Crawford salió de la funeraria y miró a ambos lados de la calle en busca de Jeff, que le aguardaba con el coche. Vio en cambio a Clarice Starling, aguardando bajo la marquesina, vestida con un traje de chaqueta oscuro, real a la luz del día.
—Déjeme ir —le dijo ella. Crawford acababa de elegir el ataúd de su mujer y en una bolsa de papel llevaba un par de zapatos de ésta que había traído por equivocación—. Perdone —añadió Starling—. No hubiese venido ahora si hubiera habido otro momento. Déjeme ir.
Crawford hundió las manos en los bolsillos y giró el cuello hasta que el de la camisa crujió. Tenía los ojos brillantes, tal vez peligrosos.
—¿Que la deje ir adónde?
—Usted me envió a Memphis para que me familiarizase con el entorno de Catherine Martin; déjeme ir a casa de las demás.
»Lo único que nos queda es averiguar cómo las secuestra. Cómo las descubre, cómo las elige. Tengo tanta capacidad como cualquier otro de sus investigadores; para ciertas cosas, sirvo incluso más. Todas las víctimas son mujeres, y no hay ninguna mujer trabajando en este caso. Yo entro en la habitación de una mujer y veo el triple de cosas más que un hombre, y usted lo sabe. Déjeme ir.
—¿Está dispuesta a aceptar que la obliguen a repetir?
—Sí.
—Le va a costar seis meses de retraso, seguramente.
Ella no contestó. Crawford golpeó la hierba con la punta del zapato. Alzó la vista y la miró, advirtiendo la amplia inmensidad, como la de una pradera, que tenía su mirada. La muchacha tenía fortaleza como Bella.
—¿Por cuál empezaría? —le preguntó Crawford.
—Por la primera. Fredrica Bimmel, de Belvedere, Ohio.
—¿No por Kimberly Emberg, la que usted vio?
—Él no empezó con ella. —¿Mencionar a Lecter? No. Ya vería la pantalla.
—Emberg sería la opción emocional, ¿no es cierto, Starling? Los gastos del viaje le serán reembolsados. ¿Tiene dinero?
Los bancos no abrirían hasta dentro de una hora.
—Me queda algo en la cuenta de la Visa.
Crawford metió las manos en los bolsillos. Le dio trescientos dólares en metálico y un cheque al portador.
—Vaya usted, Starling. Pero sólo a la primera. Envíe un informe a la centralita. Y llámeme.
Ella levantó la mano a modo de despedida. No le tocó ni la cara ni la mano, no parecía haber lugar para el contacto físico, y dándose media vuelta echó a correr hacia el Pinto.
Cuando ella ya arrancaba, Crawford se dio unas pocas palmadas en los bolsillos. Le había dado hasta el último centavo que tenía en su poder.
—La pequeña necesita un par de zapatos nuevos —dijo en voz alta—. Mi pequeña ya no necesita zapatos.
Estaba llorando a lágrima viva en medio de la acera, todo un jefe de sección del FBI, qué absurdo.
Jeff, desde el coche, vio que le brillaban las mejillas, y se metió marcha atrás en un callejón para que Crawford no le viera. Jeff salió del coche. Encendió un cigarrillo y se puso a fumar con furia. Su regalo para Crawford consistiría en entretenerse hasta que el jefe hubiese enjugado las lágrimas, se hubiese puesto de malhumor y tuviese motivos sobrados para meterle una bronca.