Capítulo 47

Starling durmió profundamente cinco horas y, en plena noche, sobresaltada por el terror del sueño, se despertó. Mordió una esquina de la sábana, se cubrió los oídos con las manos y esperó unos instantes, a fin de averiguar si estaba completamente despierta y a salvo del miedo. Silencio; no se oían balidos de corderos. Al darse cuenta de que estaba despierta, el corazón se le tranquilizó, pero los pies se negaban a permanecer debajo de las sábanas. Al cabo de un momento la mente le empezaría a galopar, lo sabía.

Notó con alivio que la invadía una oleada de ira y no de miedo.

—Imbéciles —dijo, sacando un pie de la cama.

Después de aquel largo día en que había sido interrumpida por Chilton, insultada por la senadora Martin, abandonada y reprendida por Krendler, provocada por el doctor Lecter, descompuesta por su sanguinaria huida y relevada del caso por Jack Crawford, había una cosa que era lo que más le dolía: que la hubiesen llamado ladrona.

La senadora Martin era una madre sometida a una extrema tensión y estaba harta de que la policía anduviese manoseando las pertenencias de su hija. No había tenido intención de ofender a Starling.

No obstante, a Starling la acusación se le había clavado como una aguja al rojo vivo.

De pequeña, le habían enseñado que robar es, a excepción de violar y matar por dinero, el acto más mezquino y despreciable que puede cometerse, hasta tal punto que ciertos casos de homicidio son preferibles al robo.

De niña, cuando vivía en instituciones en las que había pocas recompensas y mucha hambre, había aprendido a aborrecer a un ladrón.

Tendida en la cama en la oscuridad, afrontó una segunda razón que explicaba por qué seguía doliéndole tanto la insinuación de la senadora Martin.

Starling sabía lo que diría el perverso doctor Lecter, y era cierto: temía que la senadora Martin hubiese visto en ella una cierta falta de clase, un aire de ordinariez, un punto de rapacidad, estímulos ante los cuales la senadora había reaccionado con desprecio. La senadora Martin, tan distinguida, la mala puta.

El doctor Lecter disfrutaría poniendo de manifiesto que el rencor de clase, ese resentimiento soterrado que se transmite con la leche de la madre, era un factor determinante de la personalidad de Clarice. Starling no tenía nada que envidiar a ningún Martin en cuestión de formación, inteligencia, iniciativa e incluso atractivo físico, lo cual no impedía que el sentimiento existiese, como ella bien sabía.

Starling era un miembro aislado de una tribu altiva que no poseía más árbol genealógico que el que proporcionan el cuadro de honor de la escuela y la ausencia de antecedentes penales. Muchos de los Starling, desposeídos en Escocia y expulsados de Irlanda por el hambre, se habían inclinado hacia oficios peligrosos. Cuántos se habían desgastado de ese modo, cayendo al fondo de un agujero o resbalando de un tablón con un balazo en los pies, o habían sido enviados a la gloria con un «toque de silencio» de madrugada, cuando sus restantes compañeros no tenían más deseo que irse a casa. Es posible que algunos de ellos fuesen lacrimosamente recordados por algún que otro oficial en las noches de cantina, de igual modo que un borracho recuerda con emoción a un buen perro cazador. Nombres marchitos en una Biblia.

Según le habían contado a Starling, ninguno de ellos había destacado demasiado, a excepción de una tía abuela que se dedicó a escribir un prodigioso diario hasta que enfermó de meningitis.

Pero no robaban. En América, ya se sabe, lo importante es la escuela, y los Starling, que lo habían comprendido de inmediato, se envanecían de ello. Uno de los tíos de Clarice había mandado que en su lápida grabasen el título de bachiller elemental.

Durante los muchos años en que no tuvo otro sitio adonde ir, para Starling lo esencial habían sido las escuelas y su arma de choque los exámenes.

Sabía que podía superar este bache, ser lo que siempre había sido y hacer lo que siempre había hecho desde que descubrió cómo funcionan las cosas; es decir, luchar para contarse entre los primeros de su clase y verse así aceptada, incluida, elegida y no rechazada.

Era simplemente cuestión de trabajar con ahínco y andarse con cuidado. Sacaría buenas notas. En defensa personal, el coreano no lograría suspenderla. Su nombre, el de Clarice Starling, sería grabado en la placa del vestíbulo, junto al de los mejores, por su extraordinaria actuación en el servicio.

Dentro de cuatro semanas tendría en sus manos el título de agente especial del FBI.

¿Tendría acaso que vigilar durante el resto de su vida a ese cabrón de Krendler?

En presencia de la senadora, el muy cobarde se había querido lavar las manos. Cada vez que Starling pensaba en aquello, sentía un aguijonazo de dolor. El tío no estaba seguro de que dentro del sobre hubiese alguna prueba concluyente. Menudo elemento. Ahora, al recordar a Krendler, veía que calzaba zapatos deportivos azul marino, iguales a los que llevaba el alcalde de su pueblo, el jefe de su padre, cuando fue a recoger el reloj de vigilante.

Lo peor era que Jack Crawford salía de todo aquello disminuido. Era evidente que se hallaba sometido a una tensión inhumana. La había enviado a comprobar el coche de Raspail sin concederle apoyo ni protegerla con ningún símbolo de autoridad. De acuerdo, ella había solicitado realizar esa misión en esos términos; eso, bien mirado, era irrelevante. Pero Crawford tenía forzosamente que saber que surgirían dificultades cuando la senadora Martin la viese a ella en Memphis; dificultades las hubiese habido, aunque no hubiera descubierto las malditas fotografías.

Catherine Baker Martin está sumida en esta misma oscuridad. Starling lo había olvidado unos instantes, mientras reflexionaba sobre sus propios problemas.

Varias imágenes de los últimos días castigaron a Starling por el olvido y centellearon ante sus ojos con vivos colores, exagerados colores, repugnantes colores, esos colores que surgen del negro cuando de noche brilla un relámpago.

Ahora era Kimberly la que la obsesionaba. Kimberly, gorda, muerta, que se había perforado las orejas para adornarse, para estar más bonita, que ahorraba para depilarse las piernas. Kimberly, con el cuero cabelludo arrancado. Kimberly, su hermana. Starling no creía que Catherine Baker Martin hubiese tenido tiempo para dedicárselo a Kimberly.

Ahora, bajo la piel, ambas eran hermanas. Kimberly, tendida en una funeraria repleta de policías bocazas e insensibles.

Starling no tuvo fuerzas para seguir contemplando aquella imagen. Intentó apartar la cara, como hace un nadador para respirar.

Todas las víctimas de Buffalo Bill eran mujeres, su obsesión eran mujeres, vivía para dar caza a las mujeres.

Ninguna mujer le estaba dando caza a él. Ninguna investigadora se había molestado en estudiar en serio todos y cada uno de sus crímenes.

Starling se preguntó si Crawford tendría las narices de llevarla a ella, en calidad de ayudante técnica, cuando tuviese que ir a examinar el cadáver de Catherine Martin. Bill la «liquidaría mañana», había vaticinado Crawford. Liquidarla. Liquidarla. Liquidarla.

Joder —dijo Starling en voz alta, poniendo los pies en el suelo.

—Estás corrompiendo a un retrasado mental, ¿verdad, Starling? —dijo Ardelia Mapp—. Te lo has metido en la cama a escondidas y ahora le estás dando instrucciones… No creas que no te oigo.

—Perdona, Ardelia. No creía que…

—Con ese tipo de personas, tienes que ser más concreta mujer. No puedes limitarte a decir lo que has dicho. Corromper a un retrasado mental es como el periodismo; has de especificar qué, cuándo, dónde y cómo. El porqué se torna evidente a medida que progresa la cosa.

—¿Tienes ropa que lavar?

—¿He entendido correctamente? ¿Has dicho si tenía ropa que lavar?

—Sí. Creo que voy a poner una lavadora. ¿Tienes algo?

—Sólo ese chándal que está colgado de la puerta.

—Muy bien. Cierra los ojos. Voy a encender la luz un instante.

No fueron los apuntes de la Cuarta Enmienda, el tema del próximo examen, lo que Starling colocó encima de la cesta de la ropa y se llevó a la lavandería.

Lo que cogió fue el expediente de Buffalo Bill, un tomo de diez centímetros de grosor, repleto de sufrimiento y terror, encuadernado con unas tapas de cuero cuyas etiquetas estaban escritas con una tinta del color de la sangre. Se llevó también el borrador de su informe sobre la polilla de la muerte. Tenía que devolver el expediente al día siguiente y si quería que incluyese una copia del informe, tenía que acabar de redactarlo. En la caldeada lavandería, acunada por el acogedor traqueteo de la lavadora, quitó las bandas elásticas que sujetaban el expediente. Dispuso los papeles en la repisa de doblar la ropa y se dispuso a pulir la redacción del informe sin mirar las fotografías, sin pensar en las fotografías que pronto se adjuntarían. Encima de todo estaba el mapa, menos mal. Pero en el mapa había algo escrito a mano.

La elegante caligrafía del doctor Lecter cruzaba la zona de los Grandes Lagos y decía:

Clarice, ¿no le parece excesivo el azar que preside la dispersión de estos puntos? ¿No le da la impresión de que constituye un conjunto desesperadamente fortuito? ¿Fortuito hasta pecar de inconveniente? ¿No le sugiere el artificio de un pésimo embustero?

Gracias,

Hannibal Lecter

P. D. No se moleste en revisar el expediente. No hay nada más.

Tardó veinte minutos en pasar todas las páginas para asegurarse de que no había, efectivamente, nada más.

Starling se dirigió al teléfono público del vestíbulo, llamó a la centralita de guardia y le leyó el mensaje a Burroughs, preguntándose cuándo dormía este hombre.

—Debo decirle, Starling, que el precio de mercado por cualquier información procedente de Lecter ha bajado varios puntos —dijo Burroughs—. ¿La ha llamado Jack para decirle lo de la bilirrubina?

—No. —Starling se apoyó en la pared y cerró los ojos mientras él le explicaba la broma del doctor Lecter.

—No sé, no sé —dijo Burroughs al concluir—. Jack dice que van a seguir investigando las clínicas de cambio de sexo, pero ¿hasta cuándo? Si se observa la información almacenada en el ordenador, el modo de introducir los datos, se advierte que toda la información procedente de Lecter, la que le dio a usted y la que comunicó en Memphis, posee unos prefijos especiales. Todo el material de Baltimore o todo el material de Memphis, o ambos a la vez, pueden eliminarse pulsando una sola tecla. Yo creo que el Departamento de Justicia tiene muchas ganas de pulsar esa tecla. Mire, he recibido un comunicado de dicho departamento sugiriendo que el insecto descubierto en la garganta de Klaus es, veamos cómo dice, «una pura nimiedad».

—De todos modos, le pasará esto al señor Crawford, ¿verdad? —insistió Starling.

—Sí, claro, se lo dejaré en pantalla, pero ahora no voy a llamarle por teléfono. Y usted tampoco debe llamarle. Bella acaba de morir.

—Oh —murmuró Starling.

—Pero no todo son malas noticias. Los muchachos de la delegación de Baltimore han registrado la celda de Lecter en el psiquiátrico, con la ayuda de Barney, el enfermero. Y han descubierto en la cabeza de un perno del jergón de Lecter abrasiones de metal, método que empleó para fabricar la llave de las esposas. Quédese tranquila, Starling. Va usted a salir oliendo a rosas.

—Gracias, señor Burroughs. Buenas noches.

Oliendo a rosas. Tuve que ponerme Vicks VapoRub en la naríz.

Despuntaba el alba del último día de la vida de Catherine Martin.

¿Qué quería decir el doctor Lecter? Era imposible saber qué sabía el doctor Lecter. Cuando ella le entregó el expediente, se imaginó que Lecter disfrutaría contemplando las fotografías y que emplearía como guión los datos que en él aparecían, mientras a ella le comunicaba cosas de Buffalo Bill que ya sabía previamente.

Quizá Lecter le había mentido siempre, como había mentido a la senadora Martin. Tal vez no sabía ni comprendía nada de Buffalo Bill.

Lo ve todo con prodigiosa claridad; a mí me ha calado por completo. Es duro aceptar que una persona pueda comprenderte sin desearte lo mejor. A la edad que tenía, Starling todavía no se había hallado muchas veces en semejante situación.

Desesperadamente fortuito, había escrito el doctor Lecter.

Starling y Crawford y un montón de gente habían contemplado el mapa con los puntos que señalaban los lugares en que se habían producido los secuestros y aquellos en que habían aparecido los cadáveres. A Starling el conjunto le había parecido una constelación negra, con una fecha junto a cada una de las estrellas, y sabía que Ciencias del Comportamiento había intentado comparar el mapa con los signos del zodíaco sin obtener resultado.

Si el doctor Lecter se había dedicado a leer el expediente por placer, ¿por qué se había entretenido en el mapa? Starling se lo imaginaba ojeando el expediente y burlándose de la prosa de varios de los informes.

La disposición de los puntos de secuestro y de los lugares en que habían aparecido los cadáveres no formaban ningún dibujo concreto; no se advertían relaciones de conveniencia entre los puntos ni tampoco el menor signo de coordinación temporal con ninguna norma comercial conocida, con ninguna serie de hurtos ni robos de ropa interior ni con ningún otro delito de orientación fetichista.

Una vez de regreso a la lavandería, oyendo el zumbido de la secadora, Starling recorrió el mapa con los dedos. Aquí un secuestro; ahí el cadáver. Aquí el segundo secuestro; allí el segundo cadáver. Aquí el tercero y… Pero estas fechas están equivocadas, o no, el segundo cadáver, fue descubierto primero.

Este hecho se había registrado, sin subrayarlo, en tinta borrosa junto al punto exacto del hallazgo. El cadáver de la segunda mujer secuestrada fue el primero en descubrirse; apareció flotando en el río Wabash, en el centro de Lafayette, Indiana, justo debajo de la Nacional 65.

La primera mujer cuya desaparición se denunció había sido secuestrada en Belvedere, Ohio, en las proximidades de Columbus, y su cadáver descubierto mucho tiempo después en el río Blackwater de Missouri, a las afueras de Lone Jack. El cadáver iba provisto de plomos. Era el único; ninguno de los demás llevaba pesos.

El cadáver de la primera víctima se había descubierto en el fondo de un río y en una comarca aislada. La segunda había sido arrojada a un río a muy poca distancia de una ciudad, donde evidentemente se descubriría pronto.

¿Por qué? A la primera la había escondido; a la segunda no. ¿Por qué? ¿Qué significaba «desesperadamente fortuito»? Vayamos por orden. Lo primero es lo primero. ¿Qué había dicho el doctor Lecter refiriéndose a «primero»? ¿Qué significaba todo lo que decía el doctor Lecter?

Starling repasó las notas que había garabateado en el avión que la alejaba de Memphis.

El doctor Lecter había dicho que el expediente contenía toda la información suficiente para identificar al asesino. «Simplicidad», había dicho. ¿Y «primero»? ¿Dónde estaba lo de «primero»? Aquí: «Primeros principios» eran fundamentales. «Primeros principios»; le sonó de una petulancia insoportable cuando se lo oyó decir.

¿Qué hace él, Clarice? ¿Qué es lo primero, lo primordial, qué hace? ¿Qué necesidad satisface matando? Codicia. ¿Y cómo empezamos a codiciar? Empezamos por codiciar lo que vemos cada día.

Resultaba más fácil pensar en las frases de Lecter sin notar los ojos del doctor clavados en su piel. Resultaba más fácil aquí, a salvo en el corazón de Quántico.

Si empezamos a codiciar codiciando lo que vemos cada día, ¿acaso Buffalo Bill se desconcertó al matar a la primera? ¿Liquidó a una mujer de su entorno? ¿Y por eso escondió a la primera con cuidado y en cambio a la segunda no? ¿Secuestró a la segunda lejos de su pueblo y la arrojó a un lugar donde fuera descubierta pronto, para así establecer desde el principio la creencia de que los puntos de secuestro eran fortuitos?

Cuando Starling pensaba en las víctimas, Kimberly Emberg era la primera que le venía a la mente, porque a Kimberly la había visto muerta y, en cierto modo, sentía por ella una especial preferencia.

Pero ahí estaba la primera. Fredrica Bimmel, veintidós años, de Belvedere, Ohio. Había dos fotografías. En la del anuario escolar se veía a una muchacha grandullona y poco agraciada, dueña de una hermosa mata de pelo y de un cutis precioso. En la segunda, tomada en el depósito de cadáveres de Kansas City, sus despojos no parecían humanos.

Starling volvió a llamar a Burroughs. Le respondió con la voz algo más áspera, pero la escuchó.

—¿Qué hay de nuevo, Starling?

—A lo mejor vive en Belvedere, Ohio, que es donde vivía la primera víctima. A lo mejor la veía todos los días y la mató de forma, ¿cómo decir?, espontánea. A lo mejor sólo quería… invitarla a un refresco y charlar un rato. Y por eso se tomó la molestia de esconder el cadáver y luego secuestró a la segunda lejos de su pueblo. A ésa no la escondió, para que la descubriesen antes y desviar así las sospechas y la atención de la policía hacia un lugar lejano. Ya sabe usted el revuelo que levantan las denuncias por desaparición; la cosa no se calma hasta que no se descubre el cadáver.

—Starling, los resultados dependen de que el caso sea reciente, la gente lo recuerda, puede haber testigos…

—Eso es precisamente lo que estoy diciendo. Él lo sabe.

—Por ejemplo, hoy no puede usted ni estornudar sin toparse con un policía en cada esquina de la ciudad de la última víctima, Kimberly Emberg, de Detroit. Menudo interés ha despertado de repente Kimberly Emberg, desde que ha desaparecido la pequeña Martin. De pronto todos se han puesto a trabajar como negros. Esto último no me lo ha oído decir.

—Por favor, ¿le pasará lo de la primera ciudad al señor Crawford?

—Desde luego. Le juro que se lo voy a pasar a todo el mundo. No diré que su razonamiento sea equivocado, Starling, pero tenga en cuenta que esa población se investigó en cuanto esa mujer, ¿cómo se llamaba?, Bimmel, ¿verdad?, fue identificada. Belvedere fue investigado por la delegación de Columbus y por la policía local, naturalmente. Está todo en el expediente. No creo que esta mañana consiga usted suscitar mucho interés por Belvedere ni por cualquier otra teoría del doctor Lecter.

—Todo lo que él…

—Starling, estamos organizando una colecta a favor de UNICEF en nombre de Bella. Si quiere participar, añadiré su nombre en la tarjeta.

—Por supuesto. Gracias, señor Burroughs.

Starling sacó la ropa de la secadora. Las prendas estaban tibias, olían bien y tenían un tacto suave. Las dobló y estrechó el montón contra su pecho.

Su madre con los brazos cargados de sábanas limpias.

Hoy es el último día de la vida de Catherine.

La urraca blanca y negra robaba objetos del carro. Su madre no podía salir para ahuyentarla y hacer al mismo tiempo la limpieza de la habitación.

Hoy es el último día de la vida de Catherine.

Su padre, cuando enfilaba el sendero de casa con la camioneta, indicaba el giro con el brazo en lugar de emplear el intermitente. Ella, que estaba jugando en el jardín, pensaba que con aquel brazo grande le indicaba a la camioneta dónde había de girar, la obligaba a girar.

Cuando Starling tomó la decisión de lo que iba a hacer, se le llenaron los ojos de lágrimas. Y ocultó la cara en la ropa limpia y tibia.