El vestíbulo estaba repleto de policías. Eran las 6.30 de la tarde y los agentes que montaban guardia en el exterior acababan de ser relevados del turno regular, que duraba dos horas. Los hombres, que entraban ateridos pues era una cruda tarde de invierno, se calentaban las manos en varias estufas eléctricas. Algunos habían apostado dinero en el resultado del partido de baloncesto que disputaba el equipo del Estado de Tennessee y estaban ansiosos de saber cómo se desarrollaba el encuentro.
El sargento Tate no había autorizado a conectar la radio en el vestíbulo, pero uno de los agentes la estaba escuchando a través de los auriculares de un walkman y anunciaba el resultado con frecuencia, aunque no con la que hubiesen deseado los apostantes.
En total, en el vestíbulo había quince policías armados más dos funcionarios del cuerpo de prisiones llegados para sustituir a Pembry y Boyle a las siete de la tarde. El propio sargento Tate no tenía más deseo que quedar libre de servicio, lo cual sucedería cuando se incorporase el turno de once a siete.
Todos los puestos de guardia informaron que no había novedades. Ninguna de las llamadas anónimas que amenazaban a Lecter se había concretado en nada.
A las 6.45, Tate oyó subir el ascensor. Vio que la flecha de bronce situada encima de la puerta comenzaba a recorrer el disco. Se detuvo en el piso quinto.
Tate miró a su alrededor, recorriendo el vestíbulo.
—¿Ha subido Sweeney a buscar la bandeja?
—No, aquí estoy, sargento. ¿Le importa llamar para ver si ya han terminado? He de marcharme.
El sargento Tate marcó tres cifras y permaneció a la escucha.
—El teléfono comunica —dijo—. Suba a ver qué ocurre.
El sargento regresó a completar el informe que debía entregar al turno de once a siete.
El agente Sweeney pulsó el botón del ascensor. No acudió.
—Esta noche ha pedido chuletas de cordero, poco hechas —comentó Sweeney—. ¿Qué coño se le antojará para el desayuno? ¿Alguna exquisitez que solamente se suministra en el zoológico? ¿Y quién tendrá que ir a buscársela? Sweeney, claro.
La flecha de bronce permaneció en el quinto. Sweeney aguardó otro minuto más.
—¿Qué cojones pasa? —exclamó. El revólver del 38 atronó en algún piso de arriba; los disparos levantaron ecos al bajar por toda la escalera; dos tiros seguidos y después un tercero.
El sargento Tate, de pie al oírse el tercero, micrófono en mano:
—Puesto de mando, se han oído disparos en la torre. Alerta todos los puestos de guardia del exterior. Vamos a subir.
Gritos y aglomeraciones en el vestíbulo. Entonces Tate vio que la flecha de bronce del ascensor se movía. Ya estaba en el cuarto. Por encima del griterío Tate vociferó:
—¡Doble refuerzo de guardia en los puestos exteriores! ¡Los del primer escuadrón se quedan conmigo! ¡Berry y Howard, cubrid ese maldito ascensor cuando se abra!
La flecha se detuvo en el tercero.
—Primer escuadrón, andando. No crucéis ninguna puerta sin comprobar previamente. Bobby, sal ahí afuera… Coge un fusil y los chalecos y súbelo todo arriba.
La mente de Tate volaba al subir el primer tramo de escaleras. La cautela contendía con la urgente necesidad de ayudar a los agentes de arriba. Que no le dejen salir. Dios mío. Nadie lleva los chalecos, mierda. Malditos gilipollas de prisiones.
Se había informado que los despachos de los pisos segundo, tercero y cuarto estaban vacíos y cerrados con llave. En esos pisos se podía llegar desde la torre al edificio principal, pasando por los despachos. El quinto quedaba incomunicado.
Tate había asistido a la excelente escuela de los SWAT de Tennessee y sabía cómo hacer las cosas. Subió él el primero llevándose consigo a los más jóvenes. Con rapidez y eficacia tomaron las escaleras, cubriéndose desde un descansillo a otro.
—Como deis la espalda a una puerta antes de haberla comprobado, os pego un tiro en el culo.
Las puertas del descansillo del segundo piso estaban a oscuras y cerradas con llave.
Al tercero; el corto pasillo estaba débilmente iluminado. Un rectángulo de luz en el suelo, procedente de la puerta abierta del ascensor. Tate se agachó y avanzó por la pared opuesta al ascensor, en el cual no había espejos que pudiesen ayudarle. Con el dedo en el gatillo miró hacia el interior del ascensor vacío.
Tate gritó por el hueco de la escalera:
—¡Boyle! ¡Pembry! Mierda.
Apostó a un hombre en el tercero y siguió subiendo. El piso cuarto se hallaba invadido por la música de piano que procedía del quinto. La puerta que franqueaba el paso a los despachos se abrió de un empujón. Más allá de los despachos, el haz de luz de la linterna reveló una puerta abierta de par en par que conducía al edificio principal.
—¡Boyle! ¡Pembry! —Dejó a otros dos hombres en el descansillo—. Cubrid la puerta. Los chalecos antibala llegarán en seguida. No se os ocurra menear el culo por aquella puerta.
Tate subió los peldaños de piedra que conducían a la música. Se hallaba ya en la última planta de la torre, en el descansillo del quinto piso. Luz mortecina en el corto pasillo. Luz potente tras el cristal esmerilado que anunciaba: SOCIEDAD HISTÓRICA DEL CONDADO DE SHELBY.
Tate avanzó agachado por debajo del cristal de la puerta hasta colocarse junto al lado opuesto a las bisagras.
Hizo con la cabeza un gesto a Jacobs, que estaba al otro lado, giró el pomo y empujó con tanta fuerza que la puerta al abrirse rebotó y el cristal se hizo añicos. Tate entró de un salto, se apartó del umbral y cubrió la habitación con la amplia mira del revólver.
Tate había visto muchas cosas. Había visto un sinfín de accidentes, peleas, asesinatos. Había visto a seis policías muertos en su vida. Pero pensó que lo que yacía a sus pies era lo peor de todo lo que había visto sucederle a un policía. El amasijo de carne que sobresalía del cuello del uniforme no parecía una cara. La parte frontal y superior de la cabeza era una masa lisa y sanguinolenta coronada por pedazos de carne desgarrada; junto a los orificios nasales aparecía adherido un solo ojo; las cuencas estaban llenas de sangre.
Jacobs pasó junto a Tate y resbaló en el suelo ensangrentado al dirigirse a la celda. Se inclinó sobre Boyle, esposado todavía a la pata de la mesa. Boyle, parcialmente eviscerado, con el rostro destrozado a puñaladas, parecía haber explotado sangre; las paredes y el colchón rayado de la celda estaban cubiertos de salpicaduras y chorretones.
Jacobs le puso los dedos en el cuello.
—Éste está muerto —gritó para hacerse oír sobre la música—. ¿Sargento?
Tate, recuperado el dominio, avergonzado del instante de retraso, hablaba por radio.
—Puesto de mando, dos agentes fuera de combate. Repito, dos agentes fuera de combate. El prisionero ha huido. Lecter ha huido. Puestos de guardia exteriores, vigilen las ventanas, el fugitivo ha cogido las sábanas, puede estar fabricando una cuerda. Envíen ambulancias de inmediato.
—¿Está muerto Pembry, sargento? —Jacobs quitó la música. Tate se arrodilló y al tender la mano para tocar el cuello, aquella cosa horrenda que yacía en el suelo gimió y en el orificio de su boca se formó una burbuja sanguinolenta.
—Pembry vive.
Tate no quería aplicar su boca a aquel amasijo sangriento, sabía que lo haría si tenía que ayudar a Pembry a respirar, sabía que no obligaría a ninguno de sus hombres a hacerlo. Ojalá Pembry muriese, aunque si era preciso le ayudaría a respirar.
Pero el corazón latía, lo encontró, y también había aliento. Aquel ser despedazado y palpitante respiraba.
Aquel destrozo respiraba por sí solo.
La radio de Tate crepitó. En el aparcamiento, un teniente había asumido el mando y quería noticias. Tate tenía que hablar con él.
—Ven aquí, Murray. —Tate llamó a uno de sus hombres, uno de los más jóvenes—. Quédate al lado de Pembry y cógele por algún sitio para que note tus manos. Háblale.
—¿Cómo se llama, sargento?
Murray estaba verde.
—¡Pembry! ¡Háblale, maldita sea! —Tate por radio—: Dos agentes fuera de combate. Boyle ha muerto. Pembry está gravemente herido. Lecter ha huido y va armado, ha cogido las armas de los agentes. Las fundas y los cinturones están aquí, en la mesa.
La voz del teniente sonaba rasposa.
—¿Está libre la escalera para que suban las camillas?
—Sí, señor. Llame al cuarto antes de que entren. Tengo hombres en todos los descansillos.
—Soy el teniente Roger, sargento. El puesto número ocho cree haber advertido movimiento en las ventanas del cuarto piso del edificio principal. Tenemos todas las salidas cubiertas, de modo que no va a escapar. Mantenga las posiciones en los descansillos. De la operación se van a encargar los SWAT. Espero que le den una lección. Confirme que me ha entendido.
—Entendido. De la operación se encargan los SWAT.
—¿Qué armas ha cogido?
—Dos pistolas y una navaja, teniente… Jacobs, mire si queda munición en los cinturones.
—Cargadores —contestó el subalterno—. El de Pembry está lleno, y el de Boyle también. El muy idiota no se ha llevado las balas.
—¿De qué calibre son?
—Del treinta y ocho Plus Ps. JHP.
Tate conectó nuevamente la radio.
—Teniente, por lo visto tiene en su poder dos 38 de seis disparos. Hemos oído tres tiros y los cargadores están llenos, de modo que sólo le quedan nueve balas. Avise a los SWAT de que son de envoltura metálica y punta hueca. Este individuo tiene marcada preferencia por la cara.
Las Plus Ps. son balas velocísimas, pero que no traspasan el chaleco blindado de los SWAT. Aun así, un disparo en la cara la destroza; un disparo en un miembro deja tullido.
—Suben las camillas, Tate.
A pesar de que las ambulancias llegaron con pasmosa rapidez, a Tate, que oía los lastimeros quejidos de aquella cosa que yacía a sus pies, no se lo pareció. El pobre Murray trataba de sujetar aquel cuerpo gimiente y convulso, intentaba tranquilizarle sin mirarlo, y sin cesar, en un tono monocorde que no lograba disimular la repulsión, repetía:
—Estás bien, Pembry. Ya verás qué pronto te curas.
En cuanto vio a los enfermeros de la ambulancia en el descansillo, Tate, como había hecho en la guerra, gritó:
—¡Camilleros!
Cogió a Murray por el hombro y lo apartó de en medio. Los enfermeros actuaron deprisa; primero sujetaron con destreza aquellos puños apretados y chorreantes de sangre bajo las correas, luego abrieron una vía respiratoria y, por último, para mantener la presión, aplicaron en la cara ensangrentada un vendaje quirúrgico. Uno de ellos abrió un paquete de plasma intravenoso, pero el otro, después de tomar la tensión y el pulso del herido, sacudió la cabeza y se limitó a decir:
—Abajo. Órdenes por radio.
—Tate, quiero que despeje los despachos de la torre y los deje cerrados. Atranque las puertas del edificio principal y cúbralas desde los descansillos. Le envío chalecos blindados y armas. Si quiere salir, le cogeremos vivo, pero no corra ningún riesgo con objeto de salvarle la vida. ¿Entendido?
—A la orden, teniente.
—En el edificio principal, quiero a los SWAT y a nadie más que a los SWAT. Repita lo que acabo de decir.
Tate repitió la orden. Tate era un buen sargento, hecho que demostró en ese momento. Vistió el engorroso chaleco blindado, obligó a Jacobs a hacer otro tanto y siguió escaleras abajo la camilla que los enfermeros transportaban a la ambulancia.
Una segunda pareja seguía con Boyle. Los hombres apostados en los descansillos se indignaron al ver pasar los despojos, y Tate les aconsejó con popular sabiduría:
—No permitáis que la rabia haga que os disparen en el culo.
Cuando ya las sirenas gemían por la calle, Tate, cubierto por el veterano Jacobs, inspeccionó los despachos y cerró la torre.
Una fría corriente de aire azotó el pasillo de la cuarta planta. Detrás de la puerta, en las enormes estancias sombrías del edificio principal, sonaban los teléfonos. En los oscuros despachos de todo el edificio, las luces de los teléfonos centelleaban como luciérnagas y las señales acústicas sonaban sin cesar.
Se había propagado la noticia de que el doctor Lecter se hallaba «parapetado» en el edificio y todos los medios de comunicación, en especial la radio y la televisión, llamaban empleando todos los medios a su alcance, confiando obtener una entrevista en directo con el monstruo. En situaciones similares, para impedir tal caos, los SWAT suelen desconectar todos los teléfonos excepto uno, el que emplea el negociador, pero en este caso el edificio era inmenso y los teléfonos demasiados.
Tate echó la llave a la puerta que incomunicaba los despachos en los que centelleaban los teléfonos. El pecho y la espalda, húmedos de sudor, le escocían bajo el chaleco blindado.
Tomó la radio que llevaba suspendida del cinturón.
—Puesto de mando, aquí Tate, la torre está despejada. Cambio.
—Roger al habla, Tate. El capitán quiere verle en el puesto de mando.
—Diez-cuatro. Vestíbulo de la torre. ¿Me oye?
—Le escucho, sargento.
—Soy yo desde el ascensor. Voy a bajar.
—Entendido, sargento.
Jacobs y Tate se hallaban en el ascensor bajando al vestíbulo cuando una gota de sangre cayó en el hombro de Tate. Una segunda gota le cayó en el zapato.
Levantó la vista hacia el techo del ascensor y tocó a Jacobs, indicándole con un gesto que guardase silencio.
Por la grieta que rodeaba la escotilla de la polea de funcionamiento caían gotas de sangre. En bajar hasta el vestíbulo tardaron una eternidad. Al llegar, Tate y Jacobs salieron retrocediendo, con las armas apuntadas al techo del ascensor. Tate alargó la mano y cerró la puerta.
—Ssss —hizo Tate dirigiéndose al vestíbulo. Y en voz baja—: Berry, Howard, está en el techo del ascensor. Mantenedlo vigilado.
El sargento Tate salió al exterior. La furgoneta negra de los SWAT se hallaba en el aparcamiento. Los SWAT siempre llevan herramientas y llaves de todas clases.
En un instante acudieron dos miembros del SWAT; vestidos con el uniforme negro blindado y provistos de cascos, subieron por la escalera hasta el descansillo de la tercera planta. Junto a Tate, en el vestíbulo, había otros dos, con sus rifles de asalto apuntados al techo del ascensor.
Como esas grandes hormigas que se aprestan a luchar, pensó Tate.
El comandante de los SWAT habló por radio.
—Adelante, Johnny.
En la tercera planta, a considerable distancia del ascensor, el agente Johnny Peterson introdujo la llave en la cerradura de la puerta del ascensor y ésta se abrió. El hueco estaba a oscuras. Tendiéndose de espaldas en el suelo del descansillo, sacó del chaleco una granada inmovilizante y la colocó en el suelo, a su lado.
—Listo. Voy a echar un vistazo.
Sacó un espejo provisto de un mango largo y lo introdujo en el hueco mientras su compañero encendía una potente linterna.
—Lo veo perfectamente. Está en el techo del ascensor. A su lado veo un arma. No se mueve.
Una pregunta en los auriculares de Peterson.
—¿Le ve las manos?
—Veo una. La otra la tiene debajo del cuerpo. Está medio envuelto en unas sábanas.
—Háblele.
—LEVANTE LAS MANOS Y QUÉDESE QUIETO —vociferó Peterson hacia lo hondo del hueco—. No se ha movido, teniente… SI NO LEVANTA LAS MANOS, LE LANZARÉ UNA GRANADA INMOVILIZANTE, TIENE TRES SEGUNDOS —gritó Peterson. Sacó del chaleco uno de los topes de puerta que todo agente de los SWAT lleva siempre consigo y gritó—: EH, MUCHACHOS, AHÍ ABAJO, CUIDADO QUE VA LA GRANADA. —Arrojó el tope por el hueco y lo vio rebotar en la figura—. No se ha movido, teniente.
—De acuerdo, Johnny. Vamos a subir el ascensor con una palanca desde fuera. ¿Puede cubrir el hueco?
Peterson se tendió boca abajo. El cañón de su 45 automática apuntó directo a la figura.
—Cubierto —dijo.
Mirando el hueco del ascensor, Peterson vio aparecer al fondo un resquicio de luz; eran los agentes SWAT que hacían subir el ascensor con la palanca. La inmóvil figura se hallaba parcialmente tendida sobre la escotilla y al empujar desde abajo los agentes, uno de sus brazos se movió.
El pulgar de Peterson oprimió un poco más el seguro de su Colt.
—Ha movido un brazo, teniente. Pero creo que es a causa del movimiento de la palanca.
—Roger. Abrid la escotilla.
La escotilla se abrió con estrépito hacia atrás y quedó apoyada en la pared del hueco del ascensor. La luz que subía por el pozo cegó a Peterson.
—No se ha movido. No lleva el arma en la mano.
La voz del teniente, serena, en los oídos.
—De acuerdo, Johnny. Manténgase como está. Vamos a entrar en el ascensor; mire con el espejo a ver si hay movimiento. Si hay que disparar, lo haremos nosotros. ¿Comprendido?
—Comprendido.
En el vestíbulo, Tate les observó entrar en el ascensor. Un agente pertrechado con material perforante apuntaba su arma al techo del ascensor. Un segundo agente se encaramó a una escala de mano. Iba armado con una gran pistola automática provista de una linterna sujeta al cañón. Un espejo y la pistola-linterna desaparecieron por la escotilla. Luego aparecieron la cabeza y los hombros del agente, que entregó un revólver del 38.
—Está muerto —gritó el agente.
Tate se preguntó si la muerte del doctor Lecter significaba que Catherine Martin también iba a morir; toda la información perdida al apagarse las luces de la mente de aquel monstruo.
Los agentes lo estaban bajando; el cadáver apareció cabeza abajo por la escotilla del techo del ascensor, quedó depositado en muchos brazos, extraño sepelio en un ataúd iluminado. El vestíbulo se estaba llenando de gente; todos los policías querían acercarse a ver.
Un funcionario de prisiones se abrió paso a empujones y se quedó mirando los brazos tatuados del cadáver que pendían inertes.
—Éste es Pembry —dijo.