriba, se daría cuenta de que no cojeaba—. Le duele mucho. Tiene la pata torcida y está intentando lamérsela. Me resulta insoportable verla sufrir —mintió Catherine—. Tengo que llevarla a un veterinario.

El alarido de rabia y angustia del señor Gumb hizo llorar a la perrita.

—Que le duele mucho, dice —replicó el señor Gumb—. Usted no sabe lo que es el dolor. Como le haga daño, le arrojaré un cubo de agua hirviendo.

Cuando le oyó subir con desgana y pesadez la escalera, Catherine Martin se sentó sin poder dominar las violentas sacudidas de sus brazos y piernas. No podía sostener a la perra, no pudo contener la orina, no tenía fuerzas para nada.

Y cuando la perrita se le encaramó a la falda, la abrazó, llena de agradecimiento por su calor.