Poco antes de las tres de la madrugada, Crawford, que dormitaba junto a su mujer, se despertó. El aliento de Bella había quedado en suspenso y ella se había movido en la cama. Se levantó, se sentó y la tomó de la mano.
—¿Bella?
Ella realizó una profunda inspiración y expulsó el aire. Por primera vez en muchos días había abierto los ojos, aunque él estaba seguro de que no le veía.
—Bella, amor mío, te quiero —le dijo, por si le oía. El miedo rozó las paredes de su pecho, como un murciélago aleteando prisionero en el interior de una casa. Al cabo de un momento se dominó.
Quería hacer algo por ella, ir a buscarle algo, cualquier cosa, pero no quería que ella notase que se desasía de su mano.
Apoyó el oído en el pecho de Bella. Oyó un suave latido, unas palpitaciones y luego el corazón se detuvo. No se oía nada; tan sólo un flujo frío y curioso. No supo si el rumor procedía del pecho de Bella o de sus propios oídos.
—Dios te bendiga y te tenga a su lado… y al lado de los tuyos —murmuró Crawford, queriendo que sus palabras fuesen veraces.
Se abrazó a ella, se sentó apoyándose en la cabecera de la cama y la estrechó contra su pecho, sin soltarla mientras moría el cerebro. Luego, apartó con la barbilla el turbante que cubría sus escasos restos de cabello.
No lloró. Eso ya lo había hecho.
Después la cambió, la vistió con su mejor camisón, el que ella prefería, y estuvo un rato sentado junto a la cama, con la mano de Bella en la mejilla. Era una mano ancha, cuadrada, hábil, que mostraba las huellas de toda una vida cuidando el jardín, que ahora mostraba las huellas de innumerables inyecciones intravenosas.
Cuando Bella entraba en casa desde el jardín, las manos le olían a tomillo. «Es como si tuvieses clara de huevo en los dedos», le habían dicho a Bella sus compañeras de escuela refiriéndose al sexo. Y cuántas veces ellos dos habían repetido esa broma en la cama, años atrás, años después, el año pasado. No pienses en eso, piensa en todo lo bueno, en lo puro. Lo puro era eso precisamente. Ella llevaba un sombrerito redondo y guantes blancos, y la primera vez, al subir en el ascensor, él se puso a silbar una teatral versión de Begin the Beguine. En la habitación, ella se burló de él, diciéndole que llevaba los bolsillos abultados, como un chiquillo.
Crawford se apartó del lado de Bella y se dirigió a la habitación contigua; desde allí la veía, por la puerta abierta, arreglada bajo la cálida luz de la lámpara de la mesilla. Estaba esperando que el cuerpo de su esposa se convirtiese en un objeto ceremonial, aislado de la persona que había abrazado en la cama, aislado de la compañera de toda una vida a la que ahora abrazaba en su mente. Para así poder telefonear para que viniesen a buscarla.
Con las manos vacías, caídas a los costados, permaneció ante la ventana mirando hacia el vacío del este. No buscaba el alba; el este era simplemente la dirección hacia la cual se hallaba orientada la ventana.