Capítulo 34

Clarice Starling reconoció el letrero de Stonehinge Villas por haberlo visto en televisión. La urbanización situada en la zona oriental de Memphis era un conjunto de casas unifamiliares y bloques de apartamentos que formaba una amplia U en torno a una plaza central que hacía las veces de aparcamiento.

Starling estacionó el Chevrolet Celebrity que había alquilado en el centro de la plaza. Aquí vivían empleados bien pagados, de esos de camisa a rayas finas y traje cruzado, y jóvenes ejecutivos; eso le decían los TransAms y los IROC-Z Camaros ahí aparcados. En un sector reservado del aparcamiento se veían caravanas para los fines de semana y lanchas de esquí acuático, cuyos brillantes colores relucían al sol.

Stonehinge Villas. El nombre irritaba a Starling cada vez que miraba el letrero. Seguro que todos los apartamentos estaban decorados con muebles de mimbre blanco y moquetas de tono melocotón. Bajo el cristal de todas las mesas de café, fotos y un ejemplar de Cenas para dos y Secretos de la Fondue. Starling, cuya única vivienda consistía en un cuarto compartido con una compañera en la academia del FBI, tenía una actitud severamente crítica hacia esas cosas.

Tenía que conocer a Catherine Baker Martin, y le extrañó que la hija de una senadora viviese en ese lugar.

Starling había leído el material biográfico recopilado por el FBI, el cual mostraba que Catherine Martin brillaba por su bajo rendimiento en los estudios. Había suspendido el examen de ingreso de Farmington y pasado dos desdichados y oscuros años en Middlebury. Actualmente era alumna de Southwestern, donde al mismo tiempo hacía prácticas de magisterio.

Starling creía no equivocarse al imaginársela como una colegiala preocupada exclusivamente por sí misma, bastante obtusa, una de esas personas que no escucha. Se dijo, de todos modos, que había de procurar ser objetiva en su opinión, pues no se hallaba libre de prejuicios y además este tema suscitaba sus rencores. Starling había realizado sus estudios en escuelas estatales, gracias a sucesivas becas, y sus notas siempre habían sido mucho mejores que su ropa. Conocía a un sinfín de hijos de familias pudientes y desgraciadas, niños bien que iban al internado a perder el tiempo. Y aunque la mayoría le importasen un comino, con el tiempo se había dado cuenta de que la falta de atención es muchas veces una estratagema para esquivar el sufrimiento y a menudo se interpreta equivocadamente como superficialidad e indiferencia.

Mejor sería pensar en Catherine como la niña que salía a navegar con su padre, recordándola tal como aparecía en la película que vio en la televisión acompañando la súplica de la senadora Martin. Se preguntó si de pequeña Catherine se habría esforzado en agradar a su padre. Se preguntó también qué estaría haciendo la niña cuando le comunicaron que su padre había muerto, de un ataque al corazón a los cuarenta y dos años. Starling estaba convencida de que Catherine lo echaba de menos. Echar de menos al padre, esa herida común, hizo que Starling se sintiese próxima a la joven.

Era fundamental que Catherine Martin suscitase sus simpatías porque ello la ayudaría a realizar bien el trabajo que tenía entre manos.

Starling vio en seguida dónde se hallaba el apartamento de Catherine; dos coches patrulla de la policía de Tennessee estaban aparcados ante la puerta. Cerca, en el asfalto del aparcamiento, había manchas de polvo blanco. La delegación del FBI en Tennessee debía de haber recogido muestras de manchas de aceite con polvo de piedra pómez o algún otro material inerte. Crawford había dicho que contaba con un personal muy eficiente.

Clarice se dirigió hacia el sector donde se hallaban estacionadas las caravanas y las lanchas. Era cerca del apartamento de Catherine. Ahí es donde Buffalo Bill se apoderó de ella. A tan poca distancia de la puerta de su casa que al salir la dejó abierta. Algo la indujo a salir. Debió ser algo de aspecto inofensivo y habitual.

Starling sabía que la policía de Memphis había interrogado exhaustivamente a todos los vecinos y que nadie había visto nada, de modo que pensó que a lo mejor el secuestro había tenido lugar entre las altas paredes de las caravanas. Él debió estar observándola desde allí. Sentado dentro de algún vehículo, forzosamente. Pero Buffalo Bill sabía que Catherine estaba aquí, en casa. Seguramente se fijó en ella en algún otro sitio y anduvo siguiéndola, aguardando la ocasión propicia. Las chicas del tamaño de Catherine no abundan. Seguro que no se limitó a merodear al azar en espera de que apareciese una mujer del tamaño deseado. Podía pasarse días sin que apareciese ninguna.

Todas las víctimas eran grandes. Todas ellas eran grandes. Algunas, además, estaban gordas, pero todas eran grandes. «Tiene que hacer prendas que le quepan». Al recordar las palabras del doctor Lecter, Starling se estremeció. El doctor Lecter ahora estaba en Memphis.

Starling realizó una profunda inspiración, hinchó los carrillos y expulsó el aire con lentitud. Veamos qué averiguamos acerca de Catherine.

Un soldado de las fuerzas del Estado de Tennessee, tocado con el característico sombrero de uniforme, abrió la puerta del apartamento de Catherine Martin. Cuando Starling le mostró sus credenciales, le indicó con un gesto que pasase.

—Agente, tengo que examinar la escena del secuestro —dijo Starling. La escena del secuestro le pareció expresión adecuada para un hombre que bajo techo no se quitaba el sombrero.

Él asintió con un gesto de cabeza y añadió:

—Si suena el teléfono, no haga caso. Contestaré yo.

Sobre la superficie de la cocina, unida al cuarto de estar, Starling vio una cinta magnetofónica conectada al teléfono. Junto a éste había dos teléfonos nuevos. Uno de ellos carecía de disco de marcar; línea directa con el departamento de seguridad de Southern Bell, encargado de localizar las llamadas.

—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó el agente.

—¿Ha terminado la policía con el registro?

—El apartamento ya puede ser usado por la familia. Yo estoy aquí exclusivamente por el teléfono. Puede tocar todo lo que quiera, si es a eso a lo que se refiere.

—Muy bien. Voy a echar un vistazo.

—De acuerdo. —El agente recuperó el periódico que había escondido bajo el sofá y se arrellanó nuevamente en los almohadones.

Starling quería concentrarse. Hubiera deseado estar sola en aquel apartamento, aunque se dijo que tenía suerte de que la vivienda no estuviese atestada de policías.

Empezó por la cocina. Los utensilios revelaban que no estaba equipada para una cocinera de verdad. Catherine, según había declarado su novio, había ido a buscar palomitas de maíz. Clarice abrió el frigorífico. Había dos cajas de palomitas para tostar en el microondas.

Desde la cocina no se veía el aparcamiento.

—¿De dónde es?

La primera vez, Starling no captó la pregunta.

—¿De dónde es?

Desde el sofá, el agente la miraba por encima del periódico.

—De Washington —contestó. Bajo la fregadera… sí, rasguños en el codo del desagüe; habían sacado el sifón y lo habían investigado. Bien por la delegación del FBI de Tennessee. Los cuchillos no estaban afilados. El lavavajillas había funcionado, pero no lo habían vaciado. El frigorífico no contenía más que queso fresco desnatado y algunos envases de macedonia de frutas.

Catherine Martin compraba comida preparada, seguramente siempre era el mismo establecimiento, algún supermercado cercano. Quién sabe si alguien espiaba dicho centro comercial.

No estaría de más comprobarlo.

—¿Es usted de la oficina del fiscal general?

—No, del FBI.

—El fiscal general está a punto de llegar. Lo he oído al salir. ¿Cuánto tiempo hace que está en el FBI?

En el cajón de las verduras había una col de goma. Starling la hizo rodar y examinó el departamento interior especialmente diseñado para esconder joyas. Vacío.

—¿Cuánto tiempo hace que está en el FBI? —Starling se quedó mirando al joven policía.

—Mire, agente, le voy a decir una cosa. Seguramente tendré que hacerle un par de preguntas cuando haya terminado de examinar todo esto. Supongo que me prestará su ayuda.

—Por supuesto. Todo lo que pueda serle…

—Estupendo. Entonces charlaremos luego. Ahora tengo que concentrarme en lo que estoy haciendo.

—Como quiera.

El dormitorio era luminoso, soleado, y poseía un perezoso ambiente que agradó a Starling. Estaba decorado con un mobiliario y unas tapicerías de una calidad superior a la que podrían permitirse la mayoría de muchachas de la edad de Catherine. Había un biombo de Coromandel, dos piezas de esmalte cioisonné en las estanterías y un hermoso secreter de raíz de nogal. Dos camas gemelas. Starling levantó el borde de las colchas. La cama de la izquierda estaba provista de ruedas; la de la derecha no. Catherine debe juntarlas siempre que se lo antoja. Debe tener un amante cuya existencia el novio desconoce. O a lo mejor ella y el novio pasan algunas noches aquí. El contestador telefónico carece de dispositivo para escuchar desde fuera de casa. Ella ha de estar en casa cuando llama su madre.

El contestador telefónico era igual que el que Starling poseía, un PhoneMate corriente. Abrió el compartimiento de la parte superior. Faltaban las dos cintas, la de entrada y la de salida. En su lugar había una nota que decía: CINTAS EN PODER DEL FBI DE TENNESSEE # 6.

El cuarto estaba razonablemente ordenado pero mostraba ese peculiar aspecto que dejan los investigadores de manos grandes, hombres que intentan volver a colocar las cosas exactamente en su sitio pero no lo consiguen del todo. Starling hubiese adivinado que la habitación había sido registrada incluso sin los rastros de polvo para tomar huellas digitales que había en todas las superficies lisas.

Starling estaba convencida de que el dormitorio no había sido escena de ningún episodio del secuestro. Seguramente Crawford tenía razón: Catherine debía haber sido capturada en el aparcamiento. Pero Starling quería conocer a la muchacha, y aquí era donde vivía. Vive, se dijo Starling corrigiéndose. Vive aquí.

En el armario de la mesilla de noche había una guía telefónica, un paquete de Kleenex, una cámara Polaroid SX-70 con disparador de cable y junto a ella un trípode plegado. Ummmmm. Atenta como una lagartija, Starling miró la cámara. Parpadeó como parpadea una lagartija y no la tocó.

El armario ropero interesó sobremanera a Starling. Catherine Baker Martin, marca de lavandería C-B-M, poseía mucha ropa y algunas de las prendas de excelente calidad. Starling reconoció muchas de las etiquetas, incluidas las de Garfinkel’s y Britches, conocidos establecimientos de Washington. Regalos de mamá, se dijo Starling. Catherine tenía ropa buena, de corte clásico, confeccionada en dos tallas; una para un peso de 65 kilos y otra para 75, calculó Starling, y había también algunos pantalones de plástico para sudar en situaciones críticas de aumento de peso. En un mueble zapatero se alineaban veintitrés pares de zapatos. Siete de ellos eran de tipo salón, de la prestigiosa marca Ferragamo; había también algunos mocasines y varias zapatillas Reebok de deporte. En el estante superior había una mochila de nailon y una raqueta de tenis.

Las posesiones de una muchacha privilegiada, estudiante y en prácticas de magisterio, que vivía mejor que la mayoría de chicas de su edad.

En el secreter, muchísimas cartas. Notas de caligrafía picuda enviadas por antiguas condiscípulas. Sellos, etiquetas de envío. En el cajón inferior, papel de envolver, para confeccionar paquetes de regalo; un cuadernillo de hojas de distintos colores y dibujos. Los dedos de Starling lo recorrieron hoja por hoja. Estaba pensando en interrogar a los empleados del supermercado, cuando sus dedos hallaron entre las hojas de papel una bastante más gruesa y rígida. Los dedos pasaron por encima de ella y regresaron. La habían adiestrado para notar anomalías y ya la había medio sacado del montón cuando la miró. Era una hoja azul, de un material similar al de un papel secante no muy grueso y el dibujo que llevaba impreso era una grosera imitación de Pluto, el perro de los dibujos animados.

Todos los perros de las pequeñas hileras eran idénticos a Pluto; eran del amarillo adecuado, pero algunas de sus proporciones no eran correctas.

—Catherine, Catherine —murmuró Starling, cogiendo unas pinzas del bolso que empleó para introducir la hoja de papel en un sobre de plástico que, de momento, quedó depositado encima de la cama.

El joyero que había en el tocador era un estuche de piel, idéntico al que aparece en el dormitorio de cualquier muchacha. Los dos cajoncitos frontales y la bandeja contenían bisutería; ninguna joya buena. Starling se preguntó si guardaría las joyas de valor en la col de goma del frigorífico, y en caso afirmativo quién las habría cogido.

Introdujo el dedo por debajo de la tapa, por un lado, y soltó el cajoncito secreto que había en la parte posterior del estuche. Estaba vacío. Pensó para quién serían secretos esos cajones; para los ladrones, indudablemente no. Estaba tocando el estuche por la parte de atrás para volver a introducir el cajón cuando sus dedos rozaron el sobre sujeto con cinta adhesiva a la parte inferior del cajón secreto.

Starling se puso un par de guantes de algodón y dio la vuelta al estuche. Sacó el cajón posterior y lo colocó boca abajo. En la parte inferior había un sobre de papel manila sujeto con cinta adhesiva. La solapa del sobre no estaba cerrada, simplemente introducida. Se acercó el sobre a la nariz. No había sido espolvoreado en busca de huellas digitales. Empleó las pinzas para abrirlo y extraer su contenido. Había cinco instantáneas Polaroid, que sacó una por una. Eran de un hombre y una mujer copulando. No aparecían cabezas ni rostros.

Dos de las fotografías habían sido tomadas por la mujer, dos por el hombre y la quinta parecía haber sido tomada desde el trípode que había en la mesilla.

Era difícil calcular el tamaño mediante una fotografía, pero a juzgar por los espectaculares sesenta y cinco kilos de peso de aquel alto cuerpo humano, la mujer tenía que ser Catherine Martin. El hombre llevaba en el pene algo que parecía un anillo de marfil tallado. La resolución de la fotografía no era lo suficientemente buena como para poder apreciar sus detalles. El hombre ostentaba una cicatriz de apendicitis. Starling introdujo cada fotografía en una bolsa de plástico y las introdujo en un sobre manila de los que ella llevaba. A continuación colocó de nuevo el cajón en el joyero.

—Lo bueno lo tengo en el bolsillo —dijo una voz a sus espaldas—. No creo que hayan robado nada.

Starling miró al espejo. La senadora Ruth Martin se hallaba en el umbral del dormitorio. Parecía agotada.

Clarice se dio media vuelta.

—Buenos días, senadora. ¿Quiere sentarse un momento? Ya casi he terminado.

Incluso exhausta, la senadora Martin conservaba su imponente presencia. Bajo la capa de deliberados buenos modales, Starling advirtió síntomas de agresividad.

—¿Le importa decirme quién es usted? Creía que la policía ya había terminado de registrar por aquí.

—Soy Clarice Starling, del FBI. ¿Ha hablado con el doctor Lecter, senadora?

—Me ha dado un nombre. —La senadora Martin encendió un cigarrillo y observó a Starling de pies a cabeza—. Veremos de qué nos sirve. ¿Y qué ha encontrado usted en el joyero, agente Starling? ¿Algo de valor?

—Cierta documentación que podremos comprobar dentro de pocos minutos —fue todo lo que Starling acertó a decir.

—¿En el joyero de mi hija? Déjeme verla.

Starling oyó voces en la habitación de al lado y confió con toda su alma que se produjese una interrupción.

—¿Ha venido el señor Copley, el agente especial de Memphis encargado de…?

—No, no ha venido y eso no contesta a mi pregunta. No se ofenda, agente, pero exijo ver lo que ha sacado del joyero de mi hija. —La senadora volvió la cabeza y por encima del hombro llamó—: ¡Paul! ¡Paul! ¿Quieres venir, por favor? Agente Starling, conocerá usted sin duda al señor Krendler, del Departamento de Justicia. Paul, ésta es la chica que Jack Crawford envió a entrevistar a Lecter.

La calva de Krendler aparecía bronceada y para sus cuarenta años estaba en forma.

—Hola, señor Krendler —dijo Starling—. He oído hablar mucho de usted. Enlace de la Comisión Criminal del Congreso, mediador en desavenencias, como mínimo adjunto del fiscal general. Jesús bendito, sálvame, te necesito.

—La agente Starling ha encontrado algo en el joyero de mi hija, algo que ha introducido en un sobre manila de su propiedad. Creo que hemos de ver de qué se trata, ¿no te parece?

—Agente —ordenó Krendler.

—¿Puedo hablar un instante con usted, señor Krendler?

—Por supuesto. Después —declaró Krendler tendiendo la mano.

Starling tenía la cara ardiendo. Sabía que la senadora Martin estaba fuera de sí, pero jamás le perdonaría a Krendler la sombra de duda que atravesó su cara. Jamás.

—Aquí tiene —dijo Starling. Y le entregó el sobre. Krendler contempló la primera fotografía y había ya cerrado la solapa del sobre cuando la senadora Martin le cogió el sobre de las manos.

Fue muy doloroso verla examinar las fotografías. Al terminar, se acercó a la ventana y permaneció de espaldas, con la cara vuelta hacia el cielo encapotado y los ojos cerrados. A la luz del día se la veía envejecida y al encender un cigarrillo le tembló la mano.

—Senadora, yo… —empezó a decir Krendler.

—Esta habitación ha sido previamente registrada por la policía —le interrumpió la senadora—. Y estoy segura de que han encontrado estas fotografías y han tenido el sentido común de dejarlas donde estaban y no mencionar su existencia.

—No, no las han encontrado —replicó Starling. La senadora sufría, pero qué caray, había cosas que no podían dejarse pasar—. Señora Martin, usted misma se da cuenta de que hemos de averiguar quién es este hombre. Si se trata del novio de Catherine, mejor que mejor. Puedo averiguarlo en menos de cinco minutos. Nadie más verá estas fotografías y Catherine no tiene por qué saber que han sido descubiertas.

—Yo me ocuparé de ello. —La senadora Martin metió el sobre en su bolso y Krendler se lo permitió.

—Senadora Martin, ¿fue usted quien cogió las joyas de la col de goma que estaba en el frigorífico? —le preguntó Starling.

El secretario de la señora Martin, Brian Gossage, asomó la cabeza por la puerta.

—Disculpe, senadora, acaban de instalar el terminal. Ya podemos contemplar cómo investigan el nombre de William Rubin en el FBI.

—Vaya, señora Martin —le insistió Krendler—. Estaré con usted dentro de unos momentos.

Ruth Martin salió de la habitación sin contestar a la pregunta de Starling.

Clarice tuvo ocasión de examinar a Krendler mientras éste cerraba la puerta del dormitorio. El traje que vestía acreditaba a su sastre y no iba armado. El medio centímetro inferior de los tacones de sus zapatos relucía, de tanto andar sobre mullidas moquetas, y los bordes de los tacones parecían afilados.

Krendler permaneció un instante con la mano en el pomo de la puerta, inclinada la cabeza.

—La felicito por la eficacia de su registro —dijo al darse la vuelta.

Starling no iba a dejarse comprar por tan poco. Sin contestar, se lo quedó mirando fijamente.

—Veo que en Quántico enseñan a registrar con gran minuciosidad —añadió Krendler.

—Efectivamente, pero no enseñan a robar.

—De eso no tengo la menor duda —replicó Krendler.

—Pues nadie lo diría.

—Basta. Cambiemos de tema.

—Habrá que investigar el asunto de las fotografías y el de la col de goma, ¿no le parece?

—Sí.

—¿Qué es eso del nombre de «William Rubin», señor Krendler?

—Lecter afirma que ése es el nombre de Buffalo Bill. Éste es el texto del mensaje que hemos transmitido a la sección de identificación y también al CINC. Fíjese.

—Y le entregó una transcripción de la entrevista de Lecter con la senadora Martin, una copia borrosa efectuada por una impresora matricial de agujas.

—¿Qué opina? —le preguntó Krendler cuando ella terminó de leerla.

—No dice nada que pueda comprometerle —contestó Starling—. Dice que se trata de un varón, de raza blanca, que en determinado momento estuvo aquejado de ántrax contagioso de marfil de elefante. Eso, ocurra lo que ocurra, no da pie a que pueda acusársele de mentir. Como máximo, alegaría haberse equivocado. Espero que todo esto sea verdad. Pero podría haberse burlado de la senadora, por divertirse, señor Krendler; es un hombre perfectamente capaz de ello. ¿Le… conoce usted?

Krendler contestó negativamente con la cabeza y expulsó aire por la nariz.

—Que sepamos, el doctor Lecter ha asesinado a nueve personas. Ahora no está en libertad, pero no importa; aunque fuese capaz de resucitar a los muertos, jamás le dejarían salir. De modo que lo único que le queda es divertirse. Por eso simulábamos…

—Sé lo que estaban simulando. He oído la cinta de Chilton. No diré que haya sido un error, pero sí que ese juego ha terminado. Ciencias del Comportamiento va a limitarse a investigar la pista que usted obtuvo, el aspecto transexual, y nada más. Y mañana estará usted de nuevo en la academia, en clase.

Dios mío.

—He descubierto otra cosa.

La hoja de papel de colores había permanecido inadvertida en la cama.

Se la entregó a Krendler.

—¿Qué es esto?

—Parecen dibujos de Pluto.

Le obligó a que preguntase el resto. Él exigió la información con un gesto de mano.

—Estoy casi segura de que es un secante de ácido. LSD. Seguramente de mediados de los setenta, o quizá anterior. Actualmente tiene valor de curiosidad. Merece la pena investigar dónde lo consiguió. Para estar seguros tendríamos que someterlo a ciertas pruebas.

—Lléveselo a Washington y entréguelo al laboratorio. Se va usted a marchar dentro de pocos minutos.

—Si no quiere esperar tantos días, puedo hacer yo misma las pruebas con un equipo cualquiera. Si la policía dispone de material de identificación de narcóticos, no hay más que seleccionar la prueba J, y en dos segundos se sabe si…

—Usted regresa a Washington y se va directa a la academia.

—El señor Crawford me ordenó.

—Sus órdenes son las que yo le estoy dando ahora. Ya no trabaja usted para Jack Crawford. Está usted a las órdenes de sus profesores, exactamente igual que cualquier otro estudiante, y su misión está en Quántico, ¿queda claro? A las dos y diez sale un avión. Tómelo.

—Señor Krendler, el doctor Lecter accedió a hablar conmigo después de haberse negado a hablar con la policía de Baltimore. Es posible que acceda nuevamente. El señor Crawford opina que…

Krendler cerró la puerta con más fuerza de la que era necesaria.

—Agente Starling, no tengo por qué explicarle mis razones, pero escúcheme con atención. El papel de Ciencias del Comportamiento es meramente consultivo, siempre lo ha sido y a pesar del protagonismo de Jack Crawford no pasará de serlo. Además, Crawford tendría que estar de permiso.

»Me sorprende que en sus circunstancias sea capaz de actuar con la eficacia con que lo ha hecho hasta ahora.

»Respecto de este asunto, al no consultar a la senadora Martin, ha cometido una tontería que puede costarle muy cara. Su hoja de servicios y el hecho de que esté muy próximo al retiro hace que ni siquiera ella pueda perjudicarle demasiado. De modo que, señorita, no se preocupe tanto de dejarle en buen lugar.

Starling perdió un poco los estribos.

—¿Disponen ustedes de alguien más que haya detenido a tres asesinos reincidentes? ¿Conoce usted a alguien más que haya apresado siquiera a uno? Señor Krendler, no debería usted permitir que ella dirija este caso.

—Seguramente debe usted ser una chica inteligente; de lo contrario, Crawford no la hubiera elegido, pero le diré una cosa que no voy a repetir: vigile sus palabras, o acabará usted de secretaria. Por orden mía. ¿No comprende usted que la única razón de que se la enviase a usted a entrevistar a Lecter fue para que su director obtuviese información con la consiguiente baza que jugar ante el Congreso? Información inofensiva sobre criminales importantes, un «nuevo enfoque» del temible doctor Lecter; no sabe usted lo bien que maneja su jefe esos datos cuando tiene que defender el presupuesto de su sección. Los congresistas se los tragan y los comentan impresionados durante la cena. Está usted fuera de onda, agente Starling, queda relevada de este caso. Sé que dispone usted de credenciales del FBI. Entréguemelas inmediatamente.

—Las necesito para que me permitan volar con la pistola. Pertenece al arsenal de Quántico.

—La pistola. Santo Dios. Entregue las credenciales en cuanto llegue a la academia.

La senadora Martin, Gossage, un técnico y varios policías estaban apiñados en torno a una pantalla de vídeo conectada mediante un modem al teléfono. El Centro de Información Nacional del Crimen emitía una constante información sobre el progreso de las investigaciones llevadas a cabo en Washington sobre los datos proporcionados por el doctor Lecter. Una noticia procedente del Centro de Control Sanitario de Atlanta: el ántrax contagioso del marfil del elefante se contrae respirando el polvo que produce el pulido del marfil, material que se usa en mangos de cubiertos de lujo. En los Estados Unidos, se trata de una enfermedad típica de los operarios que trabajan en la manufactura de cuchillos.

Al oír la palabra «cuchillos», la senadora Martin cerró los ojos. Los tenía calientes y resecos. Y arrugó el Kleenex que llevaba en la mano.

El joven policía que había abierto la puerta del apartamento a Starling le traía a la senadora una taza de té. Seguía con el sombrero puesto. Starling ya había decidido que no iba a escabullirse como una cobarde. Se detuvo ante la senadora y dijo:

—Buena suerte, señora Martin. Espero que Catherine se encuentre bien.

La senadora asintió con la cabeza sin mirarla. Krendler apremió a Starling a que saliera.

—No sabía que esta chica no tenía derecho a entrar aquí —dijo el joven policía cuando ella ya salía de la sala.

Krendler salió a la puerta con ella.

—Siento un gran respeto por Jack Crawford —dijo—. Por favor, transmítale lo mucho que todos lamentamos… los problemas de Bella. Y usted, andando a la escuela y a estudiar, ¿de acuerdo?

—Adiós, señor Krendler. —Y de pronto Clarice se encontró sola en el aparcamiento, invadida por la desconcertante impresión de que no entendía nada de lo que ocurría en este mundo.

Se quedó contemplando a un palomo que se paseaba entre las caravanas y las motoras. Apresó con el pico una cáscara de cacahuete y la soltó. El viento húmedo le encrespaba las plumas.

Starling anheló poder hablar con Crawford. El despilfarro y la estupidez no sirven de nada, eso le había dicho. Emplee bien esta situación y templará su espíritu. Ésta es la prueba más difícil de todas: no permitir que la rabia y la frustración le impidan pensar con claridad. En eso consiste en síntesis la capacidad de mando.

Mandar le importaba un pepino. Y a continuación descubrió que también le importaba un pepino, o por usar otra palabra, una mierda, el hecho de ser la agente especial Starling. De bien poco servía, si había que jugar con esas normas.

Y se puso a pensar en la pobre, gorda y triste muchacha muerta que vio tendida en la mesa funeraria de Potter, Virginia occidental. Se pintaba las uñas con esmalte rojo, igual que estas condenadas lanchas deportivas.

¿Cómo se llamaba? ¿Kimberly?

Y una mierda me van a ver llorar estos gilipollas.

Por Dios, todo el mundo se llamaba Kimberly; en su clase había cuatro chicas. Tres chicos se llamaban Sean. Con aquel fantasioso nombre de opereta, Kimberly hacía todo lo posible por acicalarse, aquellos agujeros en las orejas para ponerse bonita, para adornarse. Y Buffalo Bill le miró aquellos tristes senos planos, apoyó entre ellos el cañón de una pistola y le hizo una estrella en el pecho.

Kimberly, su triste hermana gorda que se depilaba las piernas. Lo más natural… Era de esperar… A juzgar por la cara, los brazos y las piernas, lo mejor que tenía Kimberly era la piel. Kimberly, dondequiera que estés, ¿estás enfadada? A ella no la buscaba ningún senador. Para ella no había aviones que transportasen chalados. Chalado era una palabra que Starling no debía emplear. Muchas eran las cosas que Starling no debía hacer.

Clarice echó un vistazo a su reloj de pulsera. Le sobraba una hora y media antes de que saliese el avión y había una pequeña cosa que sí podía hacer. Quería verle la cara al doctor Lecter cuando él dijese: «Billy Rubin». Si Starling conseguía sostener la mirada de aquellos extraños ojos granate durante el tiempo suficiente, si conseguía atravesar la oscuridad que devoraba el centelleo de aquellos ojos, quizá vería algo útil. Estaba convencida de que vería regocijo.

Gracias a Dios aún conservo en mi poder las credenciales.

Dejó dos centímetros de caucho al arrancar y dejar atrás el aparcamiento.