Capítulo 35

Clarice Starling conducía a toda velocidad entre el peligroso tráfico de Memphis. En sus mejillas todavía se apreciaban lágrimas de ira. No obstante, se sentía flotando y en libertad. Una desacostumbrada claridad de visión le avisó de que se hallaba propensa a pelearse, de modo que procuró vigilarse.

Al entrar en la ciudad procedente del aeropuerto había pasado por delante del antiguo palacio de justicia, y volvió a encontrarlo sin dificultad.

Los responsables de la policía de Tennessee no querían correr ningún riesgo con Hannibal Lecter. Estaban dispuestos a mantenerle en reclusión sin exponerle a los peligros de la cárcel municipal.

Por eso lo tenían en el antiguo juzgado y prisión, un macizo edificio de estilo neogótico construido con granito en una época en que la mano de obra era barata. En la actualidad, excesivamente restaurado, albergaba algunas dependencias municipales de esta próspera ciudad amante de su pasado.

En ese momento parecía una fortaleza medieval acordonada por la policía.

Una poco frecuente mezcla de vehículos —de la guardia de tráfico, del Departamento de Justicia del condado de Shelby, de la delegación del FBI en Tennessee y del cuerpo de funcionarios de prisiones— atestaban el aparcamiento. Starling tuvo que pasar ante un puesto de guardia incluso antes de poder estacionar su automóvil alquilado.

El doctor Lecter presentaba, para el exterior, un problema adicional relacionado con su seguridad. Desde que los boletines de noticias de media mañana habían informado de su paradero, no habían cesado de recibirse llamadas telefónicas preñadas de amenazas; sus víctimas tenían numerosos parientes y amistades que ansiaban verle muerto.

Starling confió que el jefe de la delegación del FBI, Copley, no se hallase en el edificio. No quería ponerle en dificultades.

En un recuadro de césped contiguo a la escalinata de acceso, Starling vio el cogote de Chilton entre un enjambre de reporteros. Entre los numerosos informadores había dos cámaras de televisión. Starling lamentó no llevar gorra o sombrero. Al acercarse a la entrada de la torre, giró la cabeza.

Un policía estacionado en la puerta examinó sus credenciales antes de autorizarla a entrar en el vestíbulo de la torre, que parecía una sala de guardia. Ante el único ascensor había un policía, más otro apostado al pie de las escaleras. Una multitud de agentes, que iban a sustituir a los que acordonaban el lugar, leían revistas sentados en unos sofás alejados de la vista del público.

Tras la mesa situada a la salida del ascensor había un sargento. Su tarjeta de identidad decía: TATE, C. L.

—Prohibido el paso a la prensa —dijo el sargento Tate al ver a Starling.

—No soy periodista —contestó ella.

—¿Está con los de la oficina del fiscal general? —preguntó el sargento al examinar sus credenciales.

—Con Krendler, adjunto al fiscal general —respondió Starling—. Acabo de dejarle.

El sargento Tate hizo un gesto de aprobación.

—Menuda mañana. Todas las secciones de la policía de Tennessee han pasado por aquí para ver al doctor Lecter. Por suerte, no ocurre todos los días. Tendrá que hablar con el doctor Chilton antes de subir.

—Lo he visto ahí fuera —replicó Starling—. Esta misma mañana, de madrugada, hemos estado juntos en Baltimore trabajando en este caso. ¿Firmo aquí, sargento Tate?

El sargento comprobó brevemente el estado de uno de sus molares con la lengua.

—Ahí mismo —contestó—. Normas estrictas, señorita. Todas las visitas deben entregar el arma, sean o no policías.

Starling asintió. Sacó las balas del revólver; el sargento pareció complacido al verla mover los dedos en el arma. Se la entregó presentando la culata y él la guardó en el cajón.

—Vernon, acompáñala arriba.

Descolgó el teléfono, marcó tres números y pronunció el nombre y apellido de la visita. El ascensor, un adelanto añadido en los años 1920, crujió mientras subía al último piso. Se detuvo en un rellano de la escalera del que nacía un corto pasillo.

—Por ahí, todo recto, señora —dijo el guardia. Un letrero pintado en el cristal esmerilado de la puerta anunciaba: SOCIEDAD HISTÓRICA DEL CONDADO DE SHELBY.

Casi todo el último piso de la torre consistía en una sala octogonal pintada de blanco, cuyo suelo y molduras eran de madera de roble. Olía a cera y a engrudo de biblioteca. Con su escaso mobiliario, tenía un ambiente austero que casi podía calificarse de religioso. Era más agradable ahora que cuando hacía las veces de oficina del alguacil.

De guardia había dos hombres vestidos con el uniforme del cuerpo de prisiones de Tennessee. El más bajo, instalado ante una mesa, se levantó al ver entrar a Starling. El alto permaneció sentado en una silla plegable situada al fondo de la habitación, frente a la puerta de una celda. Era el que vigilaba que el prisionero no se suicidase.

—¿Está usted autorizada a hablar con el prisionero, señora? —preguntó el agente de la mesa. En su tarjeta de identificación se leía: PEMBRY, T. W., y sobre la mesa tenía un teléfono, dos porras y un aerosol cargado con gas irritante. En el rincón, a sus espaldas, había un artilugio inmovilizador de gran tamaño.

—Sí —contestó Starling—. Ya lo he interrogado en otras ocasiones.

—¿Conoce las normas? No cruce la barrera.

—Perfectamente.

La única nota de color de la habitación era la barrera de la policía de tráfico, un caballete a rayas naranja y amarillo equipado con unos focos ámbar intermitentes que estaban apagados. Estaba colocada sobre el pulido parquet a metro y medio de la puerta de la celda. De un perchero situado a poca distancia colgaban los atavíos del doctor: la máscara de hockey y una prenda que Starling no había visto nunca, una chaquetilla de condenado a muerte de Kansas. Confeccionada con cuero recio y dotada con dobles grilletes de cierre doble en la cintura y hebillas en la espalda, debía ser la camisa de fuerza más infalible del mundo. La máscara y la chaqueta negra suspendida por el forro en el perchero formaban una inquietante composición sobre el fondo blanco de la pared.

Starling divisó al doctor Lecter al acercarse a la celda. Estaba leyendo sentado ante una mesa atornillada al suelo. Se hallaba de espaldas a la puerta. Tenía consigo varios libros y la copia del expediente de Buffalo Bill que ella le había entregado en Baltimore. Encadenada a la pata de la mesa había una pequeña cinta magnetofónica. Le resultaba extraño verle fuera del psiquiátrico.

Starling había visto, de pequeña, celdas como ésa. Eran prefabricadas, las producía una empresa de St. Louis a principios de siglo y hasta la fecha nadie ha conseguido fabricarlas mejor; consistían en una jaula modular de acero templado que convierte cualquier habitación en una cárcel. El suelo era una plancha de acero dispuesta sobre barrotes, y las paredes y el techo, de barrotes troquelados que rayaban por completo la habitación. Carecía de ventana. La celda estaba pintada de un blanco inmaculado y estaba bien iluminada. Ante el retrete había un biombo de papel fino.

Esos barrotes blancos destacaban como costillas encima de las paredes. El doctor Lecter tenía una oscura cabeza, de pelo liso y brillante.

Es una comadreja de cementerio. Vive purgando sus crímenes en una caja torácica, entre las bojas secas de un corazón.

Starling parpadeó para alejar ese pensamiento.

—Buenos días, Clarice —dijo él sin volverse. Terminó de leer la página, colocó un punto en el libro y giró en la silla para ponerse de cara a ella, con los brazos apoyados en el respaldo y la barbilla reposando sobre ellos—. Dumas afirma que añadir un grajo al consomé en otoño, cuando el pájaro se ha alimentado de bayas de enebro, mejora considerablemente el color y el sabor del caldo. ¿Le gusta a usted el grajo en la sopa, Clarice?

—He pensado que le gustaría tener sus dibujos, las cosas que había en su celda, hasta que no consiga la ventana.

—Cuánta delicadeza. El doctor Chilton se ha puesto eufórico al enterarse de que Jack Crawford y usted han sido relevados del caso. ¿Es que acaso la envían para intentar sonsacarme algo por última vez?

El agente encargado de vigilar un eventual suicidio se había dirigido a la mesa del agente Pembry para charlar con él.

Starling confió que desde allí no la oyesen.

—No me envía nadie. He venido por decisión propia.

—La gente dirá que estamos enamorados. ¿No quiere preguntarme por Billy Rubin, Clarice?

—Doctor Lecter, sin pretender en absoluto… impugnar lo que le ha dicho a la senadora Martin, ¿sigue aconsejándome que continúe trabajando en la idea que usted…?

Impugnar… me encanta esta palabra. No tengo nada que aconsejarle. Intentó engañarme, Clarice. ¿Cree acaso que estoy jugando con esta gente?

—Creo que a mí me decía la verdad.

—Es una lástima que intentase engañarme, ¿no cree? —La cara del doctor Lecter se hundió entre sus brazos hasta que sólo los ojos quedaron visibles—. Es una lástima que Catherine Martin no vuelva a ver el sol jamás.

»El sol es un fuego en el que ha muerto el Dios de esa muchacha, Clarice.

—Lo que es una lástima es que usted ahora tenga que complacer para poder sorber de vez en cuando alguna lágrima —replicó Starling—. Lo que es una lástima es que no hayamos podido terminar la conversación que mantuvimos. Su teoría de la imago, la estructura en la que se fundamentaba, tenía una… ¿cómo diré?, una elegancia que es difícil olvidar. Lo de ahora es una pura ruina, un arco roto que soporta…

—Un arco roto no soporta nada. Hablando de arcos, ¿todavía le permiten ejercer de policía, Clarice? ¿Le han quitado las insignias?

—No.

—¿Qué lleva debajo de la chaqueta? ¿Un reloj de vigilante como el de su papá?

—No, eso es una pistolera.

—¿De modo que va por ahí armada?

—Sí.

—Entonces tendría que ensancharse la chaqueta. ¿Sabe coser, Clarice?

—Sí.

—¿Se ha hecho usted ese traje de chaqueta?

—No. Doctor Lecter, usted lo averigua todo. No puede usted haber hablado íntimamente con ese tal Billy Rubin y haber averiguado tan pocas cosas de él.

—¿Usted cree?

—Si le hubiese conocido, lo sabría todo de él. Pero tan sólo ha recordado un detalle. Que contrajo un ántrax del marfil del elefante. Hubiera tenido que verles saltar a todos cuando Atlanta ha comunicado que se trata de una enfermedad típica de los que fabrican cuchillos. Se lo han tragado, tal y como usted esperaba. Sólo por eso hubieran tenido que concederle una suite en el Peabody. Doctor Lecter, si hubiese conocido a Billy Rubin, sabría muchas cosas de él. Mi opinión es que no le conoció, que fue Raspail quien le habló de él. Pero una información de segunda mano no impresionaría tanto a la senadora Martin, ¿verdad?

Starling lanzó una ojeada por encima del hombro. Uno de los guardianes le estaba enseñando al otro algo que aparecía en la revista Armas & Municiones.

—En Baltimore tenía usted más cosas que decirme, doctor Lecter. Estoy convencida de que la información que me dio era válida. Dígame el resto.

—He leído todos los casos del expediente, Clarice. ¿Y usted? Todo cuanto precisa saber para descubrirle está ahí, si sabe prestársele la debida atención. Hasta el inspector emérito Crawford tendría que haberlo deducido. Por cierto, ¿ha leído el asombroso discurso que pronunció Crawford el año pasado en la Academia Nacional de Policía? Citando pomposamente a Marco Aurelio a propósito del deber, el honor, la fortaleza… Ya veremos qué estoicismo muestra Crawford cuando Bella se vaya al otro barrio. Alardea de imitar esta filosofía, pero a mi juicio no entiende nada. Si entendiese a Marco Aurelio, quizá podría resolver este caso.

—Dígame cómo.

—Cuando veo en usted esos destellos de inteligencia contextual, Clarice, olvido que su generación es analfabeta. El emperador aconseja simplicidad. Primeros principios. De cada cosa concreta pregúntese: ¿Qué es en sí misma, en su propia esencia? ¿Cuál es su naturaleza causal?

—Eso para mí no significa nada.

—¿Qué hace él, el hombre que usted persigue?

—Mata…

—¡Ah! —exclamó Lecter con aspereza, apartando un instante la cara para no tener que presenciar la obstinación de Clarice en el error—. Eso es accesorio. ¿Qué es lo primero, lo primordial que hace? ¿Qué necesidad satisface matando?

—Ira, resentimiento social, frustración sexual…

—No.

—¿Cuál, pues?

—Codicia. De hecho, codicia ser lo que usted es. Su naturaleza es la codicia. ¿Y cómo empezamos a codiciar, Clarice? ¿Buscarnos cosas que codiciar? Esfuércese por contestar correctamente.

—No. Lo que nos…

—Exactamente. No. Su respuesta es correcta. Empezamos por codiciar lo que vemos cada día. ¿No nota usted cada día ojos que la recorren por entero, Clarice, en encuentros casuales?

»No diga que no porque no lo voy a creer. ¿Y no acarician sus ojos ciertas cosas?

—De acuerdo. Entonces, dígame cómo…

—Le toca a usted decirme cosas, Clarice. Ya no tiene el recurso de ofrecerme vacaciones en esa isla cuyo mayor atractivo es el Centro de Veterinaria. A partir de ahora, la conversación se desarrolla en términos de un riguroso intercambio. No puedo hacer tratos con usted a la ligera.

»Dígame, Clarice.

—¿Que le diga qué?

—Las dos cosas que me debe del otro día. Qué le ocurrió a usted y al caballo, y cómo domina su rabia.

—Doctor Lecter, cuando tenga tiempo estaré…

—Usted y yo no contamos el tiempo de la misma manera. Este momento es todo el tiempo de que puede disponer.

—Se lo diré luego. Escuche, yo…

—Soy yo el que ahora va a escuchar. Dos años después de la muerte de su padre, Clarice, su madre la envió a vivir con la familia de su prima a un rancho de Montana. Tenía usted diez años. Allí descubrió que se dedicaban al negocio de engordar caballos para el matadero. Usted escapó con un caballo que estaba medio ciego. ¿Y?

—Era verano y podíamos dormir al raso. Llegamos hasta Bozeman por caminos secundarios.

—¿Tenía nombre el caballo?

—Seguramente, pero ellos no… Eso no tiene importancia cuando uno se dedica a cebar caballos para el matadero. Era una yegua; yo la llamaba Hannah, que me parecía un nombre bonito.

—¿La llevaba de la brida o iba montada en ella?

—Las dos cosas, a ratos. En una ocasión tuve que desmontarme y guiarla para cruzar una cerca.

—De modo que montando y caminando llegaron hasta Bozeman.

—Había unos establos, una especie de rancho donde daban clases de equitación, a las afueras de la ciudad. Intenté que la acogieran allí. Costaba veinte dólares a la semana alojarla en un cercado. Instalarla en una cuadra valía más. Inmediatamente se dieron cuenta de que no veía. Y entonces dije que bueno, que me ofrecía a guiarla para que los niños dieran un paseo montados en Hannah mientras los padres estaban en clase de equitación. Dije que me ofrecía a quedarme allí para limpiar los establos. Uno de ellos, el hombre, accedió a todo lo que yo dije, pero la mujer llamó al sheriff.

—El sheriff era un policía, como su padre.

—Sí, pero eso no impidió que al principio me diese mucho miedo. Tenía una cara grande y roja. Al fin, el sheriff adelantó veinte dólares para que Hannah pudiera quedarse una semana mientras «se arreglaban las cosas». Dijo que con aquel calor no hacía falta que durmiese en un establo. La prensa publicó la noticia. Se armó mucho revuelo. La prima de mi madre accedió a que me marchase. Y acabé en el Hogar Luterano de Bozeman.

—¿Se trata de un orfelinato?

—Sí.

—¿Y Hannah?

—Se vino conmigo. Un importante ranchero luterano se ofreció a pagar el heno. En el orfelinato había una cuadra. Labrábamos el huerto con Hannah. Aunque había que vigilar por dónde iba, porque se metía por entre las cañas de las judías y pisaba cualquier planta que fuera baja y no la notase en las patas. Y la atábamos a un carro en el que paseábamos a los niños.

—Pero murió.

—Pues… sí.

—Hábleme de eso.

—Ocurrió el año pasado. Me escribieron a la universidad contándomelo. Calculan que tendría veintidós años. El día antes de morir estuvo paseando a niños, como siempre, y murió mientras dormía.

El doctor Lecter pareció decepcionado.

—Qué conmovedor —comentó—. ¿Su padrastro de Montana follaba con usted, Clarice?

—No.

—¿Lo intentó alguna vez?

—No.

—¿Por qué motivo huyó usted con la yegua?

—Porque iban a matarla.

—¿Sabía usted cuándo?

—No exactamente. Pero me angustiaba mucho. Hannah estaba engordando bastante.

—¿Qué le impulsó a escapar? ¿Por qué huyó aquel día en concreto?

—No lo sé.

—Creo que sí lo sabe.

—Estaba muy angustiada.

—¿Qué fue lo que la impulsó, Clarice? ¿A qué hora se marchó?

—Muy temprano. Aún no había amanecido.

—Luego algo la despertó. ¿Qué fue lo que la despertó? ¿Soñaba usted? ¿Qué soñaba?

—Me desperté oyendo balar a los corderos. Me desperté a media noche y los corderos balaban.

—¿Estaban matando a los corderos lechales?

—Sí.

—¿Y qué hizo usted?

—No podía hacer nada por ellos. Yo no era más que una…

—¿Qué hizo usted con la yegua?

—Me vestí sin encender la luz y salí al exterior. Ella estaba asustada. Todos los caballos del cercado estaban asustados y se arremolinaban. Me acerqué a ella, le soplé en la nariz y ella supo que era yo. Las luces de la cuadra estaban encendidas y también las del cobertizo que había junto al aprisco de los corderos. Eran unas bombillas desnudas que proyectaban grandes sombras. Había llegado el camión frigorífico y tenía el motor en marcha: rugía. Me llevé a Hannah.

—¿La ensilló?

—No. No cogí la silla. Sólo un cabestro de cuerda. Nada más.

—Cuando se marchaba en la oscuridad, ¿siguió oyendo a los corderos cerca de donde estaban las luces?

—Durante poco rato. No había más que doce.

—Todavía se despierta, ¿verdad? Todavía se despierta a media noche oyendo a los corderos.

—A veces.

—¿Cree usted que si apresase a Buffalo Bill y salvase a Catherine conseguiría que los corderos dejasen de balar? ¿Cree que entonces los corderos estarían a salvo y usted no volvería a despertarse a media noche oyéndolos balar? ¿Clarice?

—Sí. No lo sé. Quizá.

—Gracias, Clarice. —Curiosamente el doctor Lecter parecía en paz.

—Dígame el nombre de Buffalo Bill, doctor Lecter —dijo Starling.

—El doctor Chilton —dijo Lecter—. Creo que ya se conocen.

Durante unos instantes, Starling no comprendió que Chilton estaba detrás de ella. Entonces él la cogió por el codo, Ella se desasió. El agente Pembry y su corpulento compañero acompañaban a Chilton.

—Al ascensor —dijo Chilton. Tenía la cara moteada de rojo.

—¿Sabía usted que Chilton no tiene el título de médico? —dijo el doctor Lecter—. Téngalo muy en cuenta para más adelante.

—Vamos —ordenó Chilton.

—Aquí no es usted el que manda, doctor Chilton —replicó Starling.

El agente Pembry se acercó a ella rodeando a Chilton.

—No, señora, pero yo sí. Ha llamado a mi jefe y al suyo y lo siento mucho pero tengo órdenes de hacerla salir de aquí. Le ruego que me acompañe.

—Adiós, Clarice. Si los corderos dejan de balar, ¿me lo comunicará?

—Sí.

Pembry ya la cogía del brazo. Le acompañaba de buen grado o empezaba a pelearse con él.

—Sí —repitió Clarice—. Se lo diré.

—¿Me lo promete?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no termina el arco? Llévese su expediente, Clarice. Yo ya no lo necesito. —Extendió el brazo por entre los barrotes, con el dedo índice a lo largo del lomo. Por un brevísimo instante, la punta del índice de Clarice rozó el del doctor Lecter. El contacto chisporroteó en los ojos del doctor.

—Gracias, Clarice.

—Gracias, doctor Lecter.

Y así es como perduró Lecter en la mente de Starling. Atrapado en el instante en que no se burlaba. De pie en su blanca celda, arqueado como un bailarín, con los brazos extendidos, las manos unidas y la cabeza ligeramente ladeada.

Ella se dirigió al aeropuerto a tanta velocidad que en los baches se golpeaba la cabeza contra el techo del coche, y tuvo que echar a correr para no perder el avión que Krendler le había ordenado tomar.