En circunstancias normales, Clarice Starling hubiera sentido curiosidad por ver la casa de Crawford en Arlington, pero el boletín de noticias que había oído en la radio informando de la huida del doctor Lecter aniquiló todo su interés.
Con los labios embotados y notando escalofríos en todo el cuero cabelludo, siguió conduciendo como una autómata, miró sin ver la cuidada vivienda de los años cincuenta y sólo se preguntó vagamente si las ventanas de la izquierda, iluminadas tras las cortinas, corresponderían al cuarto donde yacía Bella. El timbrazo de la puerta le pareció demasiado estridente.
Crawford abrió la puerta a la segunda llamada. Llevaba una usada chaqueta de punto y hablaba por un teléfono inalámbrico.
—Copley, desde Memphis —dijo. Indicándole con un gesto que le siguiera, la condujo por la casa, emitiendo mientras caminaba gruñidos al teléfono. En la cocina, una enfermera sacó una botellita del frigorífico y la levantó para mirarla al trasluz. Cuando Crawford elevó las cejas mirando a la enfermera, ésta sacudió la cabeza; no, no le necesitaba.
Condujo pues a Starling a su estudio, tras bajar tres escalones que separaban lo que evidentemente era un garaje capaz para dos coches transformado. Se trataba de una habitación muy espaciosa, amueblada con un sofá y varias butacas, y una mesa atiborrada de papeles sobre la cual resplandecía, junto a un antiguo astrolabio, la verde pantalla de un terminal de ordenador. Las pisadas revelaban que la alfombra estaba colocada sobre un tosco pavimento de cemento. Crawford le indicó que tomase asiento.
Cubrió el teléfono con la mano.
—Starling, ya sé que es innecesario, pero ¿le ha dado usted algo a Lecter en Memphis?
—No.
—¿Ningún objeto?
—Nada.
—Le llevó los dibujos y las cosas de su celda.
—Pero no se los he dado. Todavía llevo todos esos objetos en el bolso. Él ha sido quien me ha dado a mí el expediente. Que es lo único que hemos intercambiado.
Crawford se colocó el teléfono bajo la mandíbula.
—Copley, eso es una auténtica calumnia. Quiero que desmientas a ese hijo de puta. Habla ahora mismo con el jefe, directamente con el FBI. Y procura que la línea esté conectada con las demás delegaciones. Borroughs se encarga de ello. Sí.
Desconectó el teléfono y se lo metió en el bolsillo.
—¿Quiere café, Starling? ¿Coca-Cola?
—¿Qué ha querido decir con eso de entregar cosas al doctor Lecter?
—Chilton afirma que ha debido darle usted algo que ha empleado para abrir la cerradura de las esposas. Dice que, evidentemente, no lo hizo usted a propósito; simplemente por ignorancia. —A veces a Crawford se le ponían ojillos rabiosos, de galápago. Se la quedó mirando, observando cómo se lo tomaba—. ¿Ha intentado Chilton alguna vez propasarse con usted, Starling? ¿Es eso lo que le pasa?
—Tal vez. Tomaré café solo, con azúcar, gracias.
Mientras él estaba en la cocina, Starling efectuó varias inspiraciones profundas y contempló la habitación. Cuando se vive en un internado o en un cuartel, es muy acogedor encontrarse en un hogar. A pesar de notar que se le hundía el mundo, a Starling percibir la vida del matrimonio Crawford en esa casa la tranquilizó.
Llegaba Crawford, que a causa de los bifocales bajó con cuidado los escalones, trayendo una bandeja con las tazas de café. Con los mocasines que llevaba, resultaba un centímetro más bajo. Cuando Starling se levantó para coger el café, los ojos de ambos quedaban casi al mismo nivel. Olía a jabón y tenía el pelo esponjoso, ahuecado y gris.
—Copley dice que todavía no han encontrado la ambulancia. Toda la policía del sur está en estado de alerta poniéndolo todo patas arriba.
Ella sacudiendo la cabeza dijo:
—Desconozco los detalles. Lo único que sé es la noticia que han dado por radio: el doctor Lecter, tras dar muerte a dos policías, ha escapado.
—Dos funcionarios del cuerpo de prisiones. —Crawford hizo correr hacia arriba el texto que aparecía en la pantalla de su ordenador—. Se llamaban Boyle y Pembry. ¿Los vio usted o habló con ellos?
Starling asintió.
—Fueron ellos los que… me obligaron a salir de la celda. Me trataron con mucha consideración. Pembry rodeando a Chilton, incómodo, decidido, pero con rústica cortesía. «Le ruego que me acompañe», me dijo. Tenía manchas hepáticas en las manos y en la frente. Ahora está muerto, pálido bajo las pecas.
De pronto Starling tuvo que dejar en la mesa la taza de café. Realizó una profunda inspiración y durante unos instantes permaneció mirando al techo…
—¿Cómo ha logrado huir? —preguntó.
—Según ha dicho Copley, se escapó en la ambulancia. Ya lo comentaremos con más detenimiento. ¿Qué ha averiguado del secante con ácido?
Starling había empleado parte de la tarde y las primeras horas de la noche paseando la hoja de Plutos por distintos departamentos del laboratorio, cumpliendo así las órdenes de Krendler.
—Nada. Están comprobando los archivos de la DEA para ver si encuentran algo, pero es difícil porque los restos de LSD tienen más de diez años. Es posible que la sección de documentos averigüe más cosas por el tipo de impresión que la DEA por los restos de droga.
—Pero se trataba efectivamente de un secante con ácido, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo ha conseguido escapar, señor Crawford?
—¿Quiere saberlo?
Starling asintió con la cabeza.
—Pues se lo voy a explicar. Han metido a Lecter en una ambulancia por equivocación, creyendo que era Pembry y que estaba gravemente herido.
—¿Llevaba puesto el uniforme de Pembry? Eran más o menos de la misma estatura.
—No sólo se puso el uniforme de Pembry sino también parte de su cara. Y por si fuera poco, como medio kilo más de carne de Boyle. Introdujo el cuerpo de Pembry en la funda impermeable del colchón para que no gotease, lo envolvió en las sábanas y luego lo depositó en el techo del ascensor. Se puso el uniforme, se arregló para parecer herido, se tendió en el suelo y efectuó tres disparos al techo para iniciar la estampida. Ignoro lo que hizo con la pistola; seguramente se la escondió en los pantalones. Llega la ambulancia, policías por todas partes armados hasta los dientes. Los enfermeros suben enseguida y hacen lo que se les enseña a hacer en situación de combate: colocar un conducto respiratorio, aplicar un vendaje compresivo, contener la hemorragia y salir con el herido a toda velocidad. Cumplen con su misión. Pero la ambulancia no ha llegado al hospital. La policía sigue buscándola. Esos médicos me dan una cierta mala espina. Copley dice que están estudiando las grabaciones de solicitud, porque por lo visto las ambulancias fueron llamadas dos veces. Creen que fue el propio Lecter quien pidió las ambulancias antes de disparar, para no tener que pasar demasiado rato tendido en medio de aquella carnicería. Al doctor Lecter le encanta bromear.
Starling jamás había oído aquel deje de amargura en la voz de Crawford. Y como asociaba la amargura a la debilidad, se asustó.
—La huida no significa que el doctor Lecter mintiese —replicó Starling—. Es evidente que mentía; o a nosotros o a la senadora Martin, pero es posible que no nos mintiese a todos a la vez. A la senadora Martin le dijo que se trataba de Billy Rubin, afirmando que no sabía nada más. A mí me dijo que se trataba de un hombre que estaba persuadido de ser transexual. Casi lo último que me dijo fue: «¿Por qué no termina el arco?», refiriéndose a que investigase la pista de la teoría del cambio de sexo que…
—Lo sé. Lo he leído en su informe. Pero eso no nos lleva a ninguna parte, a menos que las clínicas nos entreguen una lista de nombres. Alan Bloom ha ido personalmente a solicitarlo a los jefes de servicio. Dicen que lo están mirando. No me queda más remedio que creer que es así.
—Señor Crawford, ¿está usted en dificultades?
—Se me ha sugerido que solicite la baja temporal por problemas familiares —contestó Crawford—. Se ha creado una nueva fuerza de operaciones con miembros del FBI y de la DEA, así como algunos «elementos adicionales» procedentes de la oficina del fiscal general, léase Krendler.
—¿Y quién es el jefe?
—Oficialmente, el subdirector del FBI, John Colby. Digamos que Colby y yo estamos en contacto permanente, John es una excelente persona. Y usted, ¿está en dificultades?
—Krendler me ordenó que devolviese mis credenciales y el arma y que regresase a clase.
—Eso fue antes de que usted acudiese a visitar a Lecter, Starling. Esta tarde ha enviado un obús a la Oficina de Responsabilidad Profesional. Se trata de una solicitud «sin menoscabo» a la academia para que sea usted cesada mientras se llevaba a cabo una nueva estimación de su capacidad para el servicio. Medida disciplinaria; una gilipollez. El instructor de tiro, John Brigham, ha visto el documento en la reunión de profesores de Quántico que acaba de celebrarse hace poco rato. Les ha metido una bronca y me ha pasado el momio a mí y me ha puesto sobre aviso.
—¿Qué suerte me espera?
—Tiene usted derecho a un juicio. Yo garantizaré personalmente su capacidad, y con eso bastará. Pero si pasa más días sin asistir a clase, la obligarán a repetir, independientemente del veredicto que emita el tribunal. ¿Sabe lo que ocurre cuando obligan a alguien a repetir?
—Por supuesto. Le envían a la oficina regional donde se produjo el ingreso, y le ponen a ordenar archivos y preparar café hasta que queda una plaza libre en el curso.
—Puedo prometerle que obtendrá plaza en su curso, pero lo que no puede impedir es que la hagan repetir si sigue faltando a clase.
—De modo que o vuelvo a clase y dejo de trabajar en este caso o…
—Así es.
—¿Qué me aconseja que haga?
—Su misión era Lecter. Ya la ha cumplido. No voy a aconsejarle que repita. Podría costarle medio año de retraso, o quizá más.
—¿Y Catherine Martin?
—Ya casi han transcurrido las cuarenta y ocho horas… cumplen hoy a media noche. Si no le atrapamos, probablemente la liquidará mañana, o pasado, si sucede como la última vez.
—Lecter no es la única pista que poseemos.
—De momento tienen seis individuos llamados Billy Rubin, todos ellos igualmente sospechosos por uno u otro motivo. Ninguno, sin embargo, parece reunir todos los requisitos. No aparece ningún Billy Rubin en las listas de suscriptores de revistas entomológicas. El gremio de cuchilleros, por otra parte, tiene registrados unos cinco casos de ántrax del marfil en los últimos diez años; de ésos nos falta investigar a un par. ¿Qué más? Klaus no ha sido identificado… todavía. La Interpol nos ha informado de que en Marsella hay pendiente una orden de detención de un fugitivo expedida contra un marino mercante noruego, un tal Klaus Bjefland, o como quiera que se pronuncie. Noruega está intentando localizar sus radiografías dentales para enviárnoslas. Si las clínicas de cambio de sexo se dignan confiarnos algún tipo de información y suponiendo que disponga usted de tiempo, podría colaborar en eso. ¿Starling?
—Sí, señor Crawford.
—Vuelva a clase.
—Si no quería usted que persiguiese a Buffalo Bill, no hubiera debido llevarme a aquella funeraria, señor Crawford.
—Tiene razón —replicó Crawford—. Toda la razón. Pero si no la hubiese llevado, no dispondríamos ahora del insecto. No devuelva usted su arma. En Quántico estará a salvo, pero quiero que vaya armada siempre que tenga que salir de la academia hasta que Lecter sea capturado o tengamos noticia de que ha muerto.
—¿Y usted? A usted le odia. Y ha tenido bastante tiempo para concentrarse en ese odio.
—Como tantas personas en tantas otras cárceles, Starling. No digo que no pueda liquidarme, si se empeña, pero creo que de momento va a estar muy ocupado. Hallarse en libertad es un dulcísimo placer y no creo que esté dispuesto a desperdiciarlo de ese modo. Además, esta casa es más segura de lo que parece.
El teléfono que Crawford llevaba en el bolsillo sonó indicando una llamada. El que estaba sobre la mesa emitió una señal luminosa y zumbó. Crawford escuchó unos instantes, dijo: «De acuerdo» y colgó.
—Se ha encontrado la ambulancia en el aparcamiento subterráneo del aeropuerto de Memphis. —Sacudió la cabeza defraudado—. Ni una pista. Los enfermeros estaban en el compartimento trasero. Muertos ambos.
Crawford se quitó las gafas y buscó el pañuelo para limpiarlas.
—Starling, los del Smithsonian han llamado a Borroughs preguntando por usted. Ese entomólogo llamado Pilcher. Están a punto de concluir con el insecto. Quiero que redacte un informe para que conste con su firma en el expediente. Fue usted quien descubrió el insecto y lo investigó, y quiero que quede constancia de ello en el archivo. ¿Se ve con ánimo?
Starling estaba agotada, como nunca en su vida.
—Por supuesto —contestó.
—Deje el coche en el garaje; Jeff la acompañará a Quántico cuando haya usted terminado.
En los escalones de la entrada, ella volvió la cabeza hacia las ventanas iluminadas donde velaba la enfermera y después miró a Crawford.
—Pienso mucho en ustedes dos, señor Crawford.
—Gracias, Starling —dijo él.