Catherine Baker Martin se encontraba sumida en aquella abominable negrura. La oscuridad hormigueaba dentro de sus párpados y, en los escasos segundos de agitado sueño, soñaba que la oscuridad la penetraba invadiéndola por entero. La oscuridad se introducía insidiosa penetrándole por la nariz, por los oídos; ante cada orificio de su cuerpo se apostaban los dedos húmedos de la oscuridad. Se tapó con una mano la boca y la nariz, se cubrió con la otra la vagina, apretó las nalgas, ladeó la cabeza, apoyó un oído en el jergón y sacrificó el otro oído a la intrusión de la oscuridad. Con la oscuridad llegó un ruido que la despertó con sobresalto. Un ruido conocido y doméstico, una máquina de coser. De velocidad variable. Primero despacio, ahora aprisa.
Arriba, en el sótano, las luces estaban encendidas; divisaba un pálido disco amarillo arriba, muy por encima de ella, en el lugar correspondiente a la tapa del pozo, que estaba abierta. El caniche ladró un par de veces; la voz siniestra hablaba apagada con el perro.
Coser. Qué incongruente era coser ahí abajo. Coser pertenece a la luz. El soleado cuarto de costura de su infancia apareció en la mente de Catherine como un benévolo relámpago… La criada, la querida Bea Love, sentada en la máquina… El gato pestañeando a las ondulaciones del visillo.
La voz lo borró todo, la voz riñendo al caniche.
—Preciosa, suelta eso ahora mismo. Te vas a pinchar con un alfiler y entonces, ¿cómo lo arreglaremos? Ya casi he terminado. Sí, cariño mío, sí. Y cuando haya terminado, tendrás un caramelito, te lo prometo, mi pichoncito.
Catherine no sabía cuánto tiempo llevaba cautiva. Sabía que se había lavado dos veces; la última vez lo había hecho de pie, mostrándose a plena luz, deseosa de que él viera su cuerpo, sin tener la certeza de que él la estuviera mirando por detrás de aquella luz cegadora. Desnuda, Catherine Baker Martin era una mujer espléndida, cortaba la respiración, y ella lo sabía. Quería que él la viese. Quería salir de aquel pozo. Quien se acerca para follar se acerca igual para luchar, se dijo en silencio una y otra vez mientras se lavaba. Las raciones de comida que le daba eran muy magras y tenía la certeza de que más le valía pelearse con él antes de perder las fuerzas. Catherine sabía que lucharía con él. Sabía que era capaz de luchar. ¿Pero no sería mejor follar con él primero, follar tantas veces como él fuese capaz, con objeto de agotarle? No albergaba duda alguna de que si lograba rodearle el cuello con las piernas, podía enviarle al otro barrio en cuestión de segundos. ¿Sería capaz de hacer semejante cosa? ¡Y tanto! Hay que echarle huevos, hay que echarle huevos, hay que echarle huevos al asunto. Pero terminó de lavarse y de ponerse el chándal limpio sin que de arriba llegase sonido alguno. Sus ofrecimientos no obtuvieron respuesta; lo único que ocurrió fue que el cubo del baño, izado por el fino cordel que lo sujetaba, subió balanceándose y fue sustituido por el cubo sanitario.
Y ahora, horas después, Catherine aguardaba escuchando el ruido de la máquina de coser. No llamó a su carcelero. Al cabo de un rato, transcurridos quizá miles de alientos, le oyó subir las escaleras, hablar con la perra, decir algo así como «… el desayuno cuando vuelva». Él dejó encendida la luz del sótano.
A veces lo hacía.
Ruido de patas y pisadas, arriba, en el suelo de la cocina. Gimoteos del caniche. Catherine tuvo la impresión de que su raptor salía. A veces pasaba fuera de casa varias horas.
Transcurrieron más alientos. El caniche paseaba por la cocina, gimoteando, empujando algo por el suelo, dando golpes a algo, seguramente su plato. Arañazos, arañazos, arriba. Y otra vez ladridos, unos ladridos breves y estridentes, esta vez no tan nítidos como los que hacía la perra cuando estaba encima de ella, en la cocina. Porque la perra no estaba en la cocina. Había logrado abrir la puerta con el hocico y estaba en el sótano, persiguiendo ratones, como había hecho otras veces, cuando él salía.
Sumida en la oscuridad, Catherine Martin palpó el suelo bajo el jergón. Encontró el hueso de pollo y lo olfateó. Le costó un considerable esfuerzo no roer las pocas hebras de carne y los cartílagos que aún conservaba adheridos. Se lo metió en la boca para calentarlo. Luego se puso de pie, tambaleándose un poco en aquella mareante oscuridad. No tenía en el pozo más que el jergón, el chándal que vestía, el cubo sanitario de plástico y el fino cordel al que estaba atado y que subía hacia la pálida luz amarilla.
Había pensado en ello en todos los intervalos en que podía pensar. Catherine estiró el brazo y agarró el cordel lo más arriba que pudo. ¿Qué sería mejor, tirar bruscamente o con suavidad? Había pensado en ello a lo largo de miles de alientos. Mejor tirar con suavidad.
El cordón de algodón cedía más de lo que se figuraba. Volvió a agarrarlo lo más arriba que pudo y volvió a tirar de él, balanceando el brazo de lado a lado, confiando que el cordón, al rozar arriba con el borde de madera de la abertura, se deshilachase. Repitió ese gesto hasta que le dolió el hombro. Volvió a tirar, el cordón cedía, ya no cedía, ya no cedía más. Por favor, por favor, que se rompa muy arriba. Un leve chasquido, y cayó, bucles de cordón le cayeron en la cara.
Se puso en cuclillas; el cordón le caía por la cabeza y los hombros; la luz que venía de arriba era tan poca que apenas veía el cordón amontonado encima de ella. Ignoraba qué longitud tenía. Sobre todo que no se enredase. Con mucho cuidado, fue depositando en el suelo gazas de cordón después de medirlas con su antebrazo. Contó catorce. El cordón se había roto en la abertura del pozo.
En el extremo sujeto al asa del cubo, ató fuertemente el hueso de pollo con sus hebras de carne.
Ahora venía lo más difícil. Actúa con cuidado. Había adoptado la actitud mental propia de los días de temporal. Era igual que cuidar de sí misma en una barca pequeña un día de tempestad.
Se ató el otro extremo del cordón, el deshilachado, a la muñeca y apretó el nudo con los dientes.
Se alejó todo lo que pudo del cordón. Cogiendo el cubo por el asa, lo balanceó describiendo un gran círculo y lo lanzó hacia arriba, hacia el pálido disco de luz. El cubo de plástico no acertó a pasar por la abertura, chocó con la parte inferior de la tapa y cayó, golpeándola a ella en la cara y en el hombro. La perrita ladró con más fuerza.
Tardó un poco en ordenar nuevamente el cordón y lanzó de nuevo el cubo, dos veces más. En el tercer lanzamiento, el cubo, al caer, le golpeó el dedo fracturado y tuvo que apoyarse en la inclinada pared del pozo y respirar hondo hasta que cedieron las náuseas. El cuarto lanzamiento cayó nuevamente encima de ella, pero el quinto no. Había salido. El cubo se hallaba en algún punto de la tapa de madera del pozo, cerca de la trampilla abierta. ¿A qué distancia estaba el agujero? Tranquilízate. Tiró del cordón con suavidad y luego lo agitó hasta que oyó el asa del cubo golpeando contra la madera.
Tenía que procurar que el cubo no cayese por el agujero, pero había que acercarlo lo más posible al borde.
Tiró para acercarlo lo más posible.
La perrita deambulando entre los maniquíes y espejos en un cercano cuarto del sótano. Olisqueando los hilos y retales desparramados por el suelo bajo la máquina de coser. Husmeando por los alrededores del gran armario negro. Mirando hacia el fondo del sótano, de donde procedían los ruidos. Corriendo hacia la oscura zona del fondo para ladrar y retroceder de nuevo a la carrera.
Y una voz, cuyo eco resonó débilmente por todo el sótano.
—¡Precioooosa…!
La perrita ladró y saltó, sin moverse del lugar en donde estaba. Los ladridos hicieron temblar su grueso cuerpecito.
Ahora, el húmedo sonido de un beso. La perrita levantó la cabeza y miró hacia el suelo de la cocina, pero no era de allí de donde procedían los sonidos.
Un chasquido de labios, como quien come con ruido.
—¡Ven aquí, Preciosa! ¡Ven aquí, cariño!
De puntillas y con las orejas tiesas, el caniche penetró en la oscuridad. Alguien se relamía.
—¡Ven aquí, amorcete! ¡Ven, Preciosa, ven!
El animal olió el hueso de pollo atado al asa del cubo. Arañó la pared del pozo y gimoteó.
Más chasquidos de labios. El caniche se encaramó de un salto a la tapa de madera del pozo. El olor venía de ahí cerca, de un punto situado entre el cubo y el agujero. La perrita ladró al cubo y gimoteó indecisa. El hueso de pollo se agitó casi imperceptiblemente.
El animal se agazapó; con el hocico entre las patas delanteras y el trasero al aire, meneaba el rabo con furia.
Ladró dos veces y se abalanzó sobre el hueso del pollo, que agarró con los dientes. El cubo parecía querer alejar a la perrita del hueso de pollo. Resistiéndose, el caniche gruñó al cubo y con los dientes firmemente clavados en el hueso tomó el asa entre las patas. De repente, el cubo derribó al caniche, le hizo perder el equilibrio, lo empujó, la perra pugnaba por levantarse, el cubo volvió a derribarla, el caniche peleaba con el cubo, una de las patas traseras resbaló cayendo al agujero, las patas arañaban frenéticas la madera, el cubo se deslizaba, se balanceaba peligrosamente al borde del agujero, atrapadas las patas traseras de la perra, y ésta por fin logró escapar, pero el cubo resbaló por el borde y cayó, el cubo huyó por el agujero con el hueso de pollo. El caniche ladró furioso al borde del agujero; el eco de los ladridos bajó resonando por el pozo. De pronto, la perrita dejó de ladrar y ladeó la cabeza para escuchar un ruido que sólo ella podía oír. Bajó con dificultad de la tapa del pozo y subió las escaleras aullando en el momento en que arriba, en algún sitio, se oía un portazo.
Las lágrimas de Catherine Baker Martin resbalaron ardientes por sus mejillas y cayeron derramándose por el jersey del chándal, empapándolo, traspasando tibias hasta los pechos, y ella tuvo la certeza de que iba a morir.