Capítulo 46

—¿Lista, Preciosa?

Jame Gumb estaba cómodamente tumbado en la cama, apoyado en la cabecera, con la perrita enroscada en el estómago.

El señor Gumb acababa de lavarse el pelo y llevaba una toalla enrollada a la cabeza. Rebuscó entre las sábanas, encontró el mando a distancia del vídeo y oprimió el botón de puesta en marcha.

Había compuesto él mismo este programa a partir de dos películas independientes que había copiado en una cinta. Cuando se hallaba en período de preparaciones vitales, la contemplaba todos los días, y nunca dejaba de hacerlo poco antes de cosechar una piel.

La primera parte procedía de una deteriorada película del noticiario Movietone, un carrete en blanco y negro de 1948. Se trataba de los cuartos de final del concurso para la elección de Miss Sacramento, episodio preliminar del prolongado proceso que culminaba con la fiesta de la elección de Miss América en Atlantic City.

Era la prueba de la competición en bañador, y todas las participantes, con sendos ramos de flores, subían en fila por la escalera que conducía al escenario.

La perrita del señor Gumb, que había contemplado el programa muchas veces, guiñó los ojos al oír los primeros compases de la música, sabiendo que iba a ser objeto de un sinfín de apretujones.

Las participantes eran, de aspecto, muy Segunda Guerra Mundial. Llevaban bañadores de la marca Rose Marie Reid y algunas eran guapísimas. También tenían las piernas bonitas y bien torneadas, unas pocas, pero les faltaba tono muscular y hasta parecía que se les formase una pequeña bolsa en la rodilla.

Gumb apretujó al caniche.

—Preciosa, ahora viene, ahora viene, ¡ahora viene!

Y, efectivamente, ahora venía, ya llegaba, se acercaba a la escalera con su bañador blanco, con una radiante sonrisa dedicada al joven que la ayudaba a subir, y luego se alejaba contorneándose con sus zapatos de alto tacón, mientras la cámara enfocaba la lisura de la parte trasera de sus muslos: Mamá. Ésa era Mamá.

El señor Gumb no tuvo necesidad de accionar el mando a distancia; lo había dejado todo listo al efectuar la grabación. Marcha atrás; ahí volvía caminando de espaldas, de espaldas bajaba la escalera, recuperaba la sonrisa dedicada al joven, retrocedía por la pasarela, y ahora otra vez hacia delante, atrás y adelante, adelante y atrás.

Cuando ella sonrió al joven, Gumb también sonrió. Luego aparecía otra vez más, en medio de un grupo, aunque la imagen, al detener la filmación, siempre quedaba borrosa. Era mejor pasarla a velocidad normal y contentarse con el atisbo de su rostro. Mamá se hallaba con las restantes participantes felicitando a las vencedoras.

El segundo fragmento lo había grabado directamente de un programa de televisión por cable en un motel de Chicago; había tenido que salir a toda prisa a comprar un vídeo y una cinta, y pernoctar allí un día más. Correspondía al filme que en circuito cerrado proyectan los canales eróticos, casi ya de madrugada, como telón de fondo para los anuncios pornográficos que aparecen sobreimpresos en la pantalla.

Dichos filmes están compuestos por secuencias de películas verdes de los años cuarenta y cincuenta, bastante inocuas por cierto; sale, por ejemplo, un partido de voleibol en un camping nudista, y otras imágenes, las menos explícitas, de películas eróticas de los treinta, aquellas en que los actores usaban narices falsas y todavía lo hacían con calcetines. Para la banda sonora se utilizaba cualquier tipo de música. La de esa secuencia era la melodía de The Look of Love, que resultaba bastante fuera de ritmo con el dinamismo de la acción que aparecía en la pantalla.

El señor Gumb no pudo conseguir eliminar la sobreimpresión de los anuncios. De modo que no le quedaba más remedio que aguantarlos.

Aquí está; una piscina al aire libre en California, a juzgar por la vegetación. Elegante mobiliario de jardín, todo muy años cincuenta. Varias chicas atractivas, bañándose desnudas. Algunas de ellas, unas pocas, hubieran podido actuar en películas de segunda categoría. Vivarachas y alegres, salían de la piscina y echaban a correr, mucho más aprisa que la música, hacia la escalerilla de un tobogán, subían por ella y bajaban… ¡zas, pechos al aire, riéndose a carcajadas al lanzarse hacia abajo, piernas abiertas, y pumba, al agua!

Ahora venía Mamá. Ahí estaba, saliendo de la piscina detrás de la chica del pelo rizado. La cara le quedaba parcialmente cubierta por un anuncio de Sinderella, una famosa boutique de lencería provocativa, pero se la veía alejándose y luego aparecía subiendo por la escalerilla, toda mojada y brillante, maravillosamente exuberante y ágil, con la pequeña cicatriz de la cesárea y… ¡tobogán abajo! ¡Al agua! Qué guapa; aunque no se le viese la cara, el señor Gumb intuía, sabía en su corazón, tenía la absoluta certeza de que se trataba de Mamá, filmada después de la última vez que la vio en su vida. Salvo mentalmente, claro está.

La escena cambiaba dando paso a un anuncio de ayuda conyugal y finalizaba bruscamente.

El caniche guiñó los ojos dos segundos antes de que el señor Gumb le estrechase fuertemente entre sus brazos.

—Preciosa, Preciosa mía, ven aquí con tu mamá. Ya verás lo guapa que va a estar mamá muy pronto. Mucho trabajo, mucho trabajo, mucho trabajo para tenerlo todo listo para mañana.

Desde la cocina, gracias a Dios, no lo oía aunque aquello gritase a todo pulmón, pero sí lo oyó desde la escalera cuando bajaba al sótano. Había alimentado la esperanza de que el material estuviese callado, dormido, pero gritaba. El caniche, que realizaba el mismo viaje bajo el brazo del señor Gumb, respondió con un gruñido a los sonidos que llegaban del pozo.

—Tú estás mucho mejor educada —dijo el señor Gumb, acercando los labios al pelaje de la nuca de la perrita.

Al cuarto donde se encuentra la mazmorra se llega a través de una puerta, situada al pie de la escalera, a la izquierda. No se molestó ni en echarle un vistazo ni se detuvo a escuchar las palabras que llegaban desde lo hondo del pozo; para él no guardaban la menor semejanza con ningún lenguaje conocido.

El señor Gumb se dirigió a la derecha, al taller, dejó el caniche en el suelo y encendió las luces. Varias polillas emprendieron el vuelo y se posaron inofensivas en la rejilla de tela metálica que protegía las bombillas del techo.

En su taller, el señor Gumb era sumamente meticuloso. Siempre preparaba sus soluciones en recipientes de acero inoxidable, nunca de aluminio.

Había aprendido a hacerlo todo con sobrada antelación. A medida que iba trabajando, se decía a sí mismo:

Has de ser ordenado, has de ser preciso, has de ser eficiente, porque los problemas son formidables.

La piel humana es pesada —equivale a un dieciséis o dieciocho por ciento del peso corporal y muy resbaladiza—. Una piel entera es difícil de manipular y fácilmente se resbala de los dedos cuando todavía está húmeda. El factor tiempo reviste asimismo una gran importancia; la piel empieza a arrugarse inmediatamente después de haber sido cosechada, especialmente en el caso de adultos jóvenes, que tienen la piel más tersa.

Añádase a ello el hecho de que la piel no es perfectamente elástica, ni siquiera en los jóvenes. Si se estira, jamás recupera sus proporciones originales. Si una costura, por perfecta que sea su ejecución, se estira demasiado al trabajarla encima de una almohadilla de sastre, que afloja y hace bolsas, ya puede uno llorar de desesperación encima de la máquina, que el llanto no elimina ni una arruga. Luego viene el problema de las líneas del escote, que han de definirse con muchísimo cuidado.

La piel no se estira en la misma proporción en todas las direcciones, detalle que es preciso tener en cuenta antes de que los depósitos de colágeno se deformen, porque ello hace que las fibras se desgarren; si estiras en la dirección equivocada, no hay quien quite la marca del estirón.

El material sin tratar es simplemente imposible de trabajar. Muchos y prolongados experimentos, unidos a mucho sufrimiento, condujeron al señor Gumb a esta incontrovertible conclusión.

Al final llegó al convencimiento de que los métodos tradicionales eran los más convenientes. Su procedimiento era el siguiente: primero dejaba sus artículos en remojo dentro de los acuarios, sumergidos en una solución de extractos vegetales conocida ya por los indios americanos, cuyos ingredientes eran todos ellos sustancias naturales que no contenían ningún tipo de sales minerales. Luego empleaba el método gracias al cual se obtiene el inigualable ante americano, famoso en el mundo entero por su flexibilidad y suavidad; el clásico curtido del cuero mediante la utilización de sesos. Los indios creían que cada animal poseía la cantidad de seso suficiente para curtir su propio pellejo. Pero el señor Gumb sabía que tal cosa no era cierta y hacía mucho tiempo que había dejado de confiar en su eficacia, incluso al curtir el del primate que poseía el cerebro de mayor tamaño. Y ahora disponía de un congelador repleto de sesos de ternera, para no andar nunca escaso de tan primordial elemento.

Las dificultades que planteaba procesar el material podía solventarlas solo; la práctica le había hecho casi perfecto.

Quedaban, por supuesto, importantes problemas de tipo estructural, pero estaba especialmente capacitado para resolver también este tipo de obstáculos. El taller daba a un pasillo del sótano, que conducía a un cuarto de baño, en desuso, en el que el señor Gumb guardaba el polipasto y el cronómetro, así como al estudio y a la enorme y negra madriguera que había allá.

Abrió la puerta del estudio y encendió la luz, un torrente de luz; focos y tubos incandescentes, calculados para reproducir con exactitud la luz del día, aparecían clavados de las vigas.

Sobre una tarima de roble crudo aparecían varios maniquíes. Todos estaban parcialmente vestidos, algunos con prendas de cuero, otros con modelos en glasilla de prendas que aguardaban su futura confección. Las dos paredes de espejo —espejo de calidad, de azogue, no de azulejo— reflejaban ocho maniquíes. Una repisa a modo de tocador contenía cosméticos y varios soportes con diversas pelucas. Era el estudio más luminoso del mundo, todo blanco y roble rubio.

Los maniquíes iban vestidos con prendas destinadas a la venta aún por terminar; casi todas ellas eran copias fusiladas de modelos de Armani, de fina cabritilla negra, llenas de pliegues, tablas, hombros acentuados y bolsillos de plastrón en el pecho.

La tercera pared estaba ocupada por una espaciosa mesa de trabajo, dos máquinas de coser industriales, dos maniquíes de mujer, de los que usan las modistas para las pruebas, y uno de hombre confeccionado según las medidas exactas del torso de Jame Gumb.

Adosado a la cuarta pared y dominando esa luminosa habitación había un gran armario negro de laca china que cubría casi los dos metros y medio de altura que medía la estancia hasta el techo. Era un mueble ya viejo y los dibujos que adornaban la laca habían perdido color; quedaban todavía unas pocas escamas doradas en un punto en que había habido un dragón, del que perduraba un ojo blanco y vigilante, y también la lengua roja de otro dragón cuyo cuerpo se había desvanecido. La laca, en cambio, permanecía intacta, si bien bastante agrietada.

El armario, inmenso y profundo, no guardaba ninguna prenda destinada al trabajo comercial. Contenía, en maniquíes de pruebas y perchas, las Prendas Especiales, y sus puertas estaban cerradas.

La perrita bebió un poco de agua del cacharro dispuesto para ella en una esquina y se tendió a los pies de un maniquí, con los ojos fijos en el señor Gumb.

Él había estado trabajando en la confección de una chaqueta de cuero. Tenía que terminarla; su intención había sido dejar listo todo lo demás, pero se hallaba dominado por un acceso de fiebre creativa y la glasilla que había confeccionado para su propia prenda no le satisfacía por completo.

Pese a que el señor Gumb había progresado en el oficio de sastre infinitamente más de lo que le habían enseñado en el correccional de California en su juventud, la obra que tenía entre manos constituía un verdadero desafío. Ni siquiera el manejo de la más flexible cabritilla preparaba para un trabajo de verdadera finura.

Examinó dos modelos de prueba confeccionados en glasilla que parecían dos camisetas blancas; una estaba hecha a su medida y la otra cortada según las medidas que había tomado a Catherine Baker Martin mientras aún estaba inconsciente. Al colocar la glasilla más pequeña en el maniquí que reproducía su torso, los problemas se tornaron evidentes. A pesar de que era una chica de gran tamaño y maravillosamente proporcionada, ni tenía la estatura del señor Gumb ni mucho menos su misma anchura de espalda.

El ideal del señor Gumb era una prenda sin costuras. Tal cosa no era posible. Sin embargo, se había empeñado en que la parte delantera del modelo careciese de costuras y asimismo que su confección fuese impecable. Ello significaba que todos los retoques habían de hacerse en la espalda. Difícil tarea, muy difícil.

Ya había descartado una glasilla y empezó otra nueva. Si resolvía el problema a base de estirar el material con suma prudencia, quizá podría solventarlo con un par de pinzas en las sisa, no de las llamadas francesas, sino dos piezas triangulares verticales, colocadas con la punta hacia abajo. También había de colocar otras dos pinzas en la espalda, en la cintura, justo a la altura de los riñones. Estaba acostumbrado a trabajar dejando un pequeñísimo margen en las costuras.

Sus reflexiones superaban los aspectos meramente visuales para tomar en cuenta consideraciones de tipo táctil; no era inconcebible que una persona atractiva pudiera ser abrazada.

El señor Gumb se espolvoreó las manos con un poco de talco y propinó al maniquí que reproducía su torso un estrecho, espontáneo y cariñoso abrazo.

—Dame un beso —dijo en broma al vacío que hubiera debido ocupar la cabeza—. no, tontina —añadió para la perrita, al ver que ésta alzaba las orejas.

Gumb acarició la espalda del maniquí a la altura natural de sus brazos. Luego lo examinó por detrás para ver las marcas que había dejado el talco. A nadie le gusta notar una costura.

En un abrazo, sin embargo, las manos al cruzarse pasan más allá del centro de la espalda. Por otra parte, razonó, estamos acostumbrados a notar el rosario de la columna vertebral, de modo que notar allí un pespunte no resultaría tan desagradable como palpar una asimetría en cualquier otro punto del cuerpo. Las costuras de los hombros quedaban, pues, descartadas. La solución era una pinza en la parte alta de la espalda, con la punta situada ligeramente más arriba del centro de los omóplatos. Además, podría emplear la misma costura para sujetar el canesú del forro, imprescindible para que la prenda tuviera cuerpo. Dos pedazos de Lycra bajo las aberturas de ambos lados —tenía que acordarse de comprar ese material elástico— y un cierre de Velcro disimulado debajo de la abertura de la derecha. Y pensó en aquellos maravillosos vestidos confeccionados por Charles James en los que las costuras estaban cosidas de manera que quedaban completamente planas.

La pinza de la espalda quedaría cubierta por su pelo, o mejor dicho, por el pelo que muy pronto tendría.

El señor Gumb sacó la glasilla del maniquí y se puso a trabajar.

La máquina de coser, antigua y de excelente calidad, repleta de dibujos ornamentales y accionada mediante un pedal, había sido adaptada hacía quizá ya cuarenta años para funcionar con electricidad. En el brazo, en letras doradas, ostentaba una inscripción que decía: «Nunca me canso, sirvo». El pedal seguía siendo operativo, y Gumb siempre se servía de él al empezar cualquier pespunte. En las costuras delicadas, prefería trabajar descalzo, y accionaba el pedal con aquel pie carnoso, agarrando el borde posterior con los dedos, cuyas uñas llevaba impecablemente pintadas, para evitar que se acelerase demasiado. Durante un buen rato, los únicos ruidos que se oyeron en el caldeado sótano fueron el de la máquina, los ronquidos del caniche y el silbido de las cañerías del vapor.

Cuando hubo terminado de añadir las pinzas a la glasilla, se la probó frente a los espejos. Con la cabeza ladeada, la perrita le observaba desde el rincón.

Tendría que abrir un poco más las sisas. Quedaban luego unos pequeños problemas relacionados con las vistas y las entretelas. Por lo demás, quedaba perfecta. Era flexible, adaptable y tenía una hermosa caída. Ya se veía subiendo por la escalera de un tobogán, corriendo y brincando de alegría.

El señor Gumb hizo varias pruebas de luz, se puso varias pelucas para comprobar el efecto y por último se engalanó ciñéndose una maravillosa gargantilla de conchas al cuello. Quedaría espectacular cuando llevase un vestido de noche escotado o un pijama de seda sobre el nuevo tórax que se estaba confeccionando.

Sintió la tentación de continuar, de ponerse de inmediato manos a la obra, pero tenía los ojos fatigados.

Además, quería tener las manos completamente firmes, y no estaba de humor para berridos. Con paciente lentitud quitó los hilvanes y colocó las piezas planas sobre la mesa. El modelo era perfecto.

—Mañana, Preciosa —le dijo al caniche cuando sacaba los sesos de ternera con objeto de descongelarlos—. ¡Mañana por la mañanaaaaaaa! ¡Ya verás lo guapísima que se va a poner mamá!