Capítulo 40

—Agente Starling, el doctor Pilcher me ha dicho que la esperaba en la sección de Insectos Vivos. Ahora mismo la acompaño —dijo el vigilante.

Para llegar a la sección de Insectos Vivos desde la entrada de la Avenida de la Constitución, es preciso tomar el ascensor hasta la primera planta situada encima del gran elefante disecado y cruzar una amplia zona dedicada al estudio del hombre.

Lo primero que se encontraban eran varias hileras de cráneos dispuestas en forma de pirámide invertida que representaba la explosión demográfica desde los tiempos de Cristo, Starling y el vigilante avanzaban por un paisaje débilmente iluminado y poblado por figuras que ilustraban los orígenes y evolución del género humano. Ahora se hallaban rodeados por elementos rituales: tatuajes, pies ligados, modificaciones dentales, cirugía peruana, momificación.

—¿Ha visto alguna vez a Wilhelm von Ellonbogen? —le preguntó el vigilante enfocando con la linterna el interior de una caja.

—Creo que no —respondió Starling sin aminorar el paso.

—Pues tendría que volver de día para verlo con detalle. Fue enterrado en Filadelfia en el siglo XVIII y al entrar en contacto con las corrientes de agua subterráneas quedó convertido en jabón.

La sección de Insectos Vivos está alojada en una sala de grandes dimensiones, que en ese momento estaba poco iluminada y en la cual resonaban un sinfín de chirridos y frágiles aleteos. Se halla repleta de jaulas y cajas que contienen insectos de todas clases. Ejerce especial atractivo para los niños, que durante el día acuden a ella en tropel. Por la noche, en soledad, los insectos se afanan en sus tareas. Algunas cajas estaban iluminadas con luz roja y los letreros que anunciaban las salidas de incendios resplandecían con un colorado intenso en la oscuridad.

—Doctor Pilcher —llamó el vigilante desde la puerta.

—Estoy aquí —contestó Pilcher, enarbolando un bolígrafo luminoso como si fuese una antorcha.

—¿Acompañará usted a la señorita a la salida?

—Sí, no se preocupe. Gracias.

Starling sacó del bolso su linterna; se la había dejado encendida y las pilas estaban descargadas. La oleada de cólera que la invadió le recordó que estaba cansada y que tenía que dominarse.

—Hola, agente Starling.

—Doctor Pilcher.

—¿Y si me llamase profesor?

—¿Es usted catedrático?

—No, ni doctor tampoco. Me alegro mucho de volver a verla. ¿Le apetece contemplar ciertos insectos?

—Naturalmente. ¿Y el doctor Roden?

—Ha sido el que ha trabajado más estas dos últimas noches y se ha desmoronado. ¿Vio usted la crisálida antes de que empezásemos las investigaciones?

—No.

—Era pura pulpa.

—Pero lo ha conseguido. La ha identificado.

—Sí. Hace muy poco rato. —Se detuvo ante una jaula de tela metálica—. Primero quiero enseñarle una polilla como la que trajo el lunes. En realidad, no es idéntica a la suya, pero pertenece a la misma familia. La llamamos la lechuza. —El haz de luz de su linterna localizó a una gran polilla, de un azul radiante, posada, con las alas plegadas, en una endeble ramita. Pilcher sopló sobre ella y al instante, al desplegar el insecto las alas, apareció la feroz cara de un búho con los ojos brillantes de furia, como la última visión que ve una rata antes de morir—. Su nombre científico es Caligo beltrao; se trata de una especie bastante corriente. Pero la muestra que halló en la garganta de Klaus pertenece a otro tipo, ya más serio, Venga por aquí.

Al fondo de la estancia había una vitrina colocada en una hornacina y protegida por delante mediante una barandilla. Se hallaba fuera del alcance de los niños y estaba cubierta con un paño oscuro. Junto a ella zumbaba un humidificador de pequeño tamaño.

—La tenemos dentro de una caja de cristal para proteger los dedos de la gente, porque pica. Además, para vivir necesita humedad y el cristal contribuye a conservarla.

Pilcher levantó la caja con cuidado, cogiéndola por las asas, y la acercó al borde de la hornacina. Quitó luego el paño y encendió una pequeña bombilla situada encima de la vitrina.

—La polilla de la muerte —dijo—. Está posada en un brote de hierba mora. Tenemos la esperanza de que se reproduzca.

La polilla era un espectáculo a la vez maravilloso y aterrador, con sus grandes alas de un pardo negruzco extendidas como una capa y con aquel ancho dorso aterciopelado sobre el cual aparecía la rúbrica que despierta el miedo de los hombres siempre que alguno se tropieza con ella en la plácida bonanza en un jardín: la siniestra calavera, una calavera que es a la vez cráneo y cara que mira desde las oscuras cuencas vacías, los pómulos, el arco cigomático exquisitamente trazado sobre los ojos.

—La Acherontia sayx —dijo Pilcher—. Su nombre deriva de dos ríos mitológicos del infierno. Ese individuo que persigue arroja los cadáveres a un río distinto cada vez… Lo he leído en algún periódico. ¿Es cierto?

—Sí —contestó Starling—. ¿Es una especie rara?

—En esta parte del mundo sí. Aquí no existe ningún ejemplar en la naturaleza. Los únicos que poseemos viven en cautividad.

—¿De dónde procede? —Starling inclinó la cara hacia la superficie de tela metálica que hacía las veces de techo de la vitrina. Su aliento encrespó el pelaje del dorso del insecto. Retrocedió sobresaltada cuando éste chilló aleteando con furia. Starling notó la minúscula brisa que provocaron las alas.

—De Malasia. Existe también una variedad europea, llamada atropos, pero ésta y la que se encontró en la garganta de Klaus son malayas.

—Por lo tanto, alguien la crio aquí.

Pilcher asintió con un gesto de cabeza.

—Sí —añadió cuando ella dejó de mirarle—. Seguramente la enviaron de Malasia, en forma de huevo o más probablemente en estado de larva. Nadie ha conseguido que se reproduzcan en cautividad. Copulan, pero no ponen huevos. Lo más difícil es encontrar la oruga en la jungla. Una vez logrado eso, no son difíciles de criar.

—Ha dicho usted que pican.

—Tienen una trompa afilada y robusta que no dudan en clavar en cualquier dedo que juguetee con ellas. Se trata de un arma insólita que en los ejemplares conservados en alcohol es indemne a ese líquido. Este factor nos ha ayudado enormemente a reducir el campo y por eso hemos podido identificarla en tan poco tiempo. —Pilcher se puso violento, como si sus palabras hubiesen pecado de fanfarronas—. Además son muy vigorosas —se apresuró a añadir—. Penetran en las colmenas y se alimentan de miel. En cierta ocasión, estábamos en Sabah, Borneo, en una expedición entomológica capturando ejemplares y se agolpaban en la luz de la farola que había detrás del albergue. Era bastante siniestro oírlas; estábamos…

—¿Este ejemplar de dónde procede?

—De un intercambio científico con el gobierno malayo. Ignoro lo que ofrecimos nosotros. Fue muy gracioso; estábamos allí, en la oscuridad, esperando con un cubo de cianuro, cuando…

—¿Qué tipo de formalidades tuvieron que cumplir en Aduanas? ¿Conservan ustedes copias de las declaraciones? ¿Se necesita licencia para sacarlas de Malasia? ¿Quién puede tener actualmente la documentación de esta operación?

—Sé que andan ustedes escasos de tiempo. Mire, en este papel he anotado toda la información que poseemos así como los lugares adecuados para poner anuncios, si es que pretenden seguir esta pista. Venga, la acompañaré a la salida.

Cruzaron el enorme piso en silencio. A la luz del ascensor, Clarice advirtió que Pilcher estaba tan cansado como ella.

—Se ha quedado hasta altas horas de la noche trabajando en esto —le dijo—. Se lo agradezco mucho. Disculpe si antes me he mostrado un poco brusca. No era mi intención; lo único que quería era…

—Mi mayor deseo es que detengan a ese asesino y que acabe usted con este caso cuanto antes —replicó él—. He anotado un par de sustancias químicas que es posible que tenga que comprar si se dedica a criar este tipo de polillas…

»Agente Starling, me gustaría mucho conocerla mejor.

—Podríamos quedar para vernos algún día, cuando haya tiempo.

—No sabe lo mucho que me agradaría —dijo Pilcher—. Llámeme cuando pueda, por favor.

La puerta del ascensor se cerró y Starling y Pilcher desaparecieron. La planta dedicada al estudio del hombre quedó en silencio; ninguna de las figuras humanas que la poblaban efectuó el menor movimiento, ni las estatuas, ni las momias, ni las de los pies ligados.

En la sección de Insectos Vivos, los letreros de las salidas de incendios brillaban con un rojo resplandor que se reflejaba en los diez mil ojos de aquel orden animal más antiguo que el del hombre. El humidificador zumbaba y siseaba.

Bajo el paño, en la oscura vitrina, la polilla de la muerte bajó por la rama de hierba mora. Atravesó el suelo de la jaula arrastrando las alas como una capa y halló el pequeño fragmento de panal. Lo agarró con sus robustas patas delanteras, desenrolló su puntiaguda trompa y la clavó en la cubierta de cera de una celdilla de miel. Y permaneció alimentándose en silencio mientras a su alrededor, en la oscuridad, se reanudaban los chirridos y aleteos y con ellos los diminutos apareamientos y matanzas.