Capítulo 43

El doctor Hannibal Lecter se hallaba en la recepción del lujoso hotel Marcus de St. Louis. Llevaba un sombrero marrón y una gabardina abrochada hasta el cuello. Un pulcro esparadrapo le cubría la nariz y las mejillas.

Firmó el registro como «Lloyd Wyman», firma que había ensayado en el coche de Wyman.

—¿Pagará en metálico o con tarjeta, señor Wyman? —le preguntó el recepcionista.

—Con American Express. —El doctor Lecter entregó al empleado la tarjeta de crédito de Lloyd Wyman.

Del salón llegaba una suave música de piano. En el bar, el doctor Lecter divisó a dos personas que llevaban esparadrapos en la nariz. Una pareja de mediana edad cruzó el vestíbulo en dirección a los ascensores, tarareando una melodía de Cole Porter. La señora llevaba un ojo cubierto con una gasa.

El recepcionista terminó de realizar la impresión de la tarjeta.

—Ya sabe, señor Wyman, que puede utilizar el garaje del hospital.

—Sí, gracias —contestó el doctor Lecter. Ya había aparcado el coche de Wyman en el garaje, con el cadáver de Wyman en el maletero.

El botones que transportó el equipaje de Wyman a la pequeña suite obtuvo de propina uno de los billetes de cinco dólares de Wyman.

El doctor Lecter pidió un bocadillo y una bebida y se relajó con una larga ducha.

Tras su prolongado período de reclusión, la suite le parecía enorme al doctor Lecter, que disfrutó recorriéndola de punta a punta una y otra vez.

Desde las ventanas divisaba, al otro lado de la calle, el pabellón Myron y Sadie Fleischer del Hospital Municipal de St. Louis, que albergaba uno de los centros más famosos del mundo de cirugía craneofacial.

El rostro del doctor Lecter era demasiado conocido para que pudiese aprovecharse de los cirujanos plásticos que operaban en esta ciudad, pero era uno de los pocos lugares del mundo en que podía pasearse con un esparadrapo en la cara sin llamar la atención.

Había estado en St. Louis anteriormente, años atrás, cuando para llevar a cabo ciertas investigaciones psiquiátricas, tuvo que consultar la magnífica biblioteca del Robert J. Brockman Memorial.

Era embriagador disponer de una ventana, de varias ventanas. Permaneció ante ellas a oscuras, contemplando el tráfico de automóviles por el puente Mac Arthur, mientras saboreaba su bebida. Experimentaba un agradable cansancio tras conducir cinco horas desde Memphis.

El único ajetreo verdadero de la noche había tenido lugar en el aparcamiento subterráneo del aeropuerto internacional de Memphis. Limpiarse sin más medios que unos discos de algodón empapados en alcohol y agua destilada en el compartimento trasero de la ambulancia resultó francamente incómodo. Pero una vez vestido con la bata blanca de uno de los camilleros, no tuvo más que dirigirse a uno de los desiertos sectores de estacionamiento prolongado del inmenso garaje y seleccionar a un hombre que viajase solo. Éste accedió amablemente a inclinarse hacia el interior del maletero de su coche para buscar su maleta de muestras y no vio al doctor Lecter abalanzarse sobre él por detrás.

El doctor Lecter se preguntó si la policía le creía tan estúpido como para salir de Memphis desde el aeropuerto.

El único problema del trayecto hacia St. Louis había sido localizar las luces largas, las de cruce, los limpiaparabrisas y los intermitentes de aquel coche extranjero, ya que el doctor Lecter, dejando aparte el volante, no estaba familiarizado con los mandos del vehículo. Mañana saldría a comprar determinadas cosas que necesitaba; decolorante capilar, utensilios de barbero, una lámpara de rayos ultravioletas, y otros productos, éstos con receta, que requería para efectuar ciertos cambios inmediatos en su aspecto físico. Cuando lo considerase oportuno, seguiría el viaje.

No había razón para apresurarse.